No conocí a Roberto Fontanarrosa sino hasta una tardía noche de homenaje a su trayectoria, en la que él ya estaba en silla de ruedas y con un acompañante permanente a su lado. Pero me pasa como a mucha gente: tengo la sensación de que lo conocí. 

Y creo que “El negro” no era para nada inocente en cuanto a esta sensación que provocaba en sus lectores. Lograrlo era un acto de voluntad que consiguió eligiendo determinadas estrategias narrativas. Mucho se ha hablado acerca de dónde reside la eficacia de la literatura de Fontanarrosa. Se habla de su manejo de lo masivo popular, del lenguaje coloquial que lo acerca a los lectores, de los temas que elige, del humor. También se menciona “la literatura del entretenimiento”,  pero no entendida como algo peyorativo sino como aquella literatura que suspende en el tiempo al lector, que hace que nada importe más que ese libro que tiene entre manos. El cross a la mandíbula de Arlt, la maza que rompe el hielo congelado de Kafka, o el patadón en los huevos o palo y a la bolsa de Roberto Fontanarrosa.

De sus estrategias literarias me interesa detenerme en un punto: la construcción de espacios de identificación y reconocimiento. Tal como dice María Laura Tubito, en la Revista Riel de Rosario (febrero 2005), Fontanarrosa “es eficaz narrativamente porque logra expresar o materializar en una obra o frase o párrafo esa idea, siempre próxima y a la vez lejana -una idea, recuerdo o sensación propia del lector que nunca pudo expresar o enunciar como lo siente-”. 

En algún cuento de Fontanarrosa su lector encuentra exactamente lo que quiso decir. A cada uno le habrá sucedido con distintos cuentos. Me pasó hace un tiempo cuando leía Un día de la bandera, que cuenta la historia de dos hermanos que siempre se anotaban para ir al desfile en los festejos de Rosario. Todo lo que le pasaba a estos dos hermanos me pasó o me podría haber pasado a mí. El frío, la espera sin guantes ni bufanda porque hay que respetar el uniforme completo, la marcha alrededor de la plaza, los discursos que había que oír. Nací en Burzaco, donde también hay un monumento a la Bandera. Igual que los chicos de Rosario pero con menos trascendencia, cada 20 de junio nos hacían dar vuelta alrededor de la plaza con el “de frente march izquierda derecha…”. Al igual que los chicos del cuento de Fontanarrosa se nos clavaba el agua nieve de junio que ya casi ni existe. También a nosotros nos retaban las maestras porque a las dos horas de espera antes de marchar nos cansábamos y no lográbamos mantener la postura. Y nos aparecían los mismos sabañones que a los chicos de Rosario, esos que de sólo nombrarlos me duelen pero que los lectores más jóvenes no deben ni saber qué son.  Así me cuenta él mis sabañones: “… brotaba en los dedos de nuestros pies y manos, como asimismo en las orejas, aquel extraño mal que Domingo Faustino Sarmiento describiera con contundencia sanjuanina, como el “purpúreo ardor del educando: el sabañón”. Sin embargo el cuento no es sólo un relato costumbrista de un 20 de junio en una ciudad donde hay un monumento a la Bandera. Porque como en todos los cuentos de Fontanarrosa además del humor está el conflicto y para protegerse del frío uno de los chicos que tenía que desfilar llevaba escondida una petaca con aguardiente calabrés (en mi caso llevaba escondido chocolate).  Y primero un traguito, después, otro, y otro más, terminó gritándole “Viva la patria” primero al bastonero del regimiento Once de Infantería pero luego a cuanta persona se le cruzara hasta que cuando finalmente aparecieron los granaderos gritó: ¡Viva la patria, carajo! Y allí la policia y lo peor del conflicto.

Me volvió a pasar hace unos años, estando de paseo por primera (y única) vez en Disney con mis hijos. No la pasé nada bien; soy una amarga, seguramente. Intenté contarle a un amigo cómo me sentía y no encontraba las palabras. Me respondió: “Pero cómo, ¿vos no leíste “Medieval Times”, de Fontanarrosa? Ya te lo mando”. Y ahí estaba exactamente lo que yo quería decir. 

Si están por viajar a Disney se los recomiendo, fue lo mejor que me pasó estando allá. Y si ustedes tienen un cuento de “El negro” para recomendarme a mí, les estaré agradecida. Siempre es bueno volver a leer a Fontanarrosa.