Ella piensa que su cuello está aún muy despejado. Solo unas hojas, entre zarcillos espiralados, se asoman por el escote de su remera mínima, que deja ver en su vientre los ojos verdes de un gato. El realismo del felino con una boca-ombligo es fascinante: los bigotes, de trazos muy finos, se extienden sobre el fondo de mariposas y pájaros.

Desnuda, Ema es una selva de colores y animales, de plantas y flores. Me gusta verla enjabonarse las mariposas sobre su hombro derecho, la alondra en el dorso de su mano izquierda, la serpiente que sube por su pierna derecha. Ella deja que el agua escurra mansa desde su cabeza, casi rapada, baje por el cielo estrellado de su nuca y llegue hasta los hoyuelos de Venus, donde se despide del cuerpo sinuoso para escurrir en el sumidero, llevándose algo de ella.

A Ema también le gusta que la mire. Su mirada se cruza con la mía y me sonríe cómplice. Y la vaquita de San Antonio, en la comisura izquierda del labio, camina sobre su cara.

Después, sale de la ducha asomando un pie de enredaderas ávidas en llegar a su muslo firme, generoso en abrigar gaviotas en vuelo entre nubes rosadas. Toma una toalla, demasiado pequeña para abrazar tanta naturaleza, y la apoya despacio, mimando cada rincón, hasta escurrir la última gota. Luego, se sienta en el borde de la cama, abre el pote, hunde sus dedos en él y se pasa la crema untuosa sobre la piel. Acaricia las imágenes una por una, desde los dedos de los pies hasta el rostro y, cuando termina, se para frente al espejo del viejo ropero e imagina cómo completar los claros que aún se dejan ver entre tanta fronda.

Ema se mueve como el follaje que lleva consigo. Sus piernas largas como lianas avanzan acompasadas al ritmo de una garza mora. Cuando habla, sus manos acompañan las palabras extendiendo los dedos en una danza sincronizada. Su voz suena firme pero calma, con la melodía y la fuerza de un aria da capo.

Ema no lee diarios ni ve noticieros. Le alcanza con caminar por las calles, subirse a los colectivos, hablar con los vecinos del barrio, con los chicos que juegan en las plazas. Y siente. Ella siente todo, todo el tiempo. Sabe cuando su piel al sol se impregna de luces y colores, de sonidos y aromas. Siente el aire que llega hasta los alveolos de sus pulmones, la sangre latiendo en sus capilares. Mientras nos besamos, siente la energía fluyendo por sus músculos tensos, la dopamina generándose en su interior. Yo también quiero sentirlo. Ella puede sentir cómo la lluvia le moja el corazón y las nubes le pelean el sol; el humo oxidarle la garganta y el amor limpiarle el alma.

Pregunta –siempre hace preguntas- sobre cosas que me gustaría responderle: ¿Cómo saben las flores cuándo morir? ¿Alcanzan los cipreses el cielo en los camposantos? ¿Qué se dicen las abejas a través de su danza?

¡Y las propuestas! Amo las proposiciones que me hace: iluminemos la casa con luciérnagas, pero no cautivas en frascos, sino las que quieran vivir con nosotros; hay que recuperar la sal que se nos va cuando lloramos: recojamos las lágrimas y luego dejémoslas secar; ayudame a ovillar las telas de araña abandonadas para tejer nidos tibios…

Su próximo tatuaje será un pez. Uno pequeño, bajo el seno izquierdo, entre las últimas costillas. Ya lo decidió, pero aún no sabe cuál. Iremos al río con un mediomundo, y el primero que caiga en la red, será el elegido. Lo sostendrá entre sus manos, se mirarán a los ojos y se despedirá de él antes de devolverlo a las aguas marrones. El pez se hundirá, pero luego sacará la cabeza y agitará la aleta caudal, feliz por su libertad recuperada. Eso dice que va a pasar. Me gusta creerle.

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