En cada Mundial el fútbol nos sumerge en una tensión envolvente. Es un camino pavimentado hacia el estrés. No alcanzan a mitigarlo el clonazepam, un té de tilo ni una ducha fría. Tampoco disminuye tomando distancia, si el juego transcurre a 13.800 kilómetros, rodeado por el desierto y en un emirato que parece antipático. Lo cierto es que una fea sensación flotaba en el aire antes del desahogo con México. La amenaza de un prematuro regreso, el hipotético cruce con Alemania en el aeropuerto, como si ese tipo de bromas en las redes sociales presagiaran un desenlace fatídico. Humor negro bien argentino. Anticuerpo convertido en hábito para quienes no pueden pagar la consulta del psicólogo.

Dibu Martínez explicó en la TV Pública por qué había hecho terapia en los días siguientes al debut en falso con los saudíes. “No puede ser que me pateen dos veces y me hagan dos goles”. Dicho en tono coral, no era lógico quedar eliminados en primera ronda y después de perder con Arabia. Parecía una sátira sacada de la revista Charlie Hebdo.

Las caras tensas y el rictus de algunos semblantes anticipaban uno más de los tantos desencuentros futbolísticos que nos separan de México. Porque aunque el historial favorable a Argentina apabulla, ciertos recuerdos lastiman la sensibilidad patriotera que siempre aparece en estas instancias mundialistas. La simpatía por Alemania de los locales en el Mundial del ’86 -que se hizo notar, damos fe- y un cantito que hirió el orgullo nacional en Qatar. “En las Malvinas se habla inglés…”, provocaron los hinchas de camiseta verde.

Una tontería que no le hace honor a 133 años de relaciones bilaterales, al exilio argentino en México del ’76, a la solidaridad entre dos pueblos hermanos, y ni siquiera al célebre mural de Siqueiros que se conserva en la Casa Rosada como patrimonio consagrado del arte latinoamericano. Un mural de 1933, llamado Ejercicio Plástico, que es tan envolvente como aquella tensión que solo puede deparar el fútbol. Y que se reflejaba demasiado en la falta de frescura que mostraba el equipo de Scaloni en el colosal estadio Lusail, con casi 90 mil personas en plena efervescencia. Pero con Messi apagado y el resto muy atado de los pies a la cabeza.

El 1 a 0 de la Selección llegó con delay, pequeña fracción con segundos de demora que provoca el progreso de los formatos digitales. Los vecinos se anticiparon, pero qué importa. Argentina conseguía domar los nervios gracias a su jugador estrella, al que después del partido le salió un fallido cuando declaró ante cámaras: “En el segundo tiempo, cuando nos caga… Cuando nos calmamos y empezamos a jugar la pelota hasta el gol, volvimos a ser nosotros”. Un desliz freudiano que quizás estaba en el inconsciente del mejor futbolista del mundo, pero con el que acabó él mismo cuando dejó dibujada sobre el pasto la estirada del arquero mexicano Ochoa. Uno a cero y fin de la terapia.

El golazo de Enzo Fernández, un jugador décontracté como pocos, con ese atrevimiento de potrero fagocitado por las rigideces tácticas, le devolvió algo de arte a un partido de tacos bajos, sin vuelo ni atrevimiento. Ya no importó tanto que regresara el molesto delay, ni que los vecinos anticiparan el griterío unos segundos. Los fantasmas del Mundial 2002 comenzaban a aventarse, a dejar que los miedos salieran por los poros, sacudidos por esa energía que tomó el equipo con los cambios y otro chip en la cabeza, como si todo se hubiera modificado en un abrir y cerrar de ojos.

Argentina vive el fútbol como lo juega o lo juega como lo vive. Sin tiempo para relajarse y gozarlo, casi como un escarmiento a su espíritu cuasi religioso, a cómo lo siente su pueblo. En la tarde que revivió la esperanza después de una derrota beduina, cuando la selección se estaba quedando sin agua para sus camellos antes de la Noche de Reyes, apareció nuestro Aladino y su zurda mágica para arrancarle el gesto adusto a casi 46 millones de habitantes de este suelo.

México casi nunca fue una amenaza. Ni siquiera con un argentino de conductor como el Tata Martino, ex técnico de nuestra selección, que pecó de demasiado amarrete. Queda ahora la enseñanza de un camino trazado, de asociaciones futboleras que no deben perderse, ni de ideas que puedan confundirse. Cuando juega la presión, esa compañera invisible con la que es difícil lidiar, solo la magia de alguien virtuoso puede romper la parálisis. Puede ser en lo que dura un segundo, en un resquicio del juego, en un momento de inspiración que termine con el bloqueo. La selección estaba complicada pero tuvo paciencia. Un atributo que por lo general es más saludable que estéril, si del fútbol se trata.

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