Destino favorito para todo el año, el invierno le sienta especialmente bien: el templado clima misionero tienta para hacerse una escapada rumbo a las Cataratas y descubrir que, mientras en una punta del país se está esquiando, en la otra se puede tomar sol. Nuevas conexiones inauguradas en estos días desde Buenos Aires, junto al crecimiento de vuelos non-stop desde ciudades clave del interior, facilitan el acceso a Puerto Iguazú, el Parque Nacional y los destinos cercanos: Wanda, San Ignacio, los Saltos del Moconá. Los más afortunados tendrán tal vez una semana completa, pero ¿qué se puede hacer en dos días? Probablemente más de lo pensado. Porque la “experiencia Cataratas” empieza incluso antes de llegar: “Los pasajeros sentados a la derecha -anunciaba días atrás el piloto del vuelo inaugural de Andes a Puerto Iguazú- pueden ver la nube que forma la Garganta del Diablo”. Y así es: a medida que el avión baja, la selva se acerca como un gigantesco mar verde y en uno de sus huecos, donde se abre la gran falla en el lecho del río, una corona de vapor de agua revela la presencia de esta maravilla natural.

Graciela Cutuli
Un coatí, un ejemplo de las especies que aprendieron a convivir con la presencia humana.

DÍA UNO, CATARATAS Más de 1,3 millones de personas al año tienen la misma idea, así que conviene parafrasear el refrán según el cual “el que madruga, visita las Cataratas con menos gente”. “El Parque Nacional abre a las ocho de la mañana y cierra a las seis, para evitar encontrarnos con pumas o yaguaretés -cuenta Jessica Cañete, guía de la excursión en todo terreno que se organiza dentro mismo del área protegida- ya que la mayoría de los animales tienen actividad nocturna”. Ocho en punto, entonces, se puede entrar por el ingreso principal, una suerte de “gran distribuidor” que permite elegir entre el Circuito Inferior o el Superior, los dos que como mínimo es preciso recorrer durante una visita. Por supuesto, el puma o el yaguareté son figuritas difíciles que con suerte podrían identificarse a través de huellas o de las cámaras trampa que instalan los biólogos: es muy excepcional que ocurran situaciones como las del puma que se vio por los senderos del parque algunas semanas atrás. Lo que sí hay, en grupos tan grandes que a veces parecen auténticos bandidos “piraña”, son coatíes: y si en el cuento de Horacio Quiroga los cachorros “se tiraban al suelo de cabeza y salían corriendo con la cola levantada” cuando oían un gran ruido, los coatíes de hoy saben que el ruido es sinónimo de la presencia de turistas, bolsos… y comida. Lejos de irse, son capaces de abalanzarse y colgarse de cualquier mochila, así que ojo con ellos: guardar distancia y sobre todo no darles absolutamente nada de comer. Lo mismo con los monos caí, que junto con los coatíes son la especie de avistaje más probable durante el paseo por los circuitos y senderos.

El Parque Nacional Iguazú tiene el 40 por ciento de la biodiversidad de la Argentina (y poco más del 50 por ciento en toda la provincia de Misiones). Esto significa no solo los grandes mamíferos, sino también unas 540 especies de aves, 300 especies de mariposas, 38 especies de murciélagos. Estos últimos -subraya Jessica- son muy importantes, como cada animal de la selva, para la distribución o polinización de las especies de plantas porque comen semillas y las dispersan. Y no hay que olvidar unas 300 especies de peces, que son endémicos del río Iguazú Superior o Inferior, debido a la barrera que forman las Cataratas: “Hay peces que viven aguas arriba pero no aguas abajo, y así se forman los endemismos”. 

El Circuito Superior y el Inferior son autoguiados; uno pasa por encima de los saltos de agua y el otro al pie, pero los dos ofrecen perspectivas inolvidables y una cercanía increíble que convierte la visita en mucho más que un paseo turístico: se trata de una auténtica inmersión en este mundo natural que maravilló a Alvar Núñez Cabeza de Vaca cuando se convirtió en el primer europeo en avistarlas, y que ya había dado vida a una leyenda nativa sobre la gran serpiente Boi, que requería cada año el sacrificio de una doncella guaraní. Hace dos años se agregó una tercera pasarela sobre los riachos del Iguazú Superior, que funciona en realidad como regreso del Circuito Superior evitando pasar por el mismo camino que a la ida. 

Graciela Cutuli
La gran aventura, embarcados hasta las orillas de la Garganta del Diablo.

LA GRAN AVENTURA Entre idas y vueltas, fotos y selfies, pasarelas altas y bajas, hay una forma todavía más cercana de experimentar las cataratas. La excursión La Gran Aventura combina navegación hasta el pie de los saltos y un paseo por la selva, que comienza con unos cinco kilómetros de recorrido en vehículo por el Sendero Yacaratiá: difícilmente aquí se vean animales (mejor para eso el Sendero Macuco), pero sí se podrán apreciar por ejemplo los “trillos” o huellas que dejan animales como el tapir cuando se arrastran sobre las hierbas; las tacuaras bravas o yatebós (asociadas a suelos poco drenados) y la caña fina o tacuarembó, muy usada por los guaraníes como antiséptico natural y asociadas con lugares abiertos. “Las llamamos plantas pioneras o colonizadoras, y resultan clave porque estas especies de rápido crecimiento cubren los suelos que quedan desprotegidos después de una tormenta. Antes se decía: ‘Esto es puro yuyo, hay que sacarlo’, pero ahora sabemos que en un par de años la selva se va a aclimatar y volverá a crecer”, observa Jessica. El ambay, con sus hojas medicionales ideales para la tos, y el palo rosa, son otras especies emblemáticas. Sin embargo de estos últimos y su valiosa madera “quedan pocos, porque antes de 1934, año de la creación del Parque Nacional, fueron sometidos a una fuerte explotación forestal. Por eso hoy tenemos árboles jóvenes, que no llegan en general a la altura de un adulto. Y tiene otras consecuencias: aves como el águila harpía, la más grande del mundo, se encuentra sin los árboles que necesita para nidificar y se va. Sabemos que están en otras partes de la provincia, como el Parque Provincial Moconá, porque la conservación de la selva fue mejor, debido a que el río Uruguay no es navegable -como sí lo es el Paraná- por grandes embarcaciones”. 

Dato va dato viene, se habrá llegado al embarcadero. Solo queda bajar un tramo de camino por una escalera natural y subirse a los semirrígidos, provistos de chalecos salvavidas y bolsas impermeables para las cámaras fotográficas o, por ejemplo, los zapatos. Porque es inevitable: de este paseo que remonta el cañón del Iguazú Inferior a través de sus rápidos, recorriendo la base del salto Tres Mosqueteros y parándose frente al salto San Martín, se saldrá totalmente empapado. No menos de veinte minutos de navegación lo garantizan, así como la pericia de los pilotos para situarse tan cerca de la caída de agua que los viajeros bien podrán sentirse como los vencejos de la cascada que anidan detrás de la Garganta del Diablo. Al final del paseo, se desembarca en el muelle ubicado frente a la isla San Martín para regresar a las pasarelas del Circuito Inferior. Si es el atardecer, tal vez se tenga la suerte de avistar las bandadas de tucanes que se posan sobre las ramas de los árboles preparándose para la noche. 

Graciela Cutuli
Cultura guaraní, una de las raíces misioneras revalorizadas en visitas a las comunidades.

UN PLAN PARA LA NOCHE Si es uno de los cinco días al mes en que sale la excursión con luna llena a la Garganta del Diablo, no hay que dudarlo. Incluso si la gran cascada -el principal salto de las Cataratas del Iguazú, de unos 80 metros de altura- ya se ha visto de día, la experiencia nocturna es un imperdible. El paseo empieza en el tren ecológico que lleva hasta la Estación Garganta, atravesando la selva oscurecida, donde es más lo que se oye que lo que se ve…. Y ese es precisamente el encanto. Al bajar, igual que en horario diurno, se inicia la caminata por las pasarelas que llevan hasta la Garganta del Diablo, en medio de un paisaje plateado por la sola luz de la luna, que crea reflejos y misterios en cada mirador. Tal vez cueste más ver el camino antiguo, que fue llevado por una crecida y del que quedan algunos restos aquí y allá, pero se puede transitar con total seguridad hasta desembocar ante la ola de agua y espuma que levanta la cascada, compitiendo en blancura con la luna. Las próximas fechas son del 5 al 9 de agosto; del 3 al 7 de septiembre; del 2 al 6 de octubre; del 1 al 5 de noviembre y del 30 de diciembre al 4 de enero del año próximo. Considerando la demanda y la cantidad de cupos, lo mejor es ser previsor y reservar un lugar.

Si no hay luna llena, o el plan es disfrutar contrastes de temperatura, Puerto Iguazú ofrece otra opción de registro diferente pero divertida: es el IceBar, un bar de hielo como los que se pusieron de moda en varias partes del mundo -incluyendo el sur argentino- en los últimos años, con la diferencia de que aquí el calor que suele reinar gran parte del año promete un auténtico shock término al ingresar en el recinto a diez grados bajo cero. Se congelan hasta las pestañas, pero se está bien pertrechado, abrigado y con un reconfortante trago (en vaso de hielo por supuesto) en la mano. Lo suficiente para soportar unos 20 minutos y después salir en busca del reparador calor de la noche misionera. Como cierra a la medianoche, garantiza tiempo más que suficiente para dejar el Parque Nacional, descansar un rato en el hotel y luego volver a la ciudad para probar esta experiencia antes o después de la cena. 

DÍA DOS Si la primera jornada no fue suficiente, el segundo día se puede volver al Parque Nacional pagando la mitad de la entrada. Pero lo cierto es que hay muchas alternativas más para aprovecharlo, y la visita a la comunidad guaraní Jasy Porá es una de las más interesantes. Aunque durante mucho tiempo esta cultura inseparable de las raíces misioneras se mantuvo al margen del turismo, esta aldea permite recuperar su centralidad, conocer su cosmovisión y descubrir entre otras cosas la riqueza de su lenguaje, íntimamente ligado a la naturaleza. Se dice, de hecho, que es una de las lenguas más ricas del mundo en vocabulario sobre fauna y flora. La visita empieza en un predio de la Reserva Yriapú, muy cerca del lugar donde funcionan varios lodges de selva como los que florecieron notablemente en los últimos años. Allí uno de los representantes de la comunidad recibe a los visitantes y los guía hasta el monte, contando en el camino las historias de su tribu y sus creencias. Luego mostará otros aspectos de la vida tradicional, como las trampas para cazar animales y muchas estrategias de supervivencia que han sido heredadas de generación en generación. Los chicos de la aldea también tocan instrumentos de percusión guaraníes y cantan canciones tradicionales en su lengua, de una infinita dulzura: tímidos y poco habladores, aunque ya acostumbrados a la presencia de los visitantes, cuando ganan un poco de confianza despliegan grandes sonrisas y se animan a una conversación un poco más fluida, donde no solo responden: a ellos también les gusta preguntar. Muchos realizan las artesanías que la comunidad vende en su propia feria, desde collares y pulseras de semillas hasta canastas de fibra vegetal y animalitos tallados en distintos tipos de madera: tucanes, coatíes, monitos en miniatura que son el mejor recuerdo del paso por Iguazú. 

La visita a la aldea Jasy Porá se puede complementar con la visita de la Aripuca, un emprendimiento ecoturístico que tiene el objetivo de promover el cuidado del ambiente, difundir las creencias misioneras y concientizar sobre los recursos naturales. El emblema del lugar es la réplica gigante de la trampa típica de los guaraníes, con su forma de pirámide formada por ramitas, que se cierra cuando un animal ingresa y pisa una de las maderas: sin embargo la presa capturada no es lastimada, lo que permite liberarla si es muy pequeña o está preñada. De diecisiete metros de altura, esta enorme trampa pesa unos 500.000 kilos y está formada no por ramas sino por enormes troncos, algunos centenarios, que no fueron cortados para este fin sino recuperados en aserraderos, chacras y áreas de control de la tala ilegal: el más impresionante es el de un pino paraná de 500 años de historia y 37 toneladas, que cayó por obra un rayo y requirió una semana de traslado desde 200 kilómetros de distancia. Vale la pena la visita a la Aripuca: al volver, en combinación con lo aprendido en el Parque Nacional, se tendrá una visión mucho más amplia sobre la necesidad de conservación de este ecosistema frágil y amenazado por la presencia humana, cuya existencia depende –paradójicamente– de los mismos hombres que lo ponen en peligro.