Desde Barcelona

UNO Rodríguez sabe que Cormac McCarthy sabe --lo que no significa que se trate de un gesto calculado-- que no estar en ninguna parte es como estar en todas. Por eso lo lee.

DOS Cultor de una fecunda tradición nacional de Maestros Aislados que se inicia con Melville & Hawthorne y se continúa, total o parcialmente, con grandes reticentes a mostrarse como Thomas Pynchon o Don DeLillo o el recientemente desaparecido del todo Denis Johnson, el ya casi nonagenario McCarthy (Providence, 1923) ha sabido jugar bien sus cartas a la hora de mostrarlas sin sentir necesidad alguna de mostrarse. Así, una obra admirada y en las quinielas del Nobel y donde destacan la joyceana y post-faulkneriana y semi-autobiográfica picaresca de Sutttree, ese western bestial-filosófico e indiscutible obra maestra que es Meridiano de sangre (uno de los hitos del siglo pasado para Harold Bloom); su contracara casi pastoral y con jóvenes y románticos cowboys compuesta por la Trilogía de la frontera (1992-1994-1998); ese perfecto y oscurísimo noir tex-mex de No es país para viejos (que los hermanos Coen hicieron aún mejor al llevarlo al cine y que, corrió el rumor entonces, era en verdad un script de seiscientas páginas que un editor con pericia supo hacer mutar); y, según del humor, la escalofriante y terminal o astuta y manipuladora sentimental y un tanto derivativa para cualquier lector más o menos curtido en lo anticipatorio y apocalíptico que es La carretera (2006). Luego, una obra de teatro tan existencialista como prescindible (El Sunset Limited, 2006) y un guion original para Ridley Scott (El consejero, 2013) que, por absurdo e involuntariamente desopilante, bien podría haber sido dirigido no por los hermanos Coen sino por los Farrelly.

TRES Y, entre título y título, poco y nada de y acerca del responsable: una primera entrevista en The New York Times, un exhaustivo perfil en el que hablaba muy poco en Vanity Fair, unas respuestas casi de compromiso para The Wall Street Journal, una aparición sorpresa en el televisivo show de Oprah donde arrancó diciendo que "no creo que sea muy bueno para tu salud mental el andar por ahí hablando de cómo se escribió un libro y todo eso".

Sí: McCarthy sigue muy felizmente aislado (conviene aclarar que el autor jamás se refirió a su outsiderismo como algo sufrido y dostoievskiano y no duda en declarar que "es algo muy aceptable el ser reconocido en vida siendo yo alguien que escribe porque quiero que me lean") en el Santa Fe Institute al que donó los 254.000 dólares de una Olivetti Lettera 22 con la que escribió toda su obra. Un "centro de investigación multidisciplinaria" donde trabaja sin sueldo, alterna diariamente con "las personas más interesantes que jamás he conocido; partiendo de la base de que, entre todas las cosas que me interesan, escribir está muy pero muy abajo en la lista". Y también desde allí, en 2017, lanzó la botella del ensayo "The Kekulé Problem", publicado en la revista científica Nautilus donde exploró las sombras del inconsciente así como las luces que dieron origen al sol del lenguaje humano. Y la mención y referencia a esto es pertinente porque El pasajero / Stella Maris (trece años después de su última novela, aunque habiéndola anunciado como inminente en el 2005 junto a otras cuatro "más o menos terminadas") son sendas novelas siamesas. Y su verdadero tema (más allá de sus tramas unidas por la misma sangre) es la des/articulación de un idioma donde comulgan lo enciclopédico y lo callejero, lo físico y lo mental, la locura y la razón, la culpa y la inocencia, la violencia explícita y la calma soterrada, la vida y la muerte. Y, sí, la novela favorita de McCarthy es, obviamente, Moby-Dick.

CUATRO Y aquí también --como en buena parte de sus libros, como en lo que también hicieron grandes como Robert Stone o el ya mencionado y cada vez más extrañado Denis Johnson-- la idea de que toda acción no es otra cosa que el disparador a quemarropa de la reflexión. O viceversa.

Y, advertencia, una nueva articulación del Idioma McCarthy (puntuación muy personal, ausencia de guiones de diálogo y de comillas y punto y coma, abuso del polisíndeton y la conjunción enumerativa y, a menudo, ninguna identificación acerca de quién dice qué cosa y, "las más simples y declarativas oraciones posibles" acaso inspiradas por su admiración por las tradicionales y narrativas baladas de los Apalaches) y en el que, más allá de su composición, lo que se impone es el tratamiento constante de cuestiones como, de nuevo, la vida y la muerte.

Y aquí hay mucha vida y muerte y ciencia (por momentos parecemos habernos extraviado en una novela de Richard Powers centrifugada y aún no reposada) y el argumento es lo de menos aunque es más de costumbre. En El pasajero, Bobby Western, genio de las matemáticas buzo de salvamento y recuperación, acaso enamorado de su hermana esquizofrénica y genial para las ecuaciones Alice/Alicia (sabemos de su muerte ya en la primera página), se mete en problemas. Entonces, en 1980 se sumerge, en el golfo frente a una Nueva Orleans casi limitando con Twin Peaks y Carcosa. Y allí los restos de un aeroplano en los que falta no sólo la caja negra sino, también, el cadáver número diez del pasaje. Y, enseguida, Western comienza a ser seguido/perseguido por agentes de esos que disparan primero y preguntan después. Y los dos náufragos de sí mismos y también aislados Bobby y Alicia son hijos de un científico que trabajó en la puesta en marcha y abismo de las primeras bombas atómicas. Y, claro, cada uno a su manera, se sienten un tanto responsables por haber sido los retoños de un nuevo mundo en el que, atención, tal vez Robert Kennedy haya sido el responsable directo del magnicidio de su hermano JFK. También hay un alucinante (¿y alucinado?) Chico Talidomida con el que Alicia mantiene tan extenuantes como apasionantes diálogos sobre todo tipo de asuntos que van desde lo arcano a lo cómico pasando, en varios tramos, por una impostada solemnidad. Stella Maris --transcurriendo años antes que El pasajero, en 1972-- lleva el nombre del instituto psiquiátrico en el que está recluida Alicia y enfrascada en otra larga conversación/confrontación, esta vez con su psiquiatra, el doctor Cohen. Y, entonces, las dudas: ¿Existe o no Bobby? ¿O es que yace en coma en Italia luego de un accidente con coche de carrera? ¿Importa? Lo cierto --casi como en almodovariano melodrama, entre lo trascendente y lo casi farsesco-- es que no. Porque en El pasajero /Stella Maris (que podría definirse como "thriller de ideas", pero sin nada del rigor estructural de género de, por ejemplo, la muy McCarthy serie de tv El viejo con Jeff Bridges) lo que importa es el viaje y no el destino. Una travesía sólo para audaces que no teman ser aislados. Un peregrinaje que termina, antes, con alguien pidiendo que le cojan la mano porque "es lo que hacen las personas cuando están esperando el final de algo" y que comienza, después, con la descripción de un cuerpo "con las manos ligeramente vueltas hacia fuera como la de ciertas estatuas ecuménicas cuya postura reclama que su historia sea tenida en cuenta".

Sea.

 

Pero --saberlo y que se sepa y lo sabe Rodríguez-- esa historia se tiene en cuenta y se cuenta a la aislada manera de McCarthy.