Cuando Julieta Szewach, compositora, intérprete e integrante de la Orquesta de Instrumentos Autóctonos y Nuevas Tecnologías de la UNTREF habla de su música, de El Océano del Aliento Puro, de sus cintas magnéticas con agua y de su telar de cuerdas -el piano que no suena como piano porque se usa la caja de resonancia pero no las teclas-, nombra a Isabel Aretz, la etnomusicóloga que decía que había mucha música escondida en la Argentina. 

Citar a Isabel en ese pentagrama no es azar ni capricho, en armonía vibrante entre erkes, aerófonos mayas y aztecas rescatados, recuperados y usados para componer, el fantasma de Isabel Aretz aparece para decir lo importante: “en América los instrumentos se dejaron de ejecutar porque mataron a sus ejecutantes en la conquista, pero están ahí, enterrados en la tierra”. Desde que Isabel egresó del Conservatorio Nacional de Música de Buenos Aires fue detrás de esa melodía silenciada. 

La historia de esa búsqueda fue más o menos así: cuando Isabel tuvo que presentar su trabajo final para graduarse (una escena de opera) lo hizo “a la manera de los rusos”; con el diploma en mano sin rumbo ni exámenes que rendir escuchó música incaica en una conferencia de Carlos Vega y descubrió lo que nadie le había enseñado: en América había escalas, “me habían enseñado escalas europeas, asiáticas, pero no tenía idea de que había música tradicional en nuestro continente”. 

A fines de los años treinta, principios de los cuarenta siguiendo las enseñanzas de Carlos Vega se fue por la patria -libreta en mano- en busca del mapa sonoro de la Argentina. Sin grabador (consiguió el primero en 1939) recorrió el noroeste y rescató la música trasmitida en oralidad desde los fondos de los tiempos, “eran anotaciones de oído, anotaciones musicales de difíciles toques de guitarra, una música muy rica, muy complicada, era otro mundo para mí”. Cuando recordaba aquellos viajes unía la ruta pedregosa con el deseo de ver en el Colón una obra emergente de mitos nuestros además de ver a Sigfrido y en enumeración apasionada explicaba que había que hacer lo que había hecho Schubert: “eso es música folklórica convertida en lieder y esos lieder se escuchan en todo el mundo”. 

Escribió más de veinte libros, recorrió Tucumán, Santa Fe, La Rioja, Neuquén, Chile, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Perú y con la beca Guggenheim (1966) recuperó cancioneros ancestrales -porque “donde continúa la vida existe la música”- de Colombia, Ecuador, México y Centroamérica. Fue discípula de Heitor Villa-Lobos y maestra de varias generaciones de músicos. Vivió en Venezuela, se casó con el compositor e investigador venezolano Luis Felipe Ramón y Rivera y volvió a la Argentina en 1996 cuando Luis Felipe murió.

 
En 2004, un año antes de morir, empezó a organizar el centro de investigación sobre etnomusicología (actual IDECREA) en la Universidad Nacional de Tres de Febrero a donde donó parte de su biblioteca y sus archivos sonoros personales. Con entusiasmo de viajera que nunca pierde el aliento (un binomio que ocurre cuando convergen los momentos con las ganas) contaba que en los llanos venezolanos se acompañaba al ganado cantando y que quería componer música de los orígenes y enseñarla en escuelas y conservatorios: “nunca tendremos una música sino partimos de las raíces”.