Desde París

La izquierda francesa, al igual que otras de Europa, tiene por delante una batalla política y cultural si no quiere desaparecer definitivamente del mapa. Por izquierda se entiende no a la socialdemocracia disfrazada en los “partidos socialistas”, sino a esa izquierda que supo ser de cambio y de pugna contra el gran capital. Su problema es que ya no se trata de reencarnar la doctrina “trabajo contra capital” porque, desde los años 80, empezó a surgir una extrema derecha que ganó sin limitaciones lo que el pensador italiano Antonio Gramsci llamaba “la hegemonía cultural”. La batalla contra hegemónica que llevó a cabo la dinastía de la familia Le Pen (Padre, Hija, Nieta) tuvo un éxito rotundo más allá de las fronteras francesas. Legitimó las otras ultraderechas de Europa y del mundo y, en Francia, una vez el fundador de la ultraderecha, Jean-Marie Le Pen (2002) y dos veces su hija Marine Le Pen (2017 y 2022) disputaron la segunda vuelta de una elección presidencial tras haber dejado atrás a los partidos de la alternancia, izquierda y conservadores liberales gaullistas. En 2022, el partido Reagrupamiento Nacional obtuvo 89 escaños en la Asamblea Nacional.

El triunfo cultural de la ultraderecha

La izquierda tiene, por consiguiente, dos problemas: el liberalismo y la extrema derecha. Esta última ha contaminado todo el espacio político; obliga a todos los partidos a tomar posición sobre temas como la inmigración y la identidad y, además, le disputa con éxito a la izquierda los votos del electorado popular. 

El Partido Socialista (PS) perdió la clase media de funcionarios que supo darle tantas victorias. Salvo en su alianza con los comunistas, nunca tuvo mucho crédito entre la clase obrera. Hoy, el PS es un club de amigotes sin trascendencia mientras que el Partido Comunista francés dejó diluir hacia la ultraderecha el voto obrero que hace 25 años lo votaba masivamente. Los ultras ganaron al final la batalla política y cultural. 

El gran escollo para la izquierda es que ese voto radicalizado a la derecha la lleva directo a la trampa, es decir, a tomar posición sobre temas de la derecha como la identidad y de la ultraderecha como la inmigración. Este último es el que más alejamiento electoral le ha costado porque el tema migratorio es una suerte de enfermedad nacional. 

Entre 1980 y ahora, se votaron 21 leyes sobre la inmigración y el asilo político, la discusión de una vigesimosegunda ley macronista está en curso de discusión y será, como las otras, un guiño o una nueva concesión a los ultras con el pisoteo del Estado de Derecho o propuestas indignas. Los Le Pen han chantajeado a Francia y amordazado y dividido a las izquierdas.

¿Qué hacer, más allá de las alianzas arco iris (socialistas, ecologistas, comunistas e izquierda radical), para recuperar ese electorado fascinado por una narrativa que, al final, no le soluciona ninguno de sus problemas? La extrema derecha es tan liberal como los liberales o los socialistas. De hecho, la retórica de los Le Pen ha conquistado las mentes, incluso la de varios socialistas. Para los ultras, todos los problemas de Francia los crea la inmigración: la delincuencia y la inseguridad, el desempleo, y otros males como el abuso del sistema de protección social (no trabajan y cobran el desempleo) o ser una amenaza para la identidad nacional a tal punto que van a reemplazar a los blancos franceses. 

Cada partido político nacional ha caído tan bajo que su posición sobre los temas migratorios depende totalmente de lo que ha dicho el partido de extrema derecha Reagrupamiento Nacional. Para existir en ese espacio oscuro, el presidente francés, Emmanuel Macron, pudo contar con el respaldo del centro derecha humanista que repudia la posición radical de los conservadores liberales que han copiado a la derecha radical. Macron concedió espacios a los radicales con suficiente sutileza como para no ahuyentar a los moderados. De manera más global, el sociólogo francés François Héran ha constatado que “el debate público sobre la migración en Francia no tiene ninguna relación con las realidades de base”. Sin embargo, las emociones pesan y ese debate es intenso y divide también a la izquierda.

De inmigración no se habla

Dentro de esa configuración forzada, la izquierda optó por dos variantes distintas: la primera consiste en evitar hablar de inmigración porque se cree que, en ese terreno, el combate está, uno, perdido por adelantado y, dos, que el tema central para el espacio ideológico de la izquierda no es la migración sino las cuestiones sociales. Estas han sido hábilmente evacuadas por la extrema derecha: el centro de su retórica no son los ricos y los pobres, el capital y el trabajo, sino los franceses y los otros. 

Hay entonces una izquierda que decidió dejarle ese tema inmigración / identidad a la derecha y asentar su discurso en las temáticas sociales porque por allí pasa la auténtica línea divisoria entre izquierda y derecha, es decir, el eterno conflicto entre trabajo y capital. Esa izquierda piensa que si se integra la temática migratoria se favorece al adversario porque se está jugando su juego.

Hay, en cambio, otra izquierda que opta por lo contrario y asume que el humanismo histórico de la izquierda torna natural que la temática de los inmigrados y el asilo sean parte de sus banderas. En suma, no se esconde, no acepta negar las evidencias ni abdicar ante la presión de la extrema derecha: las migraciones construyeron a Francia y hoy basta con ir a cenar a un restaurant y dar una vuelta por las cocinas para constatar que el 90% de los empleados son inmigrados. 

Esa izquierda busca precisamente seguir los pasos que siguió la ultraderecha cuando entendió que, para triunfar, era preciso darle un golpe a la hegemonía cultural. Esa rama de la izquierda busca romper la hegemonía discursiva y cultural afirmando que Francia fue levantada por los migrantes, que su brillo en el mundo proviene justamente de ser una tierra de recibimiento, de asilo, de refugio y de protección al amparo de sus valores fundadores. Esta línea es la que domina actualmente la filosofía del partido de Jean-Luc Mélenchon, Francia Insumisa.

El subproletariado

Allí radica a la vez la otra problemática de las izquierdas francesas: no convergen sobre el tema migratorio. Entre los que rehúsan hacerle el juego a los ultras y los que aceptan que esa temática es nacional no hay acuerdo posible. Allí surge el otro abismo: al rehusar hablar de migración para no darle puntos al adversario radical lo que se hace en realidad es dejarle toda la legitimidad del tema, es decir, eso mismo que los partidarios de Mélenchon rehúsan hacer. 

Hay en esta partición de la izquierda, al menos en una parte de ella, mucha hipocresía: en primer lugar, porque si, en relación a la opción de no hablar de migración, los temas de las izquierdas son los sociales, pues el tema migratorio lo es con tanta más fuerza cuando que los migrantes son, a su vez, un subproletariado. En realidad, la falta de madurez, de coraje y de orgullo condenan a las izquierdas francesas a vivir divisiones que sus propios valores deberían evitar. 

Pero los valores y las estrategias electorales no siempre van juntos. Las cuestiones sociales y culturales deben ser parte de un todo y no separarlas como ingredientes que se inhiben. El antagonismo no está ente “asimilación” y multiculturalismo” sino, precisamente, en cesar de alimentar ese fantasma y, por consiguiente, de seguir dándole de comer a la ultraderecha. Mientras la izquierda no elabore un perfil común en torno a esa pluralidad seguirá contribuyendo a la prosperidad de sus enemigos.

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