La escena transcurre en una playa turística. Una bella lonja de arena coronada de cerros pinta el paisaje de una icónica ciudad tropical. Estamos frente a la explanada de un hotel con vista al mar. Día cálido y luminoso. Verano que recién empieza en el hemisferio Sur. Rugido de olas. Mar embravecido. Bandera roja. Alto riesgo. En la arena un repertorio de objetos se dispone según las pautas que prescribe la propiedad privada. Y el repertorio humano sigue a los objetos de la propiedad privada. Hay sombrillas que un hotel dispone para sus huéspedes, reposeras que alquilan puesteros; bebidas, telas, vestidos y hasta anteojos que ofrecen vendedores ambulantes; también puestos de comidas; en suma, un lugar público con distintos intereses y negocios. No se ven los rostros. Muchos miran tan solo el celular. Anteojos oscuros aquí y allá. Pequeños grupos, algunas parejas. Todos hablamos sin prestar atención al vecino. Cada Uno en su comarca. Nadie advierte que el agua está creciendo. Una pareja que se está besando me hace salir del letargo. Ella está embarazada. Su cuerpo brilla como si fuera el sol. Un cuerpo vivo. Algo por nacer.

Y de pronto: la ola. Inesperada. Irrespetuosa. Irrefrenable. El mar avanza y se lleva lo que encuentra a su paso. Sandalias, ojotas, toallas, una cartera, anteojos, lonas. Todes corriendo tras ellos. No importa la propiedad. Cada uno rescata lo que puede. Ahora los objetos parecen servir al intercambio, al encuentro. Tengo una sandalia, una toalla y una remera con propietarios desconocidos. Entre risas compartidas voy recorriendo un abanico de personas que de buenas a primeras se transformó en comunidad. Gente que se encuentra en virtud de perder algo. Se saludan. Chocan las manos. Objetos que vuelven distintos. Un jovencito me alcanza mis amadas zapatillas, regalo de mi hijo. Otro me hace señas, le alcanzo la sandalia. Me quedan la toalla y la remera. Sigo buscando a los dueños. La propiedad al servicio del conjunto. Hay chistes, comentarios, objetos que van y vienen. Una nena me llama: ¡Hey! Su papá agradece la remera con un abrazo. Queda la toalla. La extiendo. El viento la agita como una bandera. Me sorprendo. La bandera que es una toalla tiene el nombre de un político. Un político que ya fue presidente dos veces.

Me tocan el hombro. Es ella, la embarazada y su panza. Ambas me sonríen como un arco iris. Le doy la toalla --¿De cuánto estás? --le pregunto en mi improvisado portuñol. --¡Está por llegar! --me dice con picardía. El futuro papá se acerca, me da un beso. La playa, la ola, los objetos y las personas estamos en una ciudad de Brasil. A pocas horas de un nuevo mandato presidencial. La toalla bandera decía Lula. Pero el traspaso del mando no es entre Lula y un mero contrincante. Es entre la democracia y un dispositivo enemigo de lo humano, del encuentro, del amor. Alto riesgo. El agua al cuello.

Es cierto, no tengo la menor idea de cómo resolver el conflicto entre el individuo y el conjunto. Entre lo público y lo privado. Pero si alguna convicción preservo es la de defender el conflicto como motor de la vida. No quiero una democracia que funcione a fuerza de una pistola. Ni una democracia jaqueada por mafias. Es todo nuestro desafío en esta hora tan difícil. Quiero política, pasión, palabras. Cuerpos vivos. Cuerpos que bailen. Cuerpos dispuestos a perder algo para que otro algo nazca. Que en esta región del mundo la ola de Lula nos ayude. A encontrarnos.