Producción: Natalí Risso

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Mayor imposición patrimonial

Por Carlos Martínez, Martín Mangas y Ricardo Paparás (*)

Apenas conocidos los avances del gobierno nacional en el convenio de intercambio de información fiscal con la agencia tributaria estadounidense un grupo de políticos y economistas argentinos, de raigambre económica ortodoxa, remitió una carta a la Secretaría del Tesoro de Estados Unidos advirtiendo que ello pondría en riesgo: “el derecho a la privacidad”.

Este curioso “enfoque de derechos” es brulote de su verdadera intención: que el sector más concentrado de la riqueza pueda seguir gambeteando al fisco, eludiendo el de por sí muy humilde aporte que el Estado busca cobrarle. Ello debe servir para poner en discusión: a) la sacralización que asume (para quienes tienen mucho que ocultar) la “privacidad” de la información financiera y fiscal; y b) el escaso peso de los impuestos a la riqueza en el sistema tributario argentino.

Sobre lo primero, en tiempos de globalización, mundo off-shore y elevada financiarización de la economía, la “privacidad” financiera y fiscal es de lo que se valen los que poseen enormes riquezas (radicadas aquí y en el exterior), para maximizar sus ganancias, combinando los beneficios impositivos que cada país ofrece con toda maniobra elusiva posible (evadido con eufemismos como “planificación patrimonial” y “wealthtech”). Toda contribución a desarmar esa telaraña es positiva para la justicia tributaria.

Ante el lugar destacado del país en el ranking de “infiernos fiscales” (en oposición a las guaridas fiscales, mal llamadas paraísos) elaborado por quienes viven de ayudar a los ricos a no pagar lo que corresponde y a desfinanciar lo común, lo público y lo social, solo resta responder entonces que: “tu infierno está encantador”.

Así y conectando con el segundo punto, la ortodoxia económica remacha en sus tribunas de doctrina sobre la elevada presión tributaria que soporta la economía argentina, que “ahoga” el crecimiento económico.

Repasando la evidencia, de 2016 a 2019, el macrismo redujo los derechos de exportación a la soja, bajó la alícuota del impuesto a las ganancias corporativas, eliminó el tributo a la ganancia mínima presunta y minimizó el impuesto a los Bienes Personales, con una merma de recaudación de 1,5 por ciento del PBI, directamente inyectada a los bolsillos de los más ricos, mientras la economía argentina se achicaba un 4 por ciento, a un promedio de 1 por ciento anual.

Lo dañino de la presión tributaria no es su tamaño sino su composición. En Argentina, sin contar aportes y contribuciones a la seguridad social, dos tercios de la recaudación proviene de impuestos regresivos (limitan el avance igualador producido por el gasto público social y empeoran la distribución del ingreso).

En el tercio restante (de impuesto progresivos) se ubican los llamados “patrimoniales”, que gravan diversas manifestaciones de la riqueza (bienes personales, inmobiliario, patentes de automotores y transmisión gratuita de bienes) y representan un magro 5 por ciento de la recaudación fiscal consolidada.

Los impuestos patrimoniales contribuyen, además de a una mayor progresividad fiscal y justicia social, a erosionar las bases sobre las que se asienta una distribución del ingreso crecientemente polarizada. Reducir esa brecha es clave para mitigar un problema central que aqueja a nuestra sociedad: la enorme capacidad de un pequeño sector concentrador de riquezas de incidir de forma determinante en las políticas que deberían guiar el sendero del desarrollo y que terminan profundizando las desigualdades.

En resumen, estamos lejos de poseer una imposición a la riqueza que alcance un mínimo de justicia fiscal y social. Es tiempo de avanzar en medidas y reformas que lo logren. De cara al proceso electoral del año próximo, este asunto debe ser una prioridad si pretendemos mejorar las condiciones de vida del conjunto de la población argentina.

(*) Investigadores-docentes de la Universidad Nacional de General Sarmiento.

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El “dólar soja” como salvavidas

Por Matías Wasserman (**)

Argentina enfrenta una serie de desequilibrios macroeconómicos profundos que se acrecentaron a mediados de año (poco antes de la renuncia de Martín Guzmán) y que hoy se manifiestan principalmente en la aceleración inflacionaria. La estabilidad de precios no puede ser el fin último de la política económica, pero sería necio negar que se trata de una condición necesaria para lo que debiera ser el objetivo mayor: recuperar el poder adquisitivo del salario.

Sumada a la volatilidad de los tipos de cambio financieros, la restricción externa, las dificultades para el financiamiento en pesos del Tesoro y ahora también la disminución de la actividad económica, la escalada de precios altera el funcionamiento deseable de nuestra macroeconomía y desordena la vida de las personas. Sin embargo, no está de más repetirlo, de todas las restricciones que enfrenta nuestro país la más nociva resulta del acuerdo vigente con el Fondo Monetario Internacional. Es que a la necesidad estructural de acumular reservas internacionales -siempre imprescindibles para desplegar política económica en pleno uso de soberanía y frenar corridas cambiarias- se le agrega el componente coyuntural, pero urgente, de alcanzar la meta pautada con el organismo para fin de año.

A sabiendas de que se trata de una concesión para los sectores dominantes y de que poco ayudará a resolver la cuestión de fondo, la reedición del Programa de Incremento Exportador (“dólar soja”) puede funcionar como el salvavidas que permita llegar -¿con poco aliento?- a la orilla de diciembre y sus respectivas metas. Tal es así que es probable que el éxito o fracaso de la medida dependa de si resulta -o no- suficiente para cubrir el gap de reservas netas actuales con la acumulación de 5000 millones de dólares.

El acuerdo con el BID nos acerca; la sequía nos aleja. Según el cálculo que se haga, faltan todavía entre 1500 y 2500 millones de dólares para alcanzar el objetivo. No sería poca cosa lograrlo si se tiene en cuenta que actores de peso del mercado y voceros de la oposición vienen exigiendo como única alternativa una devaluación agresiva e indiscriminada para todos los sectores que implicaría una transferencia de ingresos (aún más) brutal de los sectores trabajadores a los exportadores y dolarizados.

Durante la primera ventana del “dólar soja”, se liquidaron cerca de 8.000 millones de dólares y el BCRA pudo acumular alrededor de 5000 millones de dólares, en lo que fue el septiembre con mayores compras desde 2003. Desde que cerró hasta ahora, lleva perdidos cerca de 2000 millones y es precisamente ese monto el que busca recuperar con la reedición. Los primeros días de la medida dejaron un saldo positivo porque permitieron revertir la tendencia negativa y con la liquidación de casi 900 millones de dólares, el BCRA pudo hacer una compra neta de más de 450 millones de dólares.

Los desafíos vinculados a la medida pueden analizarse desde diversos ángulos. Primero, es importante pensar una vía de salida para que cuando finalice el régimen no vuelvan a esfumarse tan rápidamente los esfuerzos realizados. En segundo lugar, habrá que seguir de cerca la capacidad del BCRA de esterilizar la masa de pesos (adicional) que se pondrá en circulación. La autoridad monetaria deberá evitar que ese sobrante vaya de manera inmediata y directa a recalentar los paralelos. Cabe decir que este cuco estuvo también presente durante el primer dólar soja y sin embargo no se ha visto hasta acá un salto en los dólares financieros, que incluso han evolucionado por debajo del IPC y del tipo de cambio oficial, lo que llevó a un achicamiento de la brecha.

Por otro lado, si bien la medida está motorizada por el interés de acumular reservas, entre sus efectos laterales positivos se encuentra el aumento de la recaudación por retenciones. Una liquidación de 3000 millones de dólares alcanzaría para aumentar en casi 60.000 millones de pesos los recursos del Estado. Podría ser fructífero incorporar a la discusión las posibilidades de política que abre ese presupuesto. Como ejemplo: podría financiarse un bono de 30.000 pesos para 2 millones de trabajadores informales que vienen enfrentando 7 años consecutivos de caída de poder adquisitivo. Algo similar y mejor implementado que lo incluido en la primera edición.

Se dice que la medida es pan para hoy y hambre para mañana, pero ¿es posible pensar en el futuro cuando no se puede garantizar la estabilidad del presente? Así todo, la urgencia no debe hacernos renunciar a soñar con una Argentina que recupere la capacidad de planificación para tener una macroeconomía estable que avance con inclusión social.

(**) Economista y docente (UBA). Miembro del Observatorio de Coyuntura Económica y Políticas Públicas.