Emín Muftí, quien había sido mi guía en Belgrado cuando fui enviado como corresponsal, durante el caótico Junio del noventa y uno, subió en la estación Rosario Sur. No era una alucinación, ya que nuestra región abunda en inmigrantes de distintas partes conflictivas del mundo; lo que sí me pareció alucinante fue comprobar que en uno de los vagones siguientes viajaba también Miroslav Luburic…un croata, que había ejercido con despiadada eficacia una limpieza étnica en el valle del Lasva, donde exterminaron a miles de bosnios y entre ellos, a la familia de Muftí, su mujer y sus dos hijas. ¿Mera coincidencia o algo que se presentaba como una suerte de impensable y que podía darme un margen para una impensable nota para el diario? ¿Esos dos hombres que aparecían bajo la luz de la historia como irreconciliables albergaban algún oscuro acuerdo?

La historia de los pueblos registra una sucesión de traiciones y los estados, sin importar la ideología que profesan, quieren convencer a la gente de que poseen la verdad de lo que se debe hacer, incluso de aquello que los perjudica. Acosado por estos pensamientos, recorrí el pasillo del vagón para corroborar si no era una alucinación o un sueño la presencia de Muftí, en el último asiento. No puedo aseverar que la inquietud que me asediaba obedecía al temor de hallarme con el riesgo de lo inesperado, sin embargo es posible, pues soy un hombre complaciente, que prefiere la aquiescencia, sea lo que fuese. En este caso, prevalecía en mí establecer la relación entre esos mutuos antagonistas y los hechos que probablemente se presentarían. Lejos de mí estaba creer que solo era producto de una extrema casualidad, si bien sabía que en la zona de Acebal y Mugueta se habían asentado serbios y croatas y más de una vez, antiguos antagonistas habían resignificado sus existencias en fincas cercanas. 

Yo había estado unos días en Yugoeslavia, lugar hermoso a la orilla del Adriático, que del siglo VI al VIII, atrajo a los eslavos. Estos, no sin violencia, fundaron sus estados, como lo hicieron todos los estados de la tierra, pero para mí era un lugar que no extrañaba, después de los días y noches de zozobra que pasé y que coincidió con el surgimiento del conflicto que culminó con fundación de seis nuevos países. Habían transcurrido casi treinta años y no podía dejar de pensar en la sensación evanescente del tiempo que me traía ese presente pasado como si solo hubiese transcurrido un corto lapso de tiempo… 

Ciertamente subsiste en mí una presencia de esos días y noches pasadas, pero esa reaparición presente no es tal, es la negación del presente, es un presente desaparecido y su punto de contacto con la memoria, es la esencia irreal del presente absoluto del ahora, que se convierte en el sueño de unos días y noches pasadas y cuya consecuencia es pura virtualidad… no ya un presente, sino un pasado simbolizado como la terminación de una historia en un libro que una vez leído, vuelve a ese silencio que parece el único que habla. Habla desde el fondo de un pasado para reiterarse en el porvenir de la palabra, de las palabras... sublevando la neutralidad idéntica del tiempo que a la larga o la corta te sumerge en el sueño de una noche final. Pero necesito volver, retomar donde he dejado…

Muftí se había acomodado en el último asiento, pasé a su lado, me miró pero no me advirtió o fingió no advertirme, además… treinta años suelen cambiar indecorosamente los rasgos de algunas personas. En el vagón siguiente, el comedor impecable me permitió el pretexto de sentarme y café mediante, abrir el libro que estaba releyendo, el Fedro donde Sócrates despliega una imagen del alma como una terceridad.

Por más que me lo proponga, tengo que reconocer que yo no estoy dotado para ejercer una pesquisa acerca de lo real, porque la literatura contamina mi conciencia de las cosas, me atrae más que cualquier hecho cercano y me sumerge en consideraciones que no trascienden el límite de lo simbólico. Rápidamente me sumí en la lectura del Fedro que me persuadía de que Platón no se había equivocado al optar por la escisión inteligible, sensible en su operatoria intelectiva. 

Ningún hombre se conforma con lo que se le presenta como real, incluso cuando no tiene más remedio que resignarse ante la implacable realidad de los hechos, ya que siempre los mediatiza por el infinito circuito de los signos. La posibilidad de la idea afecta los hechos más simples por la mera mediación. Vivimos en un mundo simbólico, el misterio del lenguaje instalado en nuestra mente nos refiere a un paradigma de donde seleccionamos los términos para decir lo que decimos y pensar lo que pensamos, absorbidos o inmersos en el universo de relación. Por el lenguaje, por ese extraño poder del lenguaje todos somos de un modo u otro metafísicos. Un término que se presenta, oculta otro que se le opone y por el cual tienen ambos su existencia. Hombre, mujer, padre, hijo, bueno, malo, rico, pobre, inocente, culpable. Esa palabra me retrotrajo a la realidad inmediata, esos dos hombres, extranjeros, enemigos, viajando, ¿azarosamente? en el mismo tren. Parecían las entidades imprescindibles para una tragedia y, como tal, devolvían a la consideración, la idea de destino, como trazado de antemano en la resolución de un relato. Por un momento, me alejé de la lectura y tratando de ordenar o reordenar los pensamientos que se agolpaban en mí, me sorprendió observar que Muftí, como yo, se concentraba o parecía concentrarse en un libro El Islam entre oriente y occidente, de Isetbegovic Alija, como si fuera… No sé… Mi doble reversible. Más extraño me pareció que cada tanto se detenía como si quisiese reordenar lo que pensaba o leía pero en realidad miraba atentamente lo que, desde mi perspectiva era una cedula de identidad.

Una hora o una hora y media más tarde, retorné a mi lugar; mirar como entre sueños, a través de la ventanilla, la fugacidad de la dilatada y rica llanura interrumpida por la proliferación indigente de las villas que prologaban el arribo de cada estación, semejaba una pesadilla. Tanta tierra con una vegetación prodigiosa, fructífera y tanta gente hacinada, si abrigásemos una brizna de razón, sería intolerable. En esa divagación estaba cuando veo borrosamente, primero como una forma virtualizada en los cristales, a Muftí recorrer el pasillo hacia el sanitario seguido de la siniestra figura de Luburic.

Dudé por unos minutos y al decidir levantarme, creí ver a Luburic que se apresuraba hacia el fondo del pasillo y se desvanecía en el otro vagón. Con cautela, temiendo algún peligro, me acerqué al sanitario; el cartel del cerrojo exhibía libre, abrí. Con una aureola creciente de sangre en el pecho, Muftí agonizaba. Me paralizó el terror, la angustia inmediata, repentina, y estaba por salir a gritar por ayuda, cuando Muftí me detuvo. Con un leve movimiento de su mano me indicó sobre el piso la cédula de identidad, que pertenecía a Luburic. No sabe que se la robé, dijo, entre estertores. Esta es la única forma que encontré de vengarme…

Salí y con esfuerzo tiré de la manija de la alarma. Los frenos del tren crujieron repentinamente entrando en Campana y en ese momento me desperté.