“Un torturador no se redime suicidándose. Pero algo es algo”. La frase de Mario Benedetti resuena en el aire de No pidas nada (Alfaguara), la última novela negra de Reynaldo Sietecase. El Tano Gentili, un periodista de investigación a la vieja usanza –de esos que escriben en libretas–, descubre que la fuga y el suicidio de un puñado de represores no son hechos aislados. Más allá de la diferencia de “estilos” –el Capitán Vázquez se mató con veneno; el General Dip se intoxicó con gas, como la madre del periodista; el Prefecto Estévez se colgó en una obra en construcción abandonada–, hay un “suicida que vive”: el capitán de Navío Juan Anselmo Turelli, que participó en sesiones de tortura de militantes detenidas durante la última dictadura cívico-militar y se lo acusa de haber asesinado a un bebé. El común denominador de suicidas y prófugos –el Coronel Chiessa y el Mayor Oliva– es que eligen salir de escena antes de tener que rendir cuentas de sus actos ante un juez. Todos, sin culpas ni remordimientos, reivindican “la lucha contra el terrorismo apátrida”. Un dato preciso como una puñalada llega a oídos del periodista: “Los dos represores que buscás están en Río de Janeiro”. Hacia esa ciudad viajará el Tano Gentili para continuar con la investigación en torno a la Logia San Judas Tadeo, en la que se mezclan el carnaval, sesiones espiritistas y escuadrones de la muerte.

La tercera novela de Sietecase despliega otra historia más, dos tramas que alternan y tensan la cuerda dramática de la memoria y el olvido. Una diputada le pide ayuda al abogado Mariano Márquez, personaje que está en Un crimen argentino y A cuántos hay que matar, las anteriores novelas del escritor, poeta y periodista. Ella, Fernanda Minetti, denunció al general retirado Belziuk porque mandó a secuestrar y matar a sus padres. “El tema lo descubrí leyendo una nota cortita de Eugenia Zicavo en Lamujerdemivida sobre suicidios de militares –recuerda el escritor a PáginaI12–. Me puse a averiguar si había una cantidad de militares presos por delitos de lesa humanidad que se había suicidado. De hecho, hay una media docena; algunos suicidios comunes y otros que son sospechosos, como el de (Héctor) Febres, que fue con cianuro y lo ayudaron a matarse. La idea me enganchó y en el medio apareció también la cuestión de los prófugos de lesa humanidad. Entonces pensé: ‘Voy a darle una solución literaria a esta cuestión. ¿Cómo es tan fácil escaparse? ¿Alguien los ayuda? ¿Quién los ayuda?’. Ahí se me ocurrió el germen de la historia: ¿por qué se matan los que mataron? Y armé una suerte de logia que los ayuda a escapar y a matarse”.

–¿Por qué eligió que el personaje principal sea un periodista?

–Suelo decir –y voy a creer que es una teoría mía– que el policial argentino tiene un problema que se ha convertido en virtud: no puede poner el bien fácilmente en cabeza de un investigador, de un detective o de un policía, como ocurre en el policial norteamericano o en el nuevo policial europeo, donde siempre tenés un tipo que trabaja para la policía o para la seguridad, desde Raymond Chandler hasta Wallander de (Henning) Mankell. Al policial argentino post dictadura se le hace muy difícil meter en el lado del que busca la justicia, del investigador, del que procura la verdad, a un policía o alguien que estuvo en alguna de las fuerzas de seguridad. A esto sumale la corrupción tremenda que hay en las fuerzas policiales. Si bien hay detectives, porque no quiero decir que no hay –Álvaro Abós tiene uno; Ernesto Mallo tiene otro–, en general los policiales argentinos carecen del investigador policial o detective. ¿Quiénes buscan la verdad? Tipos comunes o que vienen de la justicia. Un periodista me permitía por cercanía, porque soy periodista también, contar algunas cuestiones de la profesión. Si el Tano tiene algo mío, es mi mirada sobre la profesión, por eso tiene cierto desencanto.

–¿Cómo explica la mirada escéptica que tiene el Tano Gentili?

–Más que escéptica, me parece una mirada desencantada. El tiene un dolor existencial importante, un dolor físico también; me parecía que tenía que tener una especie de dolor permanente. Tiene mucho de desencanto en cuanto a lo que me pasa con la profesión en estos últimos años. El Tano trabaja en política, pero pide volver a policiales. Vuelve a engancharse con la profesión, volviendo a las bases: sale a la calle, vuelve a investigar. Si hay un poquito de luz, es eso. A pesar de que al final deja la revista donde trabaja... Es como un proceso de ascenso y caída del personaje en el medio de una trama policial y una investigación. Por eso tiene mi mirada de cierto desencanto, a pesar de que sigo creyendo que esta es una profesión muy hermosa que te permite hacer muchas cosas y conocer gente y aprender. El Tano se mueve a sus anchas y yo no actuaría como él. Pero sí tiene mi mirada, eso es indudable. 

–¿En qué se parecen el desencanto del personaje y el suyo en cuanto al periodismo?

–El desencanto que me produce el hecho de que sea más importante responder a determinados intereses que contar lo que pasa. Esta lógica en la que hay “buenos” y “malos” es una tontería indefendible en la ficción y en la realidad. En la Argentina jugamos desde los medios de comunicación a plantear el país como que hay “buenos” y “malos”. Eso lo puedo entender en la gente común, pero en los periodistas me rebela. Que la verdad haya dejado de ser importante es algo muy fuerte, ¿no?

–Sin que la palabra aparezca mencionada en la novela, se trata de la posverdad que impera en estos tiempos...

–Sí, exactamente. Eso le genera una crisis fuerte que la que escapa cuando se acerca más al oficio periodístico y recupera un poquito de ese fuego. El Tano es un tipo que dice “no”...

–¿Qué implica decir “no”?

–Siempre implica algún costo decir que no a algo. Insisto hace años que es muy importante decir que no. Decir que no es un acto de libertad. El problema en Argentina no es que hay poca gente que dice no, el problema es que hay demasiada gente que dice sí con entusiasmo a cosas inaceptables. Y no me refiero sólo al periodismo, sino a todos los órdenes de la vida en que nos vamos acomodando por conveniencia, por comodidad, por cualquier razón. En esa búsqueda vamos renunciando a algunas cuestiones que eran indiscutibles, por lo menos en mi formación profesional: el decir la verdad y hacer las cosas bien. Que eso haya dejado de ser valorado me sigue conmocionando. 

–No pidas nada sale casi dos meses después del gran repudio y movilización que generó el 2x1 a los represores. ¿Cómo se vincula la novela con el presente?

–Creo en el juicio y castigo a los responsables. Es la única salida y es una política de Estado con idas y vueltas, pero es una de las pocas políticas de Estado que se ha mantenido, fundamentalmente por el sostén popular que tiene, como lo vimos en la manifestación contra el 2x1. Lo que me permito hacer en la novela es algo que no ha pasado en la realidad: que se ejecute una venganza. 

–¿Tuvo algún reparo por el hecho de plantear, desde la ficción, que la venganza puede ser un modo de lograr justicia?

–No. Yo recuerdo una polémica fantástica en PáginaI12 entre Mempo Giardinelli y Osvaldo Bayer sobre “matar al tirano”. Me dan ganas de volver a leer las notas. Bayer justificaba la venganza por mano propia en determinados momentos y Mempo la rechazaba abiertamente. Estoy a favor de que los procesos se hagan en la justicia; es la única manera de cerrar las heridas y en ese aspecto la Argentina es un ejemplo espectacular en términos de políticas de derechos humanos y en cómo se han comportado todas las víctimas. Pero acá estoy haciendo literatura.

–¿En el territorio de la ficción todo está permitido?

–Sí, todo. Javier Cercas dice que la novela es un género sucio y a mí me encanta esa definición porque desde el Quijote para acá podés hacer cualquier cosa adentro de una novela; podés poner aspectos de la realidad, invenciones, personajes reales, personajes inventados, todos combinados. El único objetivo es contar una buena historia y en función, de eso vale todo. Por eso me gusta la idea de suciedad, eso de que todo vale y podés usar cualquier cosa. Cada vez que me siento a escribir literatura –y más en una novela– me permito todo porque confío que el lector sabe que está leyendo una novela. No le estoy vendiendo un ensayo periodístico ni un libro de historia.

–¿Por qué la venganza queda en manos de una chica muy joven?

–Ella es alguien que no está implicada. Quería que fuera el brazo ejecutor del abogado, y me parecía que un killer o un sicario “normal” no cerraban. No quería que fuese una víctima directa. Mi transgresión tenía un límite; es una forma de preservar lo que no ha ocurrido en la realidad. Silvi, el personaje, tiene su origen en uno de los cuentos de Pendejos. Me la traje de ahí a la novela.

–¿A Brasil se fueron muchos genocidas prófugos?

–Los delincuentes prófugos de la Argentina –no sé si represores también– van a dos destinos: Paraguay y Brasil. Son dos lugares donde es más fácil perderse. Conozco bastante el tema de Brasil porque viajo mucho, tengo amigos periodistas y conozco las favelas. Me gustó la idea de poder trasladar al personaje a otra locación bien distante. La fuga que narro en la novela existió: dos represores se escaparon del Hospital Militar. Ya los agarraron. A veces la realidad y la ficción se tutean y se superan. La imaginación completa la realidad cuando la realidad no se ve claramente. Quién sabe si en la novela no estaré anticipando algo...

–La madre del Tano se suicidó y ese suicidio es una herida con la que carga el personaje. La novela está dedicada a su madre. ¿El tema es autobiográfico?

–Lo hice a propósito. Lo primero que escribí es un capítulo uno, que me parecía genial, y que al final no lo incluí; es el capítulo que eliminé porque me di cuenta de que no funcionaba en la trama. Cuando me tuve que replantear el comienzo de la novela, me pregunté qué motivación más le podría dar a este periodista, por qué está tan interesado en los suicidios. Entonces se me ocurrió meterle un suicidio cercano. Mi madre murió de un ACV cuando yo era adolescente y como tengo esa carga, ese dolor encima, me pareció que lo podía rescatar para prestárselo al personaje.

–Hay un epígrafe de Rodolfo Walsh en la novela: “El verdadero cementerio es la memoria”. ¿Qué pasa con la memoria en No pidas nada?

–Esa frase es de la “Carta a Vicki”, a su hija. La memoria atraviesa la novela porque tiene que ver con la dictadura, pero también con la memoria en lo individual. Hay unos versos de Alejandra Pizarnik, que casi le dan título al libro: “Me quieren anochecer/ me van a morir./ Ayúdame a no pedir ayuda”.

–La novela parece postular que en el plano individual es necesario olvidar algunas cuestiones para poder seguir viviendo, pero en el plano social es imposible el olvido. ¿Coincide?

–Sí, puede ser. ¿Qué dice el Martín Fierro cuando termina? “Sepan que olvidar lo malo/ también es tener memoria”. Hay una tensión fuerte que atraviesa la novela. En lo individual, podés olvidar lo malo, ahora en lo social no. Una sociedad no se puede permitir olvidar lo malo porque el riesgo es la reiteración. La tensión entre memoria y olvido está muy presente en la historia argentina.

–Jugando con el título de una novela de Fiodor Dostoievski, se puede afirmar que no siempre hay castigo a los crímenes.

–Claro, es que no lo hay en la realidad. ¿Por qué tendría que pasar en mi novela? Mis tres novelas tienen esa característica, que no siempre el mal paga. Eso lo puede ver uno en la telenovela, pero en la literatura es difícil.

–El Tano Gentili en un momento dice que toda telenovela es un cuento de hadas previsible. ¿Por qué en países tan desiguales, como la mayoría de los países de América latina, la telenovela propone la conciliación social?

–La conciliación social es una fantasía, pero estoy en contra de las telenovelas. Creo que (Gabriel) García Márquez, en un encuentro sobre televisión, hizo referencia a las telenovelas y dijo que era como un martillo con el que podías hacer una casa o romperle la cabeza a una persona. En el fondo la herramienta era genial porque a la gente le encanta las telenovelas; el tema es qué contenido le metés. Pero no nos enojemos con el martillo, ¿no?