En algún momento de los ’90 apareció la fórmula mágica que lo cambiaba todo sin tocar nada. El truco pasaba por aplicar el término “indie” al comienzo de lo que fuera. Se nos dijo que “indie” provenía de “independiente”, concepto relacionado con ciertas producciones creadas “al margen de la industria” y que poseía el prestigio de lo raro, lo deforme, lo disonante. Entre las mil encarnaciones de la bestia no faltaron el cine; ni su hermanito deforme, el dibujo animado. Pero la animación “indie” traía un rey indiscutido, y el tipo se llamaba, se llama aún –olviden las dinastías– Bill Plympton.

Claro que semejante corona no está libre de riesgos. ¿Es famoso, Plympton, o no lo juna nadie? El mismo Plympton ilustraba este problema con una anécdota: una vez, recorriendo festivales de animación en los Estados Unidos, notó inquieto como el auto en el que viajaba era rodeado por patrulleros con luces de colores e intenciones de escoltarlo hacia algún punto ajeno a sus planes. El punto era el Ayuntamiento. Alfombra roja, himno nacional y un alcalde perplejo, extendiéndole una mano firme como un pescado. Al día siguiente, se enteró por los diarios que lo habían confundido con Bill Clinton.

Para evitar estas confusiones, acá va su historia.

25 Ways to Quit Somking, 1989

EN TU CARA

Corría 1988 cuando cayó del cielo un corto animado inexplicable, hecho con algunos lápices de colores y un dibujo digno de los sólidos profesionales de antaño. Se llamaba Your Face y consistía en el primer plano de un hombre, trajeado y de bigotito, cantando un romántico homenaje a su propio rostro, que empezaba a deformarse de todas las maneras asociables al LSD para terminar en un paroxismo abstracto al que tragaba la tierra. Un cartelito al final informaba que habíamos visto una película de Bill Plympton. ¿Quién era este tipo? Un ilustrador (New York Times, Rolling Stone), medianamente conocido en su rubro, que, serrucho en mano, asomaba la cabeza por la pantalla del cine cuando nadie lo esperaba. La película tuvo una nominación para el Oscar, pero fue como si hubiese ganado cinco. Era todo un género en sí misma, un manifiesto estético de tres minutos que cambió el panorama por completo. Los festivales de cine desesperaron entonces por conseguir más material suyo, MTV (paraíso del “indie” por entonces) programó lo que pudo, Caloi en su Tinta puso los ojos en blanco. Y no era para menos.

La parte graciosa del asunto fue que el animador no sólo era “indie” sino que quería seguir siéndolo. No se trataba de una pose, mantenida trabajosamente gracias a la falta de ofertas, como descubrieron los estudios Disney (aún se dedicaban a la producción de películas animadas) cuando el tipo rechazó una de esas ofertas corleónicas que lo compran todo. Plympton siguió haciendo la suya con sus cortos, algún videoclip, y después pasó a la apuesta mayor, la que lo postula al Guinness de los records: la producción de largometrajes de animación realizados por una sola persona y un equipo mínimo de colaboradores.

Es cierto que la idea estaba lejos de ser una novedad. Así se había hecho el primer largometraje de la historia del cine de animación, El apóstol (1917), de Quirino Cristiani (que reincidiría en 1931 con Peludópolis, el primero sonoro; y si quieren ver alguna de estas películas, les recuerdo las eficaces políticas de conservación del cine argentino). También fue el caso de Die Abenteuer des Prinzen Achmed (1926), confeccionado por la alemana Lotte Reiniger con la ayuda de un par de tijeras, o incluso de Le roman du Renard, del genial inventor del stop motion, Ladislav Starevich (1931, 1937, 1941, según la versión).

Pero luego llegó Disney, con su facilidad para el borrado de producciones ajenas, y su Blancanieves y los siete enanitos (1937) dejó en el inconsciente colectivo la noción de que semejantes obras quedaban reservadas a esas ciudadelas a lo Willy Wonka donde miles de enanitos dibujaban, pintaban o tarareaban melodías pringosas bajo la severa mirada de Walt. En este contexto, los largos unipersonales de Plympton quizás parezcan más extravagantes de lo que son. Pero lo que realmente los diferencia de las películas de los pioneros, es que Bill no dejó los bofes tras mandarse uno o dos. Hizo siete; está trabajando en el octavo, y esto sin contar los cortometrajes, videos y experimentos con actores. ¡Rayos! ¿Cómo lo hace? He aquí su secreto.

Guard Dog, 2004

BREVE, GRACIOSO Y BARATO

Cada vez que Plympton vino a Buenos Aires, fue traído por un festival de animación. Porque viaja así, de festival en festival, para ser exhibido al público; casi siempre en shorts y chancletas, su atuendo favorito. Una auténtica atracción festivalera, en el viejo sentido de la palabra. Pero la atracción no se limita a dejarse estudiar por entre los barrotes: sigue laburando. En efecto, el tipo es un eslabón perfeccionado en la cadena del “hágalo usted mismo” y donde quiera que vaya, se lleva su película a cuestas, a la que sigue dibujando en el taxi o el hotel, una bolsa tipo Papá Noel con sus dvds (que regala o vende según le venga en gana), viejos originales, libros con la historia de su vida, etc.

Ya había tenido noticias suyas en 2007 o 2008, cuando Bill había peregrinado hasta el estudio de Olivos para conocer a una de sus deidades personales, Carlos Nine. No estuve ahí, pero me llegaron noticias telefónicas de su paso (“Le gustan los alfajores de maicena, le pasamos nuestras películas y se rio en el mía y bostezó en la tuya, no es un gran fanático de Chuck Jones”).

Hasta que en 2017 me llegó un mail suyo avisando que estaría en Buenos Aires (parece que el bostezo había sido malinterpretado). Extraerlo de las garras del festival fue una de esas complejas operaciones que salen en los novelas de Le Carré, pero tras una maniobra triangulada y una persecución automovilística, logramos juntarnos para charlar un poco y, al menos por mi lado, estudiarlo más de cerca.

Plympton es exactamente lo que se ve en sus películas. Su cara parece un dibujo de Plympton, uno de esos pulcros norteamericanos de los años 50 que en sus historias suelen dársela de frente con lo extraño, lo deforme o lo escatológico, sin perder la compostura ni el optimismo. Si algo puede definir su estilo, es ese cruce particular entre la tradición y una aplanadora. No exactamente el pavo del Día de Gracias, sino el hacha con la que le van a cortar la cabeza. Esta tensión vuelve a cada película suya un ejercicio atemporal, a la que una enorme cantidad de elementos novedosos salva de ser catalogada como “retro”.

Muchos de estos elementos estilísticos son también –como ocurre en el cine de animación en general–, razones de orden económico. Por ejemplo, el que cada dibujo se repita unos cuatro o cinco fotogramas en lugar de los uno o dos de la animación clásica (lo que implica menos dibujos por segundo); los fondos minimalistas que son parte de la animación, o el uso reiterado del “loop” que termina creando un efecto hipnótico. Y por encima de esto, la primacía del dibujo: parecerá increíble, pero Plympton todavía piensa sus historias en imágenes. Sus personajes pueden hablar, pero no se trata de radio ilustrada, como pasa desde que el Oso Yogui le cedió el cetro a Los Simpsons (digamos de paso que ilustró como invitado algunas de las aperturas de la serie). En sus películas suele haber arcos narrativos o “motivaciones del personaje”, pero se permite dejarlos de lado si una imagen particular le sugiere otra dirección; y sus digresiones generalmente ayudan a esquivar ese sabor a premisa enlatada por un comité de moralidad. Agreguemos a esto que los dibujos de Plympton tienen conciencia de ser tales. En una época donde la cumbre de la civilización pasaría por eliminar cualquier rastro de lápiz, abofeteando al espectador con un festival de texturas fotográficas, el norteamericano se complace en garabatear la pantalla y que se note. Volviendo a lo básico, Plympton recuerda al espectador lo precario que es en el fondo este asunto del cine; un poco como si aplicara a la imagen el castigo que Mac Phantom reservaba a las bandas de sonido allá por Badía y Compañía.

Según contaba, su secreto pasa por tres reglas muy simples, o lo que él llama su Dogma: breve, gracioso y barato. Probablemente, lo de breve no corra en los siete largometrajes, y lo de gracioso (un concepto bastante subjetivo) esté relacionado con el hecho de que aplique a su obra un test que viene desde los tiempos del Gato Félix: medir la reacción de una audiencia en una sala a oscuras (los espectadores conmovidos se mantienen en silencio; las risas, en cambio, se oyen). La animación abstracta le provoca pánico desde que en un festival programaron una de estas piezas justo antes de la suya y perdió la mitad de la platea, con el agregado de tener que ver una generosa lista de contribuyentes en los créditos del mamotreto; gente fina que nunca pondría un mango en una de sus películas. Plympton se financia sólo y a menudo se lo ve hacerlo, con sus dvds o lo que sea. En ese sentido, no tiene temores pacatos. Confía en el viejo comercio hecho a mano, incluso en el truque, y lo bien que hace. Es por eso que va ser difícil encontrar mucho material suyo dando vueltas en internet, esa fantasmagoría de potencialidades que por alguna razón nunca cuajan del todo.

Autorretrato

LOCURAS EN EL OESTE

Pero el mundo sigue girando y a pesar de ser una fantasmagoría, internet trae nuevos mensajes de Plympton. En diciembre estará otra vez por acá, dictando una “master class” en el Argentina Comic Con; y con Slide a cuestas. Había hablado de este proyecto de largometraje en su viaje anterior: un homenaje a la música country de su niñez. Slide era entonces apenas una idea, un par de bocetos y una ocasión para tocar la guitarra, otro de sus muchos talentos. El disparador de la película fue la comprobación de lo bien que funcionaba la música de Hank Williams en un dibujo animado, y el proyecto fue creciendo hasta convertirse en una comedia musical al estilo del Locuras en el Oeste de Mel Brooks, ambientada en un pueblo maderero de su Oregon natal, aunque pasado por el filtro de un cuento de hadas, dado que los árboles hablan o se quejan cuando son talados y la protagonista tiene algo de princesa y mucho de prostituta (de nuevo, no conviene confundir a Plympton con Disney).

En este momento, Slide ha entrado en una frenética etapa de post-producción. Con la animación y parte del coloreado ya completos, Plympton ha empezado a montar voces y música, y confía en que el filme estará terminado para nuestro próximo otoño (o su primavera, dependiendo del punto de vista que uno elija).

Paradójicamente, el encierro de la pandemia –que para algunos resultaba sinónimo de trabajo continuado sin interferencias del mundo exterior– complicó el ajustado circuito de charlas, firmas y exhibiciones que le había permitido financiar sus anteriores proyectos; cosa que terminó resolviendo con la venta de dibujos originales o apelando a plataformas de financiamiento. Claro que todo este rodeo no es en el fondo más que el precio de la independencia, y en este sentido hay que reconocerle al norteamericano que en su caso la etiqueta de “indie” no se trataba de un simple chamuyo de disquería.

En fin, nunca hay que desesperar. El ajustado circuito que nos regalaba algunas películas increíbles de tanto en tanto está empezando a moverse de nuevo y pronto tendremos acá a Plympton con su bolsa llena de dibujos, libros, películas y otros formatos obsoletos que se puedan palpar o llevar bajo el brazo. Será una manera de adelantar la Navidad un poco este año.

25 Ways to Quit Somking, 1989

Argentina Comic Con será el viernes, sábado y domingo en La Rural, Av. Sarmiento 2704. La master class de Plympton se realiza el sábado 10.