El cuento por su autor

En muchos lugares, sobre todo pueblos o ciudades chicas, hay un bar que no cierra nunca. Un orden medio implícito hace que convivan allí dos mundos separados según la hora: el de los personajes de la noche y el de la gente que arranca el día y sale camino al trabajo o al centro. No se me ocurren muchas posibilidades de mezclar los tantos, pero un viejo de posición, que habitualmente va a tomar el café y a leer el diario, bien podría verse incomodado por alguien que cierra su caravana nocturna. Bastaría con que llegue un rato antes al bar.

Este cuento es sobre los significados de la vejez. Pensar a la vejez encarnada en la seriedad me viene de la fascinación por Italo Svevo, para quien su leitmotiv es la edad avanzada. En sus relatos, los personajes lidian con los achaques y con los valores de la vejez que, a menudo, adormecen todo gesto espontáneo. Su modo dilecto de plantear el drama se para en un orden socialmente aceptable, en apariencia firme, que está representado por viejos acomodados. Svevo muestra una y otra vez la fragilidad de ese armazón que rodea a la gente de bien, o seria. Mi cuento surge de indagar en una posible versión de este desencanto.

Una persona seria

Cuando venga el mozo lo primero que le va a pedir Don Oromí es que cierre esa claraboya y que prenda la calefacción. Siente los huesos del frío. Está masticando la frase confianzuda que le va a tirar al chico, con un falso imperativo, fingiendo enojo, siempre aprovechándose de su gravedad de viejo. Don Oromí, sin embargo, percibe un olor a cigarrillo barato. Hace años que no fuma pero el olor a cigarrillo barato se parece al del incienso o al tufo de las velas aromáticas que Alicia pone en el baño. Como quien descubre un roedor en su propio living, se percata de que justo detrás de él hay una mujer sentada. No la había visto ni al subir ni durante el rato que llevaba esperando. Don Oromí se endereza apenas y se apresta la camisa. La mujer se aclara la voz, una voz pesada, cargada de flema. Tal vez había salido del baño. O tal vez ya estaba cuando entró.

– Parece que el mozo se fue de joda – le dice.

La voz es, pese a todo, de alguien joven.

Don Oromí quiere girar para verla pero la ciática se lo impide. La mujer está más hacia el fondo, frente a los baños. Le gustaría ser joven y poder echarle un vistazo casual.

– Parece – responde cortante.

No pensó en agregar más nada. No acostumbraba a charlar con esa clase de mujeres pero le llamó la atención un aroma dulce que apareció con un movimiento de la chica. La dulzura desperdigada tapaba casi por completo el olor a tabaco. Se convenció de que era una chica porque esa voz no estaba del todo deteriorada. Le recordaba al tono de su hija Lucía cuando joven. Tendría no más de treinta años.

Inquieto por el frío y por los ruidos, decidió dar unas vueltas en auto y volver más tarde al bar, cuando hubiera más movimiento. Pero ni alcanzó a correr la silla.

– ¿Fresco, no?– le dijo.

Don Oromí respondió que sí y al decirlo descubrió su voz fuerte, enfática, con un volumen que lo hacía sonar distinto. Ya no recordaba cuando le había hablado así a alguien por última vez.

– Está para congelarse –dijo ella–; encima no se puede cerrar esa cosa – agregó aludiendo sin dudas a la claraboya–. ¿Usté, por casualidad…?

Don Oromí tenía casi ochenta años, ¿qué la hacía pensar a esa chica que él contaba con la fuerza necesaria para destrabar una palanca de hierro? Don Oromí se dio cuenta de la acechanza. Estaba seguro de que lo miraba expectante mientras revolvía el chicle en su lengua. Iba a levantarse cuando oyó que ella se paraba. Taconeó. Fueron tres pasos, toc toc toc y se sentó frente suyo.

Don Oromí no iba a mirarla pero justo pitó la alarma del horno. La chica miró a un costado, donde la barra, y Don Oromí aprovechó. Era una morocha gorda y de tetas grandotas. Le provocó excitación y vergüenza al mismo tiempo ver la juntura firme de sus pechos. Un crucifijo hacía esfuerzos para estamparse en la convergencia y no, no lo lograba. Él tampoco podía quedársele mirando.

Se aferró a la mesa para levantarse.

– Deje nomás.

La chica cruzó las manos y se apretó las solapas de su campera de cuero. Don Oromí la miró a la cara. La carga del maquillaje sugería algo a medio hacer. Había rojo y negro en el reborde de sus ojos y tenía un lunar grueso en una mejilla. Y estaba el chicle también: una textura densa que ahora ensayaba un globo en su lengua; la bolita pequeña se inflaba hasta casi explotar. El olor penetrante y dulzón crecía con la infladura. Ella soplaba al elástico y sonreía.

– Tienen que venir a arreglarlo– se le ocurrió decir. Si no se lo cerraba.

– Pero tuteeme abuelito– dijo ella.

Un motor tronó. Don Oromí vio a través de la ventana el camión barredor: un armatoste viejo y ancho que solo pasaba cuando no había prácticamente tránsito. Entonces pensó que era bastante más temprano de lo que estimaba. Tal vez ni fueran las siete; evidentemente su ansiedad lo había sacado de la cama mucho antes de lo habitual. También pensó en su auto, dónde lo había estacionado. Se tranquilizó saber que era a la vuelta, casi en la esquina, donde no había negocios.

La chica tomó el diario de una de las mesas linderas y comenzó a hojearlo. En sus uñas Don Oromí vio formas definidas que no logró descifrar con los lentes de cerca. Eran uñas brillantes con un fondo turquesa. Ella cada tanto lo miraba con detenimiento. Dejaba abrir su campera pero la volvía a cerrar.

Don Oromí se puso a ver las cosas en perspectiva. Si el mozo subía y los veía así, sería una imagen de miércoles. No era que en el bar no pasaran esas cosas. Pero eso era durante la madrugada. Nomás empezaba a haber movimiento esa gente huía como murciélagos y ahí venía otra clase de personas. Gente, no de la noche sino del día. Gente con un trabajo, con una familia. Gente como él.

– ¿De qué signo sos, abuelito?

– Mire señorita– empezó.

– Vamos, tengo que hacer tiempo. No sea malo.

Don Oromí optó por la reserva. Si el mozo pasaba le iba a explicar; “vino y se sentó de sopetón” le diría. Se reirían, harían un chiste pero nadie pensaría nada más allá. Sin embargo, no había ni noticias del mozo por ahora. Casi seguro, pensó, estaría durmiendo en el depósito a la espera de los primeros clientes del día.

– No seas malo, che– le insistió.

A Don Oromí le provocó confianza su tenacidad. Cedió. Culposamente pensó en Alicia que siempre le decía que salude. Parecés amargo Félix, le decía. Y tenía algo de razón. También pensó en Lucía y en Cande que le pedían que no juzgara a la gente. Vos quién sos para tratarlos así papá, le decía Cande cuando hablaban de un gay o simplemente de cualquiera que le generara desconfianza. Trató de asimilar la idea de que todo, absolutamente todo, podía ser de otra manera.

–Leo– respondió.

– Qué lindo signo. Un signo que me ha traído cada muñeco mira, que ni te cuento.

Le leyó el horóscopo y en la parte del amor habló de un encuentro inesperado.

– “Encuentro inesperado”– repitió él.

Ella se largó a reír y negó con la cabeza.

– Mentira, abuelito. Lo cargo. Relajese.

Don Oromí forzó una mueca sin ocurrírsele qué decir. Para no morir boquiabierto como un pez, creyó que debía ser formal.

– ¿De dónde es usted, señorita?

– De por acá nomás Capitán– dijo ella fingiendo seriedad.

– Soy de la zona– agregó después.

– Mire, nunca la vi.

– Entonces no sabía de la mejor bailarina de salsa de Villa Mercedes.

– No me diga– dijo y ladeó la cabeza.

– No abuelito, no me crea todo. No bailo pero hago otras cosas.

La chica soltó el diario y le apretó suavemente la nariz.

– Viejito hermoso– le dijo.

Don Oromí con el contacto sintió una flojedad en el vientre. Miró hacia las escaleras. Estaba convencido: el bar estaba a la espera. Había tiempo. Claro que sí. Miró hacia afuera. Ya el camión se oía a lo lejos. No entraban clientes, no sentía pasos. Nada. Se tocó con delicadeza el bolsillo derecho; repasó cuánta plata podía llegar a tener. Había sacado ayer un fajo de la cortinería para el aguinaldo de uno que estaba de licencia. Era medio sueldo de empleado de comercio que llevaba encima. Trató de recordar qué ropa tenía puesta. Pensó que, pese a los calzoncillos largos, estaba para la ocasión. También imaginó un mensaje posible para Alicia. ¿Dónde podía demorarse?

Se acordó de Salcedo que era un mecánico despelotado que trabajaba por orden de llegada, sin margen de tiempo por auto. Cada vez que iba a Salcedo era una lotería. Podía demorar veinte minutos o cuatro horas. Necesitaba tiempo para estar con ella y después para recomponerse. Para bañarse, cambiarse y envolverse de la misma cotidianidad de olores que lo distinguía. Quería hacerlo pero con cierta previsión. Sin embargo, no tenía mucho tiempo. Sí; le diría Alicia que fue a Salcedo. Además el taller estaba en la zona de quintas, cerca del barrio San Antonio, en la periferia. Dadas las condiciones que se le ocurrían ahora, Don Oromí estaba seguro de que solo bastaba decirle a la chica que lo esperara en la esquina, que se pusiera debajo del balcón de ese edificio viejo y que subiera al auto aun antes de que él le diera marcha a su Mondeo.

Pero con la misma agilidad con la que se sentó a su mesa la chica salió disparada al oír dos bocinazos. Alguien la esperaba afuera. Don Oromí sintió que lo había tocado o que había dejado algo en la mesa, pero no estaba del todo seguro. Una vez afuera, ella lo buscó a las apuradas y lo saludó a través del vidrio. Mientras bajaba las escaleras alcanzó a ver apenas el salto de sus tetas. Había afinado la vista para captar las curvas del culo pero no logró hacer foco.

Ahora pensó en que su excitación tardaría unas horas en irse. Nomás entrar a la casa y ver Alicia en el recibidor. Pensó mandarse al baño del hotel, aun sabiendo que era una locura, estaba ahí a unos metros. Pero cuando quiso levantarse su cintura lábil lo estaqueó. Exhaló profundo algunas veces y el dolor bajó aunque no del todo. Seguía inquieto. No quería resignarse a una espera fastidiosa. Pero era viejo después de todo y ya había elegido ser una persona seria. Creyó que si volvía al principio, antes del encuentro, se calmaría y sabría qué hacer. Tomó el servilletero como si recién entrara, respiró, miró afuera, pispeó a ver si había otro diario a mano. Mientras se recomponía descubrió sobre la mesa el chicle descartado de la chica que lo había dejado en ascuas. Se cuidó de que esta vez no hubiera nadie a su alrededor. Alzó la bola rosa con el pulgar y el índice. Le temblaba el pulso. Unos pasos lerdos en las escaleras anunciaron al mozo seguidos de un silbido destemplado. Poco después de tragar el chicle sintió que el calor le invadía el cuerpo.