Se apagan las luces del estadio, pero no del todo. La tensión en el aire se vuelve casi palpable. En Obras no entra nadie más. Hace mucho calor. Hay movimientos en el escenario, pero la atención está puesta sobre uno de los accesos del fondo del campo, del lado izquierdo. Tras unos minutos en semipenumbra, el apagón es total. Suena el “Kyrie” de la Misa Criolla de Ariel Ramírez. “Señor, ten piedad de nosotros”, la voz de Mercedes Sosa llena cada hueco. Por una de las puertas aparece un grupo de penitentes, iluminado solamente por un puñado de antorchas, que atraviesa la muchedumbre. El recorrido es reproducido por la pantalla que ocupa todo el fondo de la escena, en una imagen que toma los rostros de la procesión en primerísimo plano y los sigue cuando entran por el lateral y se los pierde de vista. Cuando vuelven a salir, ya en el escenario, vienen cargando en brazos a una Marilina Bertoldi abatida. La depositan en el centro del altar, la crucifican. Caen a sus pies. En la presentación de Mojigata en el Luna Park, la artista había muerto con el rock. El show del domingo, en su Templo, comenzó como un domingo de resurrección.

El afán performático de Marilina Bertoldi no es una novedad. Desde hace tiempo, viene perfeccionando una propuesta del vivo sustentada en toda clase de recursos extra musicales para generar una narrativa que le permita desplegar sus fantasías y transformar el momento del concierto de rock en algo diferente. Hace unos meses, justo después de performear la tan mentada rotura-de-guitarra-seguida-de-muerte en el Luna, se vistió como Selena para una presentación en el Único de La Plata. La liberación en el disfraz, en la máscara, la desinhibición carnavalesca, son elementos que le permiten no solamente jugar a ser otra en el escenario, también volver otras sus canciones. 

Hay que decirlo: no necesita nada de esto. Sus discos tienen la fuerza y contundencia suficientes como para sostener una fecha por sí mismos. Tranquilamente podría pararse en el escenario con una puesta de luces modesta, contar un-do-tre-cuá, tocar el set todo seguido y que la música y su voz hagan lo suyo. La elección de servirse de herramientas teatrales para contar una historia es política. Su rock es así: enojado, muy enojado, pero también es autorreflexivo, autoconsciente, casi paródico, profundamente queer.

La historia que contó Marilina el domingo fue la de una resurrección. O, al menos, así dio a entender con ese comienzo en el que se bajó de la cruz al grito de “¿Qué más habrá que ceder para que todo esté vivo?/ Embellecer, luego ser, somos la muerte de un ciclo”, de “Sexo con modelos”. “Cosa mía” la encontró ya apostada con sus atuendos de rockera setentosa en el centro de la tarima en la que se apiñó junto a la banda. El primer bloque condensó el costado más funky del repertorio. Una serie de canciones en las que la artista dio cuenta de esa sensualidad/sexualidad tan particular que emana, devaneándose entre el perfil de chica sexy y algo tontolona, la lesbiana guarrindonga que se pasa la lengua entre los dedos en V y la caricatura del macho y su falo siempre erecto. “No es original”, repitió al final de una versión por demás… original de ese hitazo que es “Fumar de día”, en un arreglo que lo volvió reconocible casi únicamente por la letra. En “Claro ma” le bailó al pie del mic, lo lamió, la temperatura subió un par de grados más. Con “Tito volvé” bajó por primera vez de la plataforma y recorrió la lengua de escenario que se extendía sobre el público, desde donde le tiraron una tanga. Con “Beso beso beso” llegó al clímax mientras simulaba una escena de sexo explícito en ese centro solitario y teñido de rojo.

Entonces fue el momento de bajar un poco. Hecha un ovillo entre sus músicxs, interpretó “Vivo pensando en ayer”. La crisis nerviosa hecha canción. “¿Me alcanzarán esas pastillas que me hacen sentir más normal?”, se preguntó antes de sumirse en un soliloquio de voces en la cabeza, una locura amplificada en el acompañamiento solo de la batería. “Correte” y “La casa de A” dieron paso al apartado introspectivo del recital. Sonó “Remís”, con ella sola con su guitarra y el grupo de penitentes devenidos en apóstoles escucharon su prédica sentados en ronda al borde de la tarima, tirándole claveles. “Amuleto” -y una intro con una leve intención de bossa nova-, “En mí” y “Enterrarte” cerraron esta sección que permitió tomarse un respiro.

Y entonces, su entourage la rodeó unos minutos -que resultaron algo anticlimáticos por su extensión- hasta que Bertoldi emergió del círculo, esta vez ataviada con una ropa de cowgirl deluxe: de blanco impecable, las nalgas al aire y en la mirada y el cuerpo la firme intención de romper todo. Con “Es poderoso”, “O no?” y “La cena” explotó todo el poder, la gloria y la furia rockera que venía contenida. “Yo estaba en la mierda fuerte. Fue pasando el año y seguía muy mal. Preocupé a mis amigos y a mi familia. Pedí ayuda. ¡Me volví evangelista! Y ahora estoy bien. No estoy más deprimida, lo que nadie te avisa es que después de la depresión viene la ira”, contó un poco en chiste y un poco en serio antes de comenzar “Y deshacer”, con el escenario iluminado de un blanco espectral y un pogazo en el centro del campo. “Vine cargada y te lo digo al mango/Son siempre los mismos/Esto parece un pasamanos”, rapeó, rabiosa, en “Pucho”, revolcándose en una montaña de ¿tierra? ¿polvo rojo?, y la toma cenital de la cámara en un plano completamente dramático que se proyectaba sobre la pantalla.

Del polvo salió a las patadas. En “Racat” manejó como a títeres los cuerpos de los bailarines que se movieron espasmódicos en el piso hasta rodearla en una coreografía que comenzó como una cita a las divas del pop y terminó copiando los pasos de “Thriller”, de Michael Jackson. ¿Estaban todos muertos y no lo sabíamos? ¿No era una resurrección, entonces? ¿Qué pasó con el rock, Marilina? ¿Lo mataste del todo? “Ya no pega más/Deseo distanciar/del sedante disfraz”, cantó en “MDMA”, antes de tirarse de cabeza al campo en un mosh bien rockero para el final extático de esta pascua zombie sin padre, ni hijo, ni espíritu santo.