Toda persona tiene derecho a no ser contemporánea. A desafiar los dictados de la época. El escritor italiano Dino Buzzati (1906-1972), de cuya muerte este año se cumplió medio siglo, ejerció ese derecho y logró infundirle a su obra la ilusión de la atemporalidad, es decir, algo así como la aspiración a la eternidad. Quizá fue una reacción o un antídoto a su oficio, el periodismo, todavía esclavo de fechar ayer, hoy y mañana. “Cada vez estoy más disgustado con la literatura --decía en 1935, en plena Italia fascista--. Encuentro que ahora todo es habilidad, artificio, retórica. Tengo la clara impresión de que toda la literatura realista, tal como se practica hoy, no tiene una verdadera razón de ser”. A contramano de las tendencias dominantes entre los escritores de su generación, ajeno a grupos o movimientos literarios, lejos de los debates políticos y sociales de su tiempo, se dedicó de un modo peculiar, con una poética propia, a la literatura fantástica (apenas o sutilmente fantástica).

Pero el derecho a no ser contemporáneo es más bien un derecho a fracasar en el intento. En el caso de Buzzati ahí están, sólo para empezar, sus afinidades con el surrealismo, el existencialismo y, sobre todo, con Franz Kafka, precursor de todo eso. “Desde que comencé a escribir, Kafka ha sido mi cruz --decía, irónico y resignado, en 1965--. No ha habido cuento, novela, comedia mía donde alguien no reconociera semejanzas, derivaciones, imitaciones o hasta plagio descarado. Algunos críticos denunciaron analogías culpables incluso cuando envié un telegrama”. Aun así, su originalidad se ganó admiradores con algún prestigio. Jorge Luis Borges lo incluyó en la colección de su “Biblioteca personal”. Albert Camus lo tradujo al francés. Juan Rodolfo Wilcock y César Aira lo tradujeron al castellano. Federico Fellini lo invitó a colaborar en la adaptación de un cuento suyo que siempre quiso y, supersticiosamente, nunca se animó a filmar (y que terminó siendo un cómic).

Los cuentos de Buzzati (escribió muchos) son inquietantes y desconcertantes, fábulas desprovistas de moral: la gota ascendente que siembra el terror, la puerta que conduce al infierno, el perro que ha visto a dios, los siete pisos de un sanatorio que devora a sus pacientes, el juego inocente que desploma un edificio... En los relatos de Los siete mensajeros (1942), Pánico en la Scala (1949), El derrumbe de la Baliverna (1954) o Las noches difíciles (1971), lo increíble y lo absurdo son narrados con aparente sencillez, con el estilo simple y directo de la crónica periodística. Para Eugenio Montale, cuando Buzzati alternaba entre la literatura y sus notas en el Corriere della Sera, el diario donde trabajó más de cuarenta años, usaba “el mismo guante, pero al revés”.

Aunque fue un cuentista extraordinario, su obra y su fama quedaron asociadas a una de sus novelas, El desierto de los tártaros (1940), a la que se suele citar entre las grandes novelas del siglo XX. Angustiante alegoría del sinsentido de la existencia (burguesa), del pavoroso paso del tiempo, de la paulatina resignación de las expectativas, El desierto... es la historia de Giovanni Drogo en una fortaleza militar, a la que llega siendo un joven oficial y a la que dedicará toda su vida. En un tiempo y un lugar inciertos, Drogo y sus compañeros vigilan el horizonte y esperan la inminente invasión de un enemigo reticente que se demora..... El método que rige la novela es --en palabras de Borges-- el de “la postergación indefinida y casi infinita”. La cruz de Kafka está ahí, a la vista. El desierto... podría llevar como epígrafe el texto de “Ante la ley”, el cuento breve y genial que acaso haya inaugurado el linaje de los relatos sobre la espera, ese monstruo intolerable para la vida moderna.

“Probablemente todo nació en la redacción del Corriere --contó Buzzati sobre el origen de la novela--. De 1933 a 1939 trabajé ahí todas las noches y era un trabajo bastante pesado y monótono, y pasaban los meses, los años, y me preguntaba si seguiría así siempre, si las esperanzas, los sueños inevitables cuando uno es joven, se irían atrofiando poco a poco, si vendría o no la gran oportunidad”. En las noches de guardia en una redacción mal iluminada y casi vacía, rodeado de máquinas de escribir que nadie usaba y de teléfonos que ya no sonaban, mientras colaboraba con el cierre del diario el periodista esperaba la irrupción de una noticia que le permitiera lucirse.

Si aquella espera inspiró El desierto de los tártaros, también parece haber conspirado para hacer del escritor uno de sus contemporáneos. Porque, ¿qué novela podría haber escrito ese periodista cincuenta años después de la muerte de Buzzati, a la luz perpetua de pantallas de computadoras, teléfonos y televisores que alumbran noticias en continua superposición, cuando la espera fue abolida y los relatos se enciman sin pausa, todos los días, a toda hora, en simultáneo?

Aunque intuitivamente esas condiciones parecen sugerir el fin del artefacto llamado novela, en realidad sugieren más bien su origen, cuando el relato principal incluía multiplicidad de relatos. Como el Quijote, por ejemplo. O más precisamente como, ya en el siglo XVIII pero aún en los inicios del género, las grandes novelas de la dispersión: el moroso relato del Tristram Shandy o mejor, mucho más ameno y divertido, uno de los libros influidos por el de Laurence Sterne, Jacques, el fatalista, de Denis Diderot, cuyas primeras líneas están entre los mejores comienzos de la historia de la literatura: “¿Cómo se habían encontrado? Por casualidad, como todo el mundo. ¿Cómo se llamaban? ¡Qué te importa eso! ¿De dónde venían? Del lugar más cercano. ¿A dónde iban? ¡Acaso sabe alguien a dónde va!” En esas imprecisas circunstancias, el criado Jacques y su amo sin nombre hablan durante un viaje a caballo; el protagonista empieza una y otra vez el relato de sus amores pero nunca puede terminarlo, siempre interrumpido por un coro de narradores que ensayan nuevos cuentos y aventuras. En lugar de una novela de la postergación indefinida, una novela de la digresión permanente. El desierto infinito cubierto de tártaros.