En Candy Crush Saga la risa nace de la falta de pudor frente a un odio que no se aguanta y hay que lanzar sobre el otro a riesgo de convertirse en un ser grotesco. Dominique es hostigada por robarse unos caramelos carísimos que su hermana trajo en uno de sus viajes a Nueva York, una muestra mínima de la sofisticación tilinga defendida como una identidad que establece diferencias, aun con aquellxs que tienen la misma sangre. La ladrona puede haber sido Dominique o sus hijos pero Carol quiere hacer de esos dulces algo inaccesible y exclusivo. La ridiculez lleva a la familia a ocupar una oficina judicial y a convertir esa querella doméstica en un asunto de estado. 

La comedia blanca es revisada en Candy Crush Saga como un soporte atractivo para analizar a la clase media alta y sus formas del esperpento, su necesidad rabiosa de tener a lxs demás subyugadxs por sus chucherías. La banalidad persigue a sus integrantes como una enfermedad eterna. 

La confesión se hace presente como una manera de romper la asfixia frente a un conflicto que están dispuestxs a llevar al extremo de la racionalidad porque la bronca incrustada en ese histrionismo nervioso no puede resolverse. 

Pero la dramaturgia de Florencia Aroldi planta en el humor una política de la absurdidad que no le teme al dato coyuntural. Lo económico es un factor que Carol restriega y esgrime para que se cumplan sus caprichos de esposa adinerada que envidia la viudez de su hermana porque puede ser y existir sin el respaldo de un hombre. Si bien tanto el texto de Aroldi como la dirección de Claudia Vargas parecen sustentarse en estereotipos que suelen ser herramientas propicias para la comicidad, la obra logra eludir los lugares comunes porque esos esquemas pasan a ser una forma del grotesco propia de una época delimitada por la desesperación que la obligación de éxito, de consumo y felicidad dibuja en las personas que carecen crítica. Esos objetivos inalcanzables del sistema se convierten en una saña que rompe toda humanidad para ofrecer seres que se expresan sin límites. 

En la actuación de Soledad Bautista hay un desparpajo enfurecido al darse cuenta que le han asignado el rol de chivo expiatorio dentro de su propia familia. Ella se defiende tanto en la administración pública, donde intenta sobrevivir con su sueldo devaluado después de pertenecer a una familia de pseudos millonarios, como frente a la perfidia de su hermana que no soporta verla feliz en su vida desprovista de lujos. 

La casa de Carol, especialmente su cama, es un lugar de sacrilegio permanente donde todxs pasaron para usurpar ese privilegio que ella se desespera por privatizar hasta la demencia. Ese egoísmo infantil que no tolera la asechanza de sus bienes más ridículos, se convierte en Candy Crush Saga en un reflejo casi realista de comportamientos enfáticos que hacen de la propiedad un fetiche, un tótem al que venerar y defender con la propia vida. 

La absurdidad de un conflicto inexistente elevado a la categoría de drama es en estos personajes un motor para la acción. Si algo los define es la escasez de recursos para darle a esa bronca un cause más efectivo. Se mueven, hacen, discuten en los bordes de su pelea chiquilina por una lata de caramelos inhallable en el mercado local, prueba de los viajes y las costumbres que los distancian del vulgo. En su fantasía triste instalan una guerra que puede llevarlxs a tomar las armas y convertirse en sus propixs rehenes. En esa línea que va de la comedia a la masacre se asoma la mirada política de Candy Crush Saga. ,

Se presenta los lunes a las 20.30 en Chacarerean Teatre. Nicaragua 5565. CABA. 

Más info: chacarereanteatre.com.ar