Cada vez que viene a visitarme, nunca nos privamos del clásico vermut, rito que celebramos desde que mi compañero contaba con cuatro años, ahora carga con diez. Queso y papas fritas, eternos aliados de su bebida cola y de mi amargo, los contenidos de nuestros vasos se asemejan en el color, pero no sólo difieren en el gusto, también lo hacen en aquello que representan, uno refresca mejor a Santa Claus el otro estimula al obrero rosarino. 

Posiblemente, quedé comprometido para siempre en contarle una historia, cuando, en su cuna y a modo de entretenimiento, tomaba sus dedos uno por uno, comenzando por el meñique hasta llegar al pulgar, acompañando la acción con un relato de una versión inédita del clásico “este dedito compró un huevito..." que decía algo así como "este dedito contó un cuentito, éste lo recordó, éste lo repitió, éste lo escribió y este pícaro ladrón se lo llevó por aquí, por aquí…y fundó una religión". 

En la misma mesa del bar de siempre, aparentemente, sobra una silla, pero nosotros sabemos que por allí pasaron desde el mono Liso hasta el mismísimo Minotauro. Con el fin de prepararlo para cuando tenga que estudiar Historia, Juan Facundo sabe que el lobo siempre será el malo del relato mientras lo narre Caperucita. Cuando tenía su edad, al bien y al mal los vi luchar sobre un ring repleto de titanes. En la actualidad conozco a la maldad manejada sistemáticamente desde la inteligencia humana. 

Cuando cursaba quinto grado, el 24 de marzo no era feriado, en las escuelas no había noche para los lápices. Alguna vez, la suerte quiso que mis padres le alquilaran un altillo a una mujer sabia, orgullosa del cartel de bruja que le había colgado la gente, al cual alimentaba con gualichos, rituales y conjuros. A veces pienso que aquella anciana nunca existió, que sólo fue producto de mi imaginación, hasta que recapacito y entiendo que la magia siempre pincela mariposas sobre la tela de una realidad sombría. Su pieza, al final de la escalera, se convertía en un castillo embrujado en la cima de una montaña rocosa cada noche que me invitaba a subir para contarme un cuento. No podía asistir con lo puesto, debía llevar elementos necesarios para la coreografía. 

En una oportunidad subí temblando, pero cumpliendo con lo requerido, cargué una bolsa de arpillera llena de ollas y un palo de escoba. Con su rostro muy cerca de la única luz de velador que iluminaba el sitio, me contó uno de terror inolvidable. La acción transcurría en un pueblo tranquilo, en dónde una niña de muy bella voz acostumbraba cada mañana, hacerle mandados a su mamá cantando una alegre canción infantil. El hombre malo sedujo a la criatura colocando un chocolate en el fondo de la bolsa, al intentar tomarlo la empujó adentro del saco. El apropiador recorrió todo el país ofreciendo, a cambio de monedas, escuchar una voz celestial que surgía desde su alforja mágica. Al golpear tres veces al piso con su bastón, la niña cautiva entonaba la misma canción de siempre. 

Los años limaron la memoria del viejo y una tarde no sólo cometió el error de regresar al lugar del crimen, también, con el fin de ofrecer su servicio, golpeó la puerta de la casa de la abuelita de la inocente, a quien nunca había dejado de buscar. Al reconocer de inmediato su voz angelical, invitó al hombre a comer, lo emborrachó hasta dejarlo dormido, rescató a su tesoro del calvario y colocó en su lugar cacharros de cocina. 

El día que le conté este relato a mi nieto, su comentario me dejó perplejo, “igual que las Abuelas de Plaza de Mayo". En ese momento comprendí los atributos de aquella hechicera, su anticipación al infierno que se avecinaba junto al indescriptible dolor de la pérdida de identidad y la extraña sensación de que parte de nuestra memoria quedó encerrada en un morral de espanto. 

Mi compinche no narra ficción, le basta con contar sus vivencias, abusa de ciertas ventajas, no tiene pasado, siente con la profundidad de la primera vez y no conoce el olvido. Cada vez que le pregunto por alguna compañera que nombró de una manera diferente, se ruboriza en el acto. 

Las charlas crecieron en interés a medida que mi interlocutor se animó a repreguntar. En nuestro último encuentro quise saber si extrañaba el mar, ya que había llegado recientemente de un viaje a la costa atlántica. Me contestó que no, porque sabía que se trataba de vacaciones y que seguramente el año próximo lo llevarían nuevamente. Sobre el pucho me interrogó sobre qué cosa extrañaba yo. Contesté rápidamente para no mentirle, le dije que lo que más añoraba era la capacidad de ponerme colorado.

Aquella tarde, al regresar del boliche, aproveché que mi socio decidió perderse en un mundo de youtubers para sentarme a escuchar el último CD de Gieco, placer que dilataba sin razón, tal vez, debido a un temor inconfeso. Once años es mucho tiempo cuando la vida fluye cuesta abajo. ¿Cuánto había cambiado sin saberlo desde que disfruté su último trabajo? ¿Sus nuevos temas me seguirían llegando hasta el alma? ¿Pareceríamos, todavía, hechos del mismo barro? Decidí dejar de pensar, me coloqué los auriculares, cerré los ojos y me dejé llevar mar adentro por contra olas de nostalgias. Ante los primeros acordes de El orgullo, sentí que me tragaba un remolino de emociones y mi rostro era salpicado por gotas saladas. 

 Los gritos de mi descendiente me trajeron de vuelta a la realidad, “abuelo, ¡estás llorando!". Con reflejos de otras épocas, intenté negar lo obvio secándome las lágrimas con mis manos. En ese momento escuché de su boca una canción olvidada, “se puso colorado, ¡se puso colorado!". 

Ante circunstancias como la vivida, suelo sentirme parte de una generación de plantas con espinas, como bien nos supo definir el poeta urbano Adrián Abonizio, plantas argentinas que no sólo fuimos salvadas del incendio en el que nos tocó crecer por bomberos como León, sino que también pudimos dar flores, frutos y en agradecimiento a dicho salvataje, ahora tengo muchos relatos sinceros y el orgullo de ser quien soy.

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