El Kremlin y la Plaza Roja de Moscú están separados por la delgada línea de una muralla roja. El espacio extramuros –la plaza adoquinada- corresponde desde tiempos del zarismo a la puesta en escena de la política, a lo que se quiere exhibir en la esfera pública: por aquí llegaron y huyeron las tropas de Napoleón, desfilaron rumbo a la batalla los ejércitos que sellarían en fin del nazismo, y rodaron camiones cargando los misiles nucleares que –paradójicamente- evitaron la Tercera Guerra Mundial por su carácter disuasivo. De manera inédita en su momento, se instaló en la plaza a Lenin de cuerpo y sin alma, para su necrológica contemplación pública. Y se continúan escenificando hasta hoy las fiestas nacionalistas. Pero todo esto no ha sido más que el reflejo de lo que se cuece en las sombras del ámbito intramuros del Kremlin, de las infinitas pujas de poder y las decisiones que fueron clave en la historia, no de Rusia sino de la humanidad. El peso de la historia aplasta entre estas murallas.

Al caminar por el fastuoso puente que conduce a la renacentista Torre de la Trinidad –por donde los entraban zares– la sensación es que uno va al encuentro cara a cara con la historia, como si esta fuese algo tangible, congelado y corpóreo. De hecho, minutos antes, esa vivencia se hizo “carne” al estar el viajero frente a frente con los despojos de Lenin, conservado casi con el aura santificada y radiante de sus días de gloria. Uno esperaría que al traspasar los muros ese hombre calvo de rasgos eurasiáticos y “patas de gallo” en sus pequeños ojos bien podría haberse levantado de la siesta y hasta quizá nos salude de lejos por la ventana de un palacio. 

Por esto el contraste es tan grande en el interior del Kremlin, al pisar la Plaza de las Catedrales: la historia no se hace carne sino ladrillos. Hay palacios antiguos e iglesias de aires renacentistas que desvanecen la falsa expectativa inicial. Una vez más, la historia es algo muerto aunque -al menos por unos minutos- el truco de inmortalizar a Lenin haya funcionado en nuestra cabeza de una manera increíblemente más efectiva que el artificio de “cincelar” un muñeco de cera. 

Sabemos también que el Kremlin sigue siendo el centro del poder político en el país más grande de la tierra –que mantiene su arsenal atómico incluso perfeccionado– y es una de las residencias de Vladimir Putin, un líder de la geopolítica mundial: aquí, a unos metros, en alguno de estos edificios, se guardan encriptadas las claves con la orden que podría desencadenar una explosión termonuclear. Pero la política tampoco se ve ni se toca. En este recinto amurallado uno certifica, una vez más, que el poder es invisible. Así que tendremos que conformarnos con leer su reflejo en la arquitectura.

Julián Varsavsky
En el Kremlin hay una profusión de cúpulas bizantinas con su característica forma acebollada.

ARTE PARA LA POLíTICA Bajo las cúpulas acebolladas de las cuatro catedrales levantadas dentro del Kremlin, las fachadas y el interior de estos recintos son la prueba de la influencia del renacimiento italiano en la arquitectura de los zares. Aquel revival del clasicismo griego y romano emanada desde el centro de Europa llegó a tierras rusas de la mano del italiano Aristotele Fioravanti, quien construyó con cinco cúpulas doradas la Catedral de la Dormición entre 1475 y 1479, donde coronaron a la mayoría de los zares. Pietro Antonio Solario, por su parte, diseñó por aquel tiempo para Iván III, el Palacio de las Facetas que resguarda tronos imperiales. 

Entre los criterios de la Unesco para declarar al Kremlin Patrimonio Cultural de la Humanidad se expresó que este complejo triangular con cuatro puertas y veinte torres preserva la memoria de la primera fortificación de madera erigida en 1156 frente a la confluencia de los ríos Moskova y Neglinnaya. Pero sobre todo, este sería el prototipo de ciudadela central de muchos pueblos y ciudades de la antigua Rusia. La referencia más antigua que existe del Kremlin apareció en la crónica de Yuri Dolgoruki –príncipe de Suzdal- escrita en 1147.

En esta miniciudad se mezcla una sobrecarga de pomposidad con la solidez imperial de una arquitectura a escala monumental, que refleja mucho la densidad histórica del lugar. Fuera de este complejo, la Moscú de hoy mantiene gran parte de su huella urbana de capital de imperio comunista: monumentos a Marx, a Lenin, a los campesinos y a los “conquistadores del espacio”, grandes palacios de gobierno erigidos en el siglo XX y los siete rascacielos planificados por Stalin conocidos como Las Siete Hermanas: Moscú es aún, en gran medida, a una monumental ciudad comunista. Sin embargo el Kremlin mantiene su aura zarista: los bolcheviques solamente adosaron el Palacio de los Congresos y no parecen haber modificado mucho el ambiente; de hecho hasta restauraron las iglesias.

Arte, religión y poder fueron una triada complementaria en la Edad Media, alcanzando muy alto vuelo en los iconostasios de la Catedral del Anunciación en el Kremlin, pintados en 1405 por los grandes artistas Andrei Rubliov y Teófanes el Griego.

El diseño de las veinte torres del Kremlin, unidas por 1045 almenas, es casi un subgénero arquitectónico por su diversidad y calidad estética. La Torre de la Trinidad es una de las más virtuosas, unida por un puente de piedra a otra llamada Kutafia. Por su gran puerta de madera se accedía a la mansión del Patriarca y a los palacios de la zarina. En 1812 las tropas de Napoleón ingresaron por aquí.

La torre más célebre es la del Salvador. Data de 1491 –obra de Pietro Solari- donde en 1851 se instaló un reloj que ocupa tres pisos con once campanas, una de ellas de 2160 kilos que da las horas. En la parte noroeste de la ciudadela entramos a la Armería del Kremlin, un edificio neorrenacentista construido en 1851 que hoy es museo.

Julián Varsavsky
La monumentalidad desproporcionada funciona también como símbolo de poder.

CIENCIA KREMLINOLóGICA Quizá lo mejor sea mirar al Kremlin desde afuera, dejando que la mirada choque con sus murallas y que todo sea pura especulación y misterio, como hacen los expertos en ese subgénero de la ciencia política –y del periodismo- que es la kremlinología. Esta suerte de ciencia oculta y semiológica es hija de la Guerra Fría. En su origen se trataba de una serie de expertos dedicados a decodificar cualquier pequeña señal que pudiera colarse hacia Occidente, sobre lo que ocurría entre los intersticios del poder en la Nomenklatura soviética. La técnica consistía en interpretar la ubicación de los miembros del Comité Central del Partido Comunista o de los ministros en una foto alrededor de una mesa. O descubrir la desaparición de algún retrato de fondo en una pared a partir de un video de la TV rusa, o la posición de los políticos en un atrio de la Plaza Roja durante un desfile. A partir de esto, especulaban sobre la posición relativa que ocuparían esas personas en el Politburó, y en última instancia pretendían saber qué sucedía en toda la Unión soviética. Es decir: los líderes del resto del mundo –y sus servicios de inteligencia- se desvivían por intuir qué se “cocinaba” detrás de esos 2250 metros de muros rojos que nosotros contemplamos ahora, al pie de la tumba de Lenin.

Justamente detrás del mausoleo, extramuros, está la Necrópolis de la Muralla del Kremlin, donde se enterraron en fosas comunes a las 240 víctimas bolcheviques de la Revolución de Octubre, durante un funeral documentado en la célebre crónica de John Reed -Diez días que conmovieron al mundo- quien también tiene su tumba en este pequeño cementerio. Allí están famosos revolucionarios como Mijaíl Kalinin y el mismísimo Stalin, que tiene una tumba individual y un busto (originalmente estuvo junto a Lenin pero fue quitado). El lugar se fue convirtiendo en una especie de santuario de notables rusos a donde depositaron al célebre astronauta Yuri Gagarin y a las víctimas del accidente espacial de la cápsula Soyuz 1 en 1971. En cierto momento comenzaron a colocar las cenizas de los líderes directamente dentro de la muralla. Allí están jefes de Estado como Brezhnev, Andropov y Chernenko.

Una visita al Kremlin podría tener algo de fetichismo histórico, de morbo necrológico, de banalidad monárquico-palaciega y hasta de cholulismo político. Pero acaso el juego más divertido aquí sea dedicarse por un rato a la ciencia kremlinológica. Y tratar de imaginar, en los movimientos de piezas de ese ajedrez sin reglas que es la geopolítica mundial, cuál será el futuro de la humanidad: si otra vez algo volviese a estallar a escala planetaria, este será uno de los vértices de la conflagración.

Julián Varsavsky
El complejo palaciego intramuros, donde se cuece el poder.