“Yo no soy ningún monstruo; yo, soy un animal, soy un ser humano”, balbucea, muerto de miedo, El Hombre Elefante, en la película de David Lynch, cuando lo asedian unos tipos del condado. Nicanor, llora cada vez que mira esa escena. Como dice Judith Butler, ante la normativización del género decir “yo” para algunas monstras es “un momento enunciativo dramático” shockeante: un susy-shock.  El joven Nicanor Araoz es el artista visual argentino monstra del presente por antonomasia. Leído por la crítica especializada desde el arte gótico y el comic, sus esculturas, objetos e instalaciones sudan insubordinación marica. Arte puto más que arte gótico. “Uno es lo que come”, dice Nicanor, mientras lee Prosa Plebeya, de Néstor Perlongher. El gótico, en su práctica funciona, más bien como superficie gore de las maricas sin sepultura. Lo que hace que su muestra Glótica, por ejemplo, sea un tren fantasma de potencias aberrantes que arruinan el modelo de la galería y el régimen óptico del arte monocromático y normalizado de sus contemporáneos. Hay una antropofagia espiritual en la práctica de Nicanor que come de las primeras marchas de putas y punk unidas en la posdictadura argentina; del Museo Trans del Perú; de las Yeguas del Apocalipsis, en Chile; de las tetas de Batato Barea; de los rituales de la ayahuasca de la loca mística de Perlongher; del tecno de las máquinas industriales de la disco-cogedero Berghain, en Berlín; de la película Freakshow de Tod Browning y la venganza de sus bestias; del salvaje Kaspar Hauser pidiendo amigos todo el tiempo; de Francis Picabia y sus bellos monstruos al viento; del transformista Leigh Bowery, cagando, literalmente, al público, en la Inglaterra de Margaret Thatcher; y de la bizarreada de Michael Jackson comprando el esqueleto del El Hombre Elefante. Un boceto de Nicanor puede empezar con los zombis ennegrecidos por el fuego de la bomba de Hiroshima, deambulando por la ciudad arrasada; o de un general nazi torturando cuerpos trans. Pero en el devenir de la mano separada de la mente los cuerpos se liberan y se entregan a la fiesta. La piel, el contacto es el inconsciente olvidado de la historia de la pintura que Nicanor rescata con un humor sórdido y festivo, entre luces de neón. Nicanor, camina Tokio, vive una fluorescencia ciudadana. Lame, embelesado, los tubos de neón. Deviene una actriz de los 60, drogada, recorriendo La Menesunda, de Marta Minujín y Rubén Santantonín, en el Instituto Di Tella. En la década de 1960 Buenos Aires se había llenado de luces de neón y la plástica argentina, también. Muchos artistas argentinos expresaron seriamente el terrorismo de Estado. Nicanor, en cambio, encuentra una resplandeciente contra-violencia en la sensualidad de los cuerpos monstruosos masacrados. Crea un cosmos matérico de insumisión; un teatro híbrido, en cada una de sus instalaciones. Hay una angustia de no tocar que recorre la obra de Nicanor. “Soy muy físico”, whatsapea mientras camina por las calles de Nueva York, buscando unos lentes negros igualitos a los de la película Hackers. La estrategia es hackear la normalización de las imágenes del arte contemporáneo y, a la vez, poner en crisis la reserva de recursos materiales del pasado del arte argentino ineficaces para las luchas sensibles de hoy. 

En un Juicio por la Verdad, Memoria y Justicia una cautiva del ex Centro Clandestino y Detención “El infierno”, en Avellaneda, cuenta que los militares hacían asados con sus familiares y el espectáculo era torturar a las detenidas frente a todos, a veces, podía terminar en una orgía. O sea, que el ritual de la fiesta de los cuerpos y el goce del espectáculo es una disputa que hay que dar contra la crueldad de la normalidad de los machos. Y Nicanor comprende que una máquina de guerra visual antifascista necesita hacer conexiones laterales, no prefiguradas y aberrantes, que descosan nuestras categorías de la supervivencia neoliberal. La poética de Nicanor Araoz es una práctica de desenganchar signos codificados, para abrir un campo de posibles, dichosamente monstruoso. Como dice la trava Raulito, en el Cachafaz, de Copi: “Seremos monstruos monstruosos”.