El género policial es el género de la ciudad y la corrupción. En el policial clásico, emerge la ciudad como tema: Edgar Allan Poe, su creador, sitúa su relato en las calles de París y pone a Dupin a desandar un crimen de difícil resolución en la calle Morgue con el uso contundente de su capacidad analítica. Cualquiera que vuelva al relato va a encontrar, inserto en la resolución del misterio, un tratado acerca de esta nueva facultad que implicaba poder desanudar un enigma sólo a partir del concurso de la reflexión, con un narrador y un protagonista, el propio Dupin, mucho más preocupados por la sensación de vacío propia de la modernidad y la vida nocturna que abría la experiencia de la metrópolis. De ahí que sea fácil conectar esos primeros cuentos del género con otro relato de Poe, “El hombre de la multitud”: aparecía un nuevo modo de sociabilidad que tenía que ver con el anonimato de las masas, la posibilidad de que se perdiera referencia acerca de quién era quién en la ciudad. 

Como contrapeso de esa génesis, hubo una segunda, una que implicó el nacimiento de un género que se parece un poco al del siglo XIX, pero que ofrece tantas diferencias que siempre resulta difícil la vinculación. El nacimiento del policial negro marcó el comienzo de un nuevo personaje, el detective melancólico y fracasado que es como un fragmento de un mundo perdido. Alguien con valores que ya no corren en el mundo en el que habita. 

Ese detective tiene siempre una misión que resulta extraña, muchas veces alcanzada por una femme fatale que nunca dice todo lo que sabe. La resolución del enigma implica más el uso de los puños y el encuentro con la violencia física antes que la desnuda actividad mental, que la tiene este personaje, claro, pero que no puede desplegar sin sentir un puñetazo directo a la cara. Y, para no abundar, el encuentro del culpable resulta siempre un falso encuentro: en verdad, el nombre del responsable del crimen será conocido solamente por los lectores y el protagonista, porque el delincuente en cuestión, el asesino, es un encumbrado hombre de la política o los negocios que nunca podrá ser alcanzado por la justicia terrena. 

No solamente es la ciudad la que se impone en esta narrativa, sino también la corrupción de la ciudad, su nueva moral, la cual repele al detective, aunque, en algún sentido, también termina atrayéndolo como algo inevitable. El policial clásico nos da la ciudad. El policial negro, la corrupción. 

Y en esa serie, bien podemos decir que Mario Conde, el detective creado a principios de los 90 por Leonardo Padura, suma a la ecuación una mirada crítica latinoamericana, caribeña, para ser más precisos, que reformula qué se entiende por ciudad y corrupción desde una óptica, con sus idas y vueltas, mucho más nuestra (y, de ahí, universal). Personas decentes, la última novela de la serie de este detective tan particular, es, sin dudas, un texto que recupera estos tópicos para hablar de La Habana en dos momentos diferentes de su historia y señalar un tercer momento, los 70 en la isla, para armar tres hitos en un relato de corrupción que hace al corazón mismo de la geografía habanera. Al menos, eso piensa y no se cansa de decir el propio Conde, o Padura, por “interpósito” personaje.

La novela nos presenta otra vez un relato a dos tiempos. Tal como pasó en otros trabajos, como La transparencia del tiempo (2018) o Herejes (2013), tenemos en Personas decentes el presente cubano con un Mario Conde tratando de resistir el cinismo y descreimiento propio de la edad (ya pasó los 60 años) con las cuotas esperables de nostalgia que le devuelven cierto dulzor a la ya cansada vida de un ex policía, devenido en vendedor de libros usados (como leímos en su reaparición luego de dejar la fuerza en Adiós, Hemingway, de 2001). 

Manuel Palacios, Manolo, antiguo compañero aún activo, lo contacta para que siga el camino usual de todo detective que se presume retirado: hubo un asesinato, no sabemos quién fue el responsable, te necesitamos. Así, Conde vuelve al ruedo, interesado, y mucho, por la naturaleza de la víctima: Reynaldo Quevedo. ¿Quién era Quevedo? Un poeta mediocre, un oportunista, un “estalinista confeso” (subraya la novela) que se transformó en los 70 en el censor por antonomasia. Alguien que persiguió artistas de todo tipo con el fin de limitar su libertad creativa, de ajustar los tornillos de lo que producían para que respondan a una perspectiva única acerca del arte y la cultura. 

Leemos en Personas decentes: “Quevedo había sido escogido por su vocación de inquisidor y tal vez por su maldad genéticamente codificada como la cabeza rectora del proceso de persecución, hostigamiento y marginación que sufrieron demasiados escritores y artistas cubanos durante los años en que ejerció su compacto reinado. Entre sus víctimas los hubo de todos los colores y tamaños, incluidas gentes como los luego otra vez celebrados José Lezama Lima y Virgilio Piñera, y también algunos irreductibles, como el teatrista Alberto Marqués”. El censor Quevedo, la bestia Quevedo, ahora aparecía muerto, sin tres dedos y con el pene cortado. ¿Cómo no llamar la atención del espíritu analítico que en el fondo siempre fue Conde con estos datos, por más venido a menos que se sienta?

El contexto de esta primera trama no puede ser más significativo, y es la ventana por donde entra la realidad de la ciudad que Padura parece amar (siempre, críticamente): en pleno 2016, La Habana vivió una primavera inusitada, aunque breve. “Un milagro”, señaló el autor, adjudicando importancia casi metafísica a que el día en que Cuba y Estados Unidos volvieron a acercarse luego de tantas diferencias fue un 17 de diciembre de 2014, día de San Lázaro, un santo al que, como a casi todos, se le pide lo imposible. 

En ese 2016, entonces, tres hechos confluyen en un lugar que se creía afuera de toda coyuntura del Occidente capitalista: un recital de los Rolling Stones, un desfile de Chanel y la visita de Barack Obama. Estas tres instancias llevan a un resurgir de la ciudad que se siente en cada esquina, con negocios que aparecen de la nada, con autos que se modifican para recibir a los turistas, y con todas las fuerzas de seguridad distraídas entre tanto ajetreo. Qué mejor momento para cometer un asesinato, el de Quevedo. Y luego otro que, claro está, señala que el primero no fue un hecho casual. Que hay, como diría cualquier psicoanalista con berretines de detective, un sentido posible en este encadenamiento.

NEGOCIOS SON NEGOCIOS

Más temprano que tarde, Personas decentes empieza a funcionar como un texto que levanta preguntas en torno a qué significa la decencia, qué implica seguir un camino moral asumido y tratar de ajustarse a esos principios. Pero, por sobre todo, qué conexión hay entre lo que hacemos, nuestros trabajos, y esa idea de decencia que parece propia de un mundo en retirada. Por eso, Conde actúa también allí como fragmento de un mundo en desaparición. De un mundo que se creía en desaparición, al menos, porque Conde ve que la llegada de los Stones o de Obama poco van a cambiar a la isla. Ese hálito de renovación va a durar lo que duró la triple visita. Padura dice que Conde ve el 2016 con los ojos de 2017, algo que el Conde de la historia no sabe, pero el escritor de la vida real sí: que luego de Obama vendría Trump, y que los intentos de volver a establecer relaciones entre dos países tan profundamente separados resultarían ser solamente eso, intentos, y ningún principio venturoso para que las cosas cambien de verdad.

Dos historias, dijimos. Esa Habana bulliciosa por un volver a ponerse en el centro del escenario mundial conecta rápidamente con la segunda trama, la cual ofrece un narrador en primera persona, Arturo Saborit Amargó, un policía que se encontrará, a comienzos del nuevo siglo, metido en el medio de un conflicto entre proxenetas. Entre dos figuras de importancia para la “Niza de América”, tal como presentaban a La Habana en ese momento o, también, en 2016. ¿Quiénes son los enfrentados? Alberto Yarini, personaje extraído de la vida real, quien en las primeras décadas del 1900 era conocido como el “chulo” más importante con el que uno se podía cruzar, alguien cuya leyenda llega hasta el día de hoy. Un hombre cosmopolita, de ropa refinada y con gestos de conocer más del mundo de lo que el mismo mundo cree. Su contrincante en el negocio es un recién llegado, para peor, un extranjero, un francés. Louis Lotot es el ingresante en la escena del (no tan) bajo mundo, quien parece disputarle territorio a Yarini. El asesinato de Margarita Alcántara, o Margó “la Tetona”, será el crimen disparador con el que el cándido policía perderá la inocencia y terminará, como él mismo afirma en su primera entrada, en la fatídica noche del 21 de noviembre de 1910. Donde nos advierte que, muy a su pesar, terminará matando a un hombre, apenas meses después de la visita del cometa Halley, acontecimiento que tiene a todo el mundo, a gobernantes y hombres de a pie, a sacerdotes y prostitutas, exaltados. Y, como habrían de producir los Stones y Obama más luego, expectantes a ver qué tipo de provecho se puede sacar de la situación.

Esta estructura en montaje paralelo, para utilizar un término propio de lo cinematográfico, es algo muy utilizado por Padura desde el regreso de Conde en Adiós, Hemingway: el detective (que, como todo buen profesional, ya dejó de serlo, al menos, oficialmente) se interesa por un hecho de su actualidad que siempre conecta con situaciones que tienen que ver con la constitución de La Habana contemporánea. Como si Conde fuese un arqueólogo que tiene dos investigaciones por delante: primero, la del crimen que se presenta como disparador, el famoso “McGuffin” de Alfred Hitchcock que promueve el interés de cualquier lector. Pero, luego, mucho más temprano que tarde, empieza el remontarse hacia atrás que está contado en capítulos que se alternan con las averiguaciones del melancólico investigador, siempre vinculados a un hecho u objeto disparador. En Herejes, por ejemplo, un lienzo de Rembrandt funciona como una pieza que conjura una memoria imposible, la de un barco lleno de emigrantes judíos que no pueden descender en la ciudad y tienen que volver en el mismo medio que los trajo a Alemania. No pudieron escapar, a fin de cuentas, del horror. La misma estructura puede encontrarse en La transparencia del tiempo, en donde es una estatua de una Virgen negra la que dispara el movimiento hacia atrás del libro en pos de recuperar, en este caso, una memoria que atraviesa nuevamente diversos periplos para hablar de la Guerra Civil Española e, incluso, de los tiempos propios del cierre de la Edad Media. La Habana resulta, así, centro del mundo, punto desde el cual puede leerse toda la historia occidental o, al menos, algunos momentos significativos. Esa estrategia es la que le permite a Padura construir su lugar como escritor, su entre-lugar: un escritor crítico del gobierno que no dejó la Habana, casi podría decirse que se queda allí porque su literatura necesita ese punto de vista. Adentro y afuera, localizado, pero universal, Padura mira el mundo como Conde, casi un hermano, alguien casi de su misma edad y que, también, en esta novela, se inicia oficialmente como escritor.

Personas decentes es una novela digna continuadora de la Serie Mario Conde, pero tiene el plus de retratar, sin tanta melancolía, una Habana que realmente está cambiando. De ahí el contrapunto con la historia de comienzos del siglo XX que funciona como un espacio donde parece pensarse, en espejo, el crimen de un censor de la década del 70. La Habana cosmopolita, centro del mundo, está matizada por la decepción de una ciudad que pudo haber sido y no fue en ambas líneas narrativas. Pero, pese a todo, alimentada de esta fantasmagoría. El crimen que investiga Conde, en definitiva, atraviesa toda la historia cubana en el siglo XX, con su salvajismo y su dulzura, con sus sueños y sus posibilidades. Digamos, con Padura, por sobre todo: con su literatura.