Seguí el mundial por computadora desde una página que atrasaba un minuto mientras escuchaba en el teléfono a unos pibes que relataban el partido con siete segundo de atraso. La información la completaba saliendo al balcón a escuchar los gritos de los vecinos, gritos que había que interpretar como el mejor de los sociólogos. ¿Fue gol, penal o el Dibu sacó una pelota?

Por momentos, no sabía si el penal que gritaba la gente era el mismo que yo estaba viendo o el anterior y si debía llorar de alegría o de tristeza. Así fue como grité el campeonato dos penales antes de que se diera en la realidad. Y cuando fuimos campeones de verdad, grité como diciendo “ya lo sabía”. A esto le llamo vivir en diferido.

Entender esto es estar dotado de casi un superpoder. Yo supe antes que ustedes, quizá antes que los que estaban viendo el partido en Catar, que éramos campeones. No hay una explicación razonable, como tantas cosas en este querido país. Es realismo mágico, un poco del Gauchito Gil y la posibilidad de que Chiabrando tenga el celular de Dios.

Quizá la explicación perfecta para este país es que buena parte de lo que se vive, se vive en diferido. Se ama en diferido, se odia en diferido, los logros llegan en diferido y a veces no llegan, pero igual uno se queda esperando porque pueden llegar. El desafío ya no es entender lo contemporáneo a uno, entender las cosas cuando están, sino cuando podrían estar.

Pero, además, como si el desafío fuera poco, hay que gritar antes de que lleguen (como yo hice con el campeonato), porque disfrutar una cosa en directo es para cualquiera, no se necesita ser argentino. Es otra forma de encontrarse con ese “destino latinoamericano” al que se refería Borges, frase que en diferido adquiere otra dimensión ahora, y (estén atentos), dentro de un rato, un mes, un año.

La vida en diferido explica a la gente enojada con Messi que luego saltó y cantó como el fanático número uno. A los periodistas que en directo no pegaron una pero que en diferido eran iluminados. Sirve para explicar que cinco millones de personas festejen, un millón mamados, mientras los quejosos lamentaran muertos y quilombos que nunca llegaron, más allá de cinco giles que pateaban un tacho de basura o pintaron el obelisco.

Para colmo, la vida en diferido reescribe también el pasado. Es decir que a veces (muchas veces) hay que entender bien lo que pasó para ver si dentro de diez segundos seremos campeones o felices de alguna u otra forma. También sirve para saber si hay tocarse el huevo o la teta izquierda con la mano derecha, esconderse, disfrazarse y huir.

Es este tipo de cosas lo que terminó de marear a los franceses en la final. ¿Vamos perdiendo o ya empatamos? ¿Por qué ellos gritan si el gol lo hicimos nosotros? ¿Por qué un tal Chiabrando dice por Facebook que ya perdimos si aún no pateamos los penales? Claro. Es comprensible, pobres muchachos. Esto en el primer mundo no pasa. Allá las cosas suceden inapelablemente cuando suceden. El amor y el odio (sobre todo al extranjero que no triunfa al fóbal) se da hoy, ahora, siempre. Así cualquiera es feliz…

El concepto vivir en diferido explica a los argentinos que odian el país pero que lo aman cuando sus amigos están en el gobierno y se pueden llenar los bolsillos. Explica a los que no se interesaban por la política hasta que entendieron que “si vos no te metés con la política la política se mete con vos” era la esencia del asunto. Explica que haya gente que defiende a los ladrones y que los ladrones nunca vayan en cana aunque quizá un día sí, porque estaban viendo la realidad en diferido. Y que nosotros esperemos esa justicia que nunca llega pero que quizá sí… La vida en diferido.

No es una mala experiencia. No es para corazones sensibles, eso sí. Pero así se llega a conocer a los enemigos que se vuelven amigos, a los amigos que se volverán enemigos y a los enemigos que nunca dejarán de serlo. Sólo es cuestión de poner los canales adecuados, con el atraso justo, y saber leer el pasado y el futuro para entender el presente. Y sobre todo escuchar los gritos de los vecinos.

Solo así se llega a comprender que un gol justifica treinta y seis años de espera. Que es posible sentir que vivís en un país de mierda, pero que cuando se unifican la página con el minuto de atraso con la de siete segundos, más los gritos de los vecinos, además de tus propios gritos a destiempo, y el tamborileo de tu corazón a punto de explotar, se puede llegar una forma de felicidad que nadie te puede robar. Lo demás se lo dejamos a los que sólo saben hablar de lo que tienen delante de las narices.

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