“Si uno se para a pensar, qué maravilloso es todo, todo en este mundo, todo, a excepción de lo que pensamos y hacemos cuando nos olvidamos de los altos designios de la existencia, de nuestra dignidad de hombres”. Chéjov hace que Gúrov, luego de amar a Ana (la dama del perrito) en ese cuarto de hotel, tenga aquella revelación. Aunque él aún no sabe si está enamorado de esa mujer, basta ese encuentro poderoso en medio de la chatura de la vida para que algo emerja.  Porque acaso sea la función última, o más verdadera del amor: ver lo que somos y lo que tenemos, de un modo nuevo. Quizás de ese modo propone leer Inés Garland, Una vida más verdadera” desde el epígrafe de James Salter (“Lo que es poderoso es el destello de una vida más verdadera”). Después de dos libros de cuentos, Una reina perfecta (2008) y La arquitectura del océano (2014), Garland vuelve con una novela de amor clandestino, en la madurez, con un novio de la adolescencia que reaparece por Facebook y que cambiará de un día para otro la vida de la protagonista.

Todo empieza de la nada cuando la protagonista, un día cualquiera, descubre entre los mensajes ocultos de Facebook, el de P. (así se lo nombra a él) que dice que quiere verla. Hablan, después de treinta años sin verse, él le dice que sigue casado y tiene hijos grandes. Cuando se encuentran a almorzar, ella lo ve demasiado formal, panzón y encorvado. Come con una voracidad que a ella le choca, va a misa los domingos. Sin embargo volverán a verse cada viernes, (“Estos son mis viernes, nuestros viernes” ) y ya no van a detenerse. ¿Puede el amor – ese que provoca el destello, que abre una brecha entre lo vivido y lo por vivir –  descubrirse a los cincuenta? “Cuando se va me miro en el espejo. Se me nota en la cara el arrebato. Mi anhelo saciado en ese viaje con mi cuerpo y más allá de mi cuerpo. Era esto la entrega y yo no lo sabía”. Inés Garland sostiene una primera persona cercana, confesional, para contar esta historia enhebrada palmo a palmo de bellos instantes entretejidos de manera ágil, cálida y envolvente. El lector tiene la sensación de deslizarse hombro a hombro con la protagonista por ese barranco dulce y amargo que es la infidelidad.  

Es necesario señalar el trabajo con el lenguaje que hace Garland en la novela. Una simplicidad casi musical le permite transitar todos los lugares comunes de una historia de amor clandestina con libertad y espesura. “Nunca pensé que podía ser tan enteramente de alguien. Por primera vez amo estar hecha de materia. Entiendo plenamente que mi materia es expresión de mi alma. Mi cuerpo fue hecho para que mi alma pudiera hablarle a él. Mi cuerpo fue hecho para encontrarse con el suyo”. Ese trabajo con el lenguaje permite leer por momentos el texto como una partitura. Más intensamente aún en aquellos pasajes en que aparece solo una línea en toda la página a modo de haiku, o en el caso de los mensajes de teléfono entre los amantes que Garland logra acercar a la poesía: “Te quiero desnuda, vestida, en bata, con mini, callada, hablando, cocinando, en bici, a pie. P.” 

Claro que el lector no podrá dejar de asociar esta historia de amor transgresor y padeciente, con otras emblemáticas de la literatura. Desde La dama del perrito, pasando por Anna Karennina, Madame Bovary o Las Palmeras Salvajes, hasta (cómo no) Los puentes de Madison. La historia que vendió 50 millones de ejemplares en todo el mundo con el romance en la madurez de un hombre y una mujer comunes. Sin embargo, toda aquella literatura construida en torno al amor fallido o a destiempo, termina siendo un pariente algo lejano del amor que se despliega en Una vida más verdadera. En primer lugar, la originalidad de la historia de Garland está puesta en el punto de vista, en este caso de “la otra” del triángulo (“¿Qué es un triángulo?”) que le da una perspectiva donde a la manera del policial moderno el lector hace empatía con el asesino. “No quiero que me hable de ella. No quiero saber nada de ella. No quiero saber cómo es con él, si hacen el amor o no hacen el amor. No quiero pensar en ella”, piensa la amante cuando P. le habla de su mujer. En este caso, la protagonista no es la esposa que quiere librarse de un matrimonio opaco, sino una mujer que pasados los cincuenta, va por la vida desprevenida, sin saber lo que es el amor. “Sé que esto es morirse por un hombre y yo no sabía que esto era así”. El amor clandestino en Garland, no viene tanto – o únicamente – a dar por tierra mandatos socioculturales, a señalar lo ruin del matrimonio (“¿Y si él se apareciera con su valija en la puerta de mi casa?”). En este caso la pasión tiene una función curativa, acercándose a lo que alguna vez dijo Simone de Beauvoir: “Pese a la opinión de los moralistas, en la vejez deberíamos seguir albergando pasiones lo bastante intensas como para impedir que la emprendamos contra nosotros mismos”.