El costo laboral de un trabajador formal de la industria textil que cose para grandes marcas promedia en la Argentina 1500 dólares mensuales. En Brasil, las mismas multinacionales cubren sus servicios por 650 dólares. En Chile alcanza con 400 dólares y en Paraguay, con 370, según datos de la Fundación Protejer. Es una proporción que se repite transversalmente en la mayoría de los sectores industriales. Esa diferencia no impidió, sin embargo, que las manufacturas textiles experimentaran entre 2003 y 2015 una recuperación sostenida de producción y empleo, en el marco de un mercado interno dinámico, y lo mismo ocurrió con las actividades fabriles en general. Las de mano de obra intensiva se destacaron en el período, protagonizando una segunda resurrección después de soportar políticas de destrucción del aparato productivo durante la dictadura, el menemismo y la primera Alianza. Textiles, calzados, juguetes, bicicletas, máquinas y herramientas, metalmecánica, entre otras, habían sido declaradas como inviables por aquellos gobiernos con el argumento central de la falta de competitividad en materia salarial. Supuestamente no tenía sentido invertir un peso en esos rubros porque era tirar la plata. La experiencia de la última década demostró lo contrario, con avances al mismo tiempo en el poder adquisitivo de los trabajadores y mayores grados de formalización, aunque por cierto insuficientes. La decisión de abandonar la agenda del desarrollo, a la que también le faltaban eslabones cruciales para su ramificación, y volver a ubicar a varios de esos sectores en la lista de los reconvertibles va acompañada de una embestida frontal contra el salario y los derechos laborales en sentido amplio, como supuesta condición para que los dueños del capital se sientan seducidos a invertir. La ecuación planteada en esos términos tiene como final a la vista tres hechos de esta semana: la represión a obreros despedidos en PepsiCo, mientras la empresa eleva exponencialmente sus importaciones; la propuesta de reforma laboral en el sector automotor, donde las terminales están planteando que ni siquiera quieren afrontar el costo de la hora de almuerzo de los operarios, y la desproporcionada flexibilización laboral en Brasil, adonde no se salvaron ni la jornada laboral de ocho horas, ni la protección contra el trabajo insalubre para las mujeres y establece que las empresas podrán contratar personal no ya en forma mensual, sino diaria, con derecho a disponer de los días en que requerirán de sus servicios. 

Una medida que hace cinco años influyó para que PepsiCo decidiera ampliar su producción en el país, contratando a 400 trabajadores, según consta en el informe anual de 2012 de la multinacional, fue la de promover la reinversión de utilidades en lugar de facilitar el giro de dividendos a las casas matrices. El presidente Mauricio Macri defendió el miércoles el camino inverso, destacando que ahora las empresas tienen garantía de que podrán enviar las utilidades sin restricción, y que esa libertad para el movimiento del capital hará que lluevan inversiones. Ante el fracaso que viene demostrando esa estrategia, el Gobierno sostiene que es cuestión de tiempo y de profundizar el rumbo, para que las empresas extranjeras se convenzan de que habrá estabilidad en la aplicación de las nuevas políticas. Es un diagnóstico que comparte la mayor parte del empresariado nacional, incluidos amplios sectores pymes que no terminan de identificar el cambio en el funcionamiento de la economía como responsable de los problemas que los comprimen. Dirigentes de cámaras pymes que enfrentan decididamente esas políticas reconocen que una porción significativa de sus colegas empresarios acompañaron la propuesta de Cambiemos en 2015, al considerar que el esquema anterior había llegado a un límite, que había restricciones insuperables sin un aggiornamiento en “la relación con el mundo” y que existían circuitos de corrupción o informalidad para sortear regulaciones de distinto orden -de comercio exterior, cambiarias y laborales, entre las principales- que resultaban agobiantes.

“Lo que transmiten hoy muchos empresarios que votaron a Macri es decepción. Realmente creían que iban a conservar los espacios ganados y que hacía falta modificar muchas cosas para dar un salto”, describe el consultor, profesor universitario y colaborador de este diario Mariano Kestelboim, de contacto permanente con el mundo pyme. “Además de decepción yo diría confusión. Advierten que las cosas van mal pero compran el discurso de que estamos atravesando una transición hacia una economía más moderna y competitiva. Y comparten plenamente el objetivo de bajar los costos laborales. La industria del juicio laboral existe, como existen los caranchos de los accidentes de tránsito, y cuando Macri dice que va a terminar con eso se entusiasman. La mayoría de los empresarios en Argentina son conservadores. Se sienten más cómodos con Macri que con Cristina”, admite el gerente de una cámara industrial de las más afectadas por el combo de apertura importadora, aumento de costos y caída del consumo. Su sector, estima, se divide en mitades entre quienes apoyan al Gobierno y quienes lo responsabilizan de la crisis.

En Villa Progreso, partido de San Martín, en el conurbano bonaerense, zona declarada capital nacional pyme en 2014, por donde este diario hizo una recorrida meses atrás que detectó el cierre masivo de fábricas y de actividades satélites que les brindaban servicios, el humor parece haber dado un giro hacia el enojo con el oficialismo. “Ahora lo están insultando en tres idiomas”, resume Rafael, quien resiste con una panadería que provee a los negocios del distrito. “Hasta ahora muchos venían bancando al Gobierno, pero la situación no deja de empeorar y ya son más los que reclaman un cambio urgente que los quieren seguir con estas políticas”, cuenta. En el último mes bajaron la persiana una fábrica de mangueras y accesorios para pileta, un depósito de pinturas y una planta de rollos de papel, dejando en la calle a unos 25 trabajadores, detalla, a los que se suman otros cinco despidos en una fábrica de alarmas por la caída de las ventas. En su caso, indica que la factura de gas trepó de 4000 pesos en junio del año pasado a 7000 en la actualidad, a lo que se agregó en los últimos días la suba del 14 por ciento en insumos lácteos para la industria, 20 por ciento en cacao (que se mueve con la cotización del dólar) y 8 por ciento el azúcar, mientras que la harina no volvió a aumentar tras el ajuste del 8 por ciento de mayo. La próxima semana los panaderos bonaerenses mantendrán una reunión para analizar si trasladan los mayores costos a los precios al público como hicieron sus colegas de Córdoba, donde el kilo de pan subió 12 por ciento la semana pasada, hasta los 40 pesos. Jorge Cabrera, presidente de la Cámara de Fabricantes de Pastas Frescas y Afines de la provincia mediterránea, señala que ellos acompañaron el incremento por el alza generalizada de costos. “Pegó fuerte la suba de la luz. Nosotros pasamos de pagar 25 mil pesos el año pasado a 55 mil ahora. También aumentaron los conservantes, que tienen precio dólar, y los combustibles. Todo ese llega un momento que no lo podemos absorber más”, afirma.

  En el rubro textil, la lectura de algunos de sus dirigentes es que deberán acomodarse a un mercado más reducido que el que tenían hasta 2015, que en el mejor de los casos se estabilizaría 25 por ciento debajo que entonces, aunque ahora la caída es mayor. Esa disminución preanuncia ajustes en la fuerza laboral de similares proporciones. “2018 será un año de recortes en materia de empleo”, avisan. El Gobierno se desentiende de esa realidad. Su objetivo es otro, la baja del costo laboral, es decir, del salario y los aportes a la seguridad social. Es un plan que puede resultar ventajoso para sectores concentrados, pero con consecuencias devastadoras para la mayoría.