Una imagen se repite en TikTok hasta el cansancio. Un usuario detrás de la cámara, desde un punto de vista subjetivo contrapicado, aborda a una persona en situación de calle. Se puede ver, en el plano, cómo quien filma agita un fajo de billete sobre la cara de quien está acostado sobre cartones, revolviendo basura o empujando carros. Las palabras se escuchan o se sobreimprimen: “Sorprendí a un indigente comprándole comida”, “hice feliz a un homeless regalándole una hamburguesa”, “su sonrisa lo vale todo”, “seamos bondadosos”. De fondo, suena una canción emocional, como “Yellow”, de Coldplay. “Si este video les gusta, ¡síganme y denme like!”, concluyen los TikTokers, siempre cool y bien vestidos, abrazando “al pobre”. El hashtag #Helpthehomeless, que agrupa a esta suerte de challenge viral, ya suma más de 240 millones de visualizaciones.

Evita ya lo dijo: “la limosna siempre fue el placer de los ricos”. Desde el exclusivo Baile de la Rosa para “juntar fondos”, protagonizado por Carolina de Mónaco, pasando por el príncipe Harry y Nacho Figueras jugando al polo “por los niños de África”, hasta la vernácula Pampita, desfilando en un vestido dorado con cristales para “impulsar el desarrollo social” con su ONG. Históricamente la filantropía, la caridad, las donaciones y la limosna son emblemas de una subjetividad católica y conservadora, que operan como un vehículo para que la burguesa y la nobleza expíen sus culpas de clase, proveyéndoles un confortante estátus quo.

Hoy en día, esta intención de sentirse parte de una élite participando de galas de caridad con la excusa de “los pobres”, se traslada a las redes sociales. ¿Cómo los influencers aumentan su audiencia en las redes a través de hacer “retos solidarios” con personas en situación de calle? ¿Qué sentidos hay detrás de estas acciones “desinteresadas”? ¿Qué subjetividades construyen?

“Gracias Bro”; “Sos mi héroe”; “Que dios te bendiga”, le escriben al influencer que se anima a estos desafíos estigmatizantes.


DESAFÍOS QUE NO SON UN JUEGO

Los “desafíos” de TikTok son un lenguaje común en esta red: funcionan como una tendencia que viraliza contenido. En esta aplicación, varios usuarios descubrieron que hacer challenges “filantrópicos” se traduce en millones de likes, validación y popularidad que enseguida monetizan a través de canjes y contratos.

La rutina es clara y tiene pocas variaciones. Hay quienes abordan a una persona en situación de calle y le preguntan: “¿Tenés hambre?”; “¿Querés comer algo?”, e inmediatamente muestran cómo llevan a esa persona a comer a McDonalds, por ejemplo. “¡Pedí lo que quieras! Hoy invito yo”, aseguran los filántropos de TikTok. Otros, registran cómo llenan un changuito de supermercado de productos para repartir entre “los pobres”. “Fui a Wallmart a comprar frazadas para ‘los pobres’” o “vi a una señora pidiendo limosna y la sorprendí con comida caliente, acompáñenme a ver su reacción”. También están los videos de “transformaciones”, donde muestran cómo proveen cortes de pelo y cambios de ropa para “darle una segunda oportunidad” a alguien. (Es decir, a “un pobre”).

También hay quienes van más allá y, como si se tratase de un refrito de un programa noventoso tipo Sorpresa y Media, buscan “cumplir un sueño”. (En realidad, se cumplen a sí mismos el sueño de ser benefactores). Por ejemplo, que “el pobre” tenga un par de zapatillas Adidas. El disfrute, aquí, está en que los espectadores gocen viendo el momento en el esta persona abre el dichoso regalo. “¡Su sonrisa vale cada centavo!”, afirman con emojis de corazones y ojos llorosos. Los comentarios se replican de a miles: “Gracias Bro”; “Sos mi héroe”; “Que dios te bendiga”; “Ojalá todos fuesen como vos”; “Esa persona se merece todo, le cambiaste la vida”; “Me encanta tu contenido, sos un capo”.

Otros estiran un poco más la vara de lo humillante y se divierten haciendo retos y competencias. “¿Cuánto es veinte más veinte?”, le dice un TikToker a una señora que revuelve entre la basura. “Cuarenta”, responde ella. “¡Muy bien!, te lo ganaste”, exclama condescendiente el influencer mientras le da un billete de veinte dólares.

Él es blanco, joven, enérgico, cool, de dientes brillantes y con un aspecto alineado con los parámetros de belleza hegemónicos. Una verdadera celebrity de las redes. Casualmente, quienes “pone a prueba” son siempre personas racializadas, mujeres en situación de calle, adultos mayores, gente con la ropa vieja y sucia, abordada de forma aleatoria y rápida, donde son sorprendidos y pareciese como si no tuviesen tiempo de entender realmente la escena que se está planteando. Nunca confrontan con un “par”. Y este es tan solo uno de los tantos “juegos” que proliferan en esta red.

Todos estos videos tienen criterios en común. En primer lugar, ningún clip está aislado: todos forman parte de una misma sintaxis. Como si se tratase de memes, las plantillas son las mismas, lo que varía es el contenido que se adapta a ellas. Por otro lado, lo evidente: los creadores de contenido se validan a sí mismos mostrándose como “solidarios” a costa de estigmatizar y objetivizar a unx otrx, a quién inscribe dentro de un acto performático, donde muchas veces ese tercero no tiene derecho a réplica.

La audiencia se identifica con el TikToker: el

La romantización de la pobreza

Ese otrx, es decir, “el pobre”, se construye desde el desagenciamiento, el sentimentalismo, le enajenación, la infantilización, la caricaturización y la lumpenización, anulándolx simbólicamente como un interlocutor válido. Quien lleva adelante el “desafío” (el influencer), subraya esta lógica de poder clasista y patriarcal (todo va de la mano) posicionándose como quien premia o castiga de forma condescendiente y humillante. Por una cuestión aspiracional, la audiencia se identifica con el TikToker: “el pobre” es un ente genérico sin nombre ni apellido, que se reemplaza en cada nuevo clip y que solo “sirve” al propósito narrativo. Alguien que genera curiosidad pero que, como si se tratase de un zoológico, se lo puede observar desde una distancia prudencial y “segura”.

Tal vez Santiago Maratea, el influencer cool que se volvió La figurita difícil del star-system vernáculo por sus colectas millonarias, sea la culminación de este modelo macrista que fascina a celebridades como Mirtha Legrand. El criterio que él instala le sirve a más de uno: la idea de que la militancia de base y la organización social colectiva y cooperativa es algo anticuado, sucio, ineficiente, burocrático y corrupto. Dentro de esta mirada neoliberal de Instagram, las inequidades estructurales, que también tienen que ver con la etnia, la edad, el género, y el vínculo entre el centro y la periferia, entre otras intersecciones, son borradas de un plumazo. Lo que emerge, entonces, que la mejor “transformación social” es la que queda en manos de (unos pocos) influencers jóvenes y “apolíticos” que traccionan las “donaciones”: gestos virales de un compromiso mínimo que, enseguida, suman cifras millonarias y se transforman en comida rápida de TN.

Si miramos qué hay detrás de estos discursos que se muestran como inocentes y desinteresados, nos encontramos con personajes como Milei, que proclaman que “todos los políticos son una casta de parásitos” y que el Estado es un palo en la rueda que tiene que ser desmantelado. Pero hay otras contra narrativas posibles. Este mes falleció una de las figuras que más detestaron estas voces reaccionarias: Hebe de Bonafini. Por mujer, por incómoda, por vieja, por revolucionaria, por bregar por lo colectivo por sobre lo individual, por desafiante, pero desafiante de verdad; por peroncha y boca sucia. Hoy hay que volver más que nunca a ella; volver a mirar el potencial transformador de las madres, de las abuelas, de los feminismos populares y de los activismos que se organizan para transformar la realidad, sabiendo que la única forma es metiendo las patas en el barro.