En más de una oportunidad hemos señalado la peligrosa escalada que vienen protagonizando las máximas instancias del Poder Judicial en lo que parece ser la decisión de entrometerse en las facultades propias del Poder Ejecutivo Nacional y del Poder Legislativo. A veces, esta intromisión toma la forma de medidas cautelares que paralizan o neutralizan decisiones adoptadas por el Poder Ejecutivo Nacional, orientadas a beneficiar el interés general y en otros casos, que se vienen reiterando en los últimos tiempos, nada más y nada menos que la Corte Suprema de Justicia de la Nación se subroga facultades del Poder Legislativo en franca violación de aquellas que le otorga la Constitución Nacional, con una severa afectación del estado de derecho.

Es el caso concreto del diseño de un fallo judicial dirigido a configurar un nuevo formato para el Consejo de la Magistratura, más allá de declarar después de 16 años de vigencia la inconstitucionalidad de la ley con la que este órgano funcionó a lo largo de todos esos años, la Corte Suprema en lo que parece una decisión incluso hecha a medida de su propio titular, resucitó para asombro de una amplia mayoría de juristas una ley que había sido derogada por el Congreso Nacional, asumiendo facultades legislativas que le están expresamente vedado ejercer, dando origen a un conflicto de poderes con pocos precedentes en la vida institucional de la nación. A partir de ese desatino jurisprudencial, se sucedieron nuevos excesos de parte de este alto tribunal, como por ejemplo pretender interpretar las reglas de funcionamiento y decisorias de ambas cámaras del Congreso, ejercitando una especie de poder de policía sobre los reglamentos que rigen su funcionamiento.

Mal puede la Corte Suprema achacar a los órganos políticos una parálisis del Consejo de la Magistratura, que solo ha sido consecuencia de su indebida incursión en las facultades de otros poderes del Estado, en este caso en aquellos que están apoyados en la soberanía popular, llegando al extremo de utilizar acordadas como si estas fueran equivalentes a fallos o sentencias judiciales.

En estos días en los que el Poder Judicial transita el escándalo más bochornoso del que se tenga memoria a lo largo de la historia, resultaría más sano para reconstituir su prestigio que la máxima instancia de los Tribunales se volcara a ejercitar su facultades de superintendencia para poner en orden las graves inconductas éticas y morales que más allá de las consecuencias penales que esos comportamientos pueden traer aparejadas restituya la dignidad y la independencia de la magistratura en todas sus instancias.