“La mirada oblicua, ligeramente malvada”, escribe Fleur Jaeggy sobre una joven enigmática. Vale la pena, después de la descripción, detenerse en la foto que acompaña muchos de sus libros. Por qué no pensar que Jaeggy (Zurich,1940) habla de sí misma, pero también que las nenas, adolescentes, mujeres y madres de sus cuentos y novelas pueden ser variaciones de un yo pero no sólo, y que ese retrato en blanco y negro, de traje oscuro, expresa más de la “joven formal” de lo que insinúan la sonrisa y la mirada que trasuntan una inteligencia sutil, impiadosa. Porque en ella, una vez leída, son lógicas y naturales esa sonrisa y esa mirada. Y aunque años más tarde pueda cambiar la foto tal vez a los cuarenta o habiéndolos pasado, con un cigarrillo, aunque los ojos muestren unas ojeras suaves, no dejan de transmitir esa esencia tan suya, una fragilidad que encubre con elegancia una fortaleza. “Una escritora maravillosa, brillante, salvaje”, la calificó Susan Sontag. Si me detuve en estas fotos (hay más en internet, actualizadas hasta la actualidad, ahora octogenaria, y con un encanto incólume), es porque en la imagen el glamour tiene mucho que ver con un universo que domina. Por qué no: un glamour como perver el suyo. Arriesgo, la suya es, ni más ni menos, una escritura de clase. Pero desgarrada. “Como si el dolor estuviera hecho de paciencia, cordura, afirmación de lo irremediable”, escribe.

El dolor de Jaeggy, si bien elíptico, tiene parentesco subterráneo con la actitud de la poeta austríaca Ingeborg Bachman que escribe “sin nada de delikatessen” y asume una escritura en llamas subordinándose a un mandato flaubertiano. Jaeggy conoció a Bachmann en Roma en los 60/70. Jaeggy ya estaba con su compañero de toda la vida, el escritor Roberto Calasso, también editor del cuidado sello Adelphi, donde ha publicado toda su obra. Con Calasso y Bachmann estaba también el iracundo y enfermo Thomas Bernhard, que contaría chistes toda una noche. Surgió una amistad honda entre las mujeres. “Escribir sin riesgo es como sacar un seguro con una literatura que no paga”, pensaba Bachmann arrastrando su amor desgraciado por Paul Celan, quien acabaría ahogándose en el Sena.

Jaeggy recuerda a Bachman en un relato: “¿No quieres que vayamos a vivir juntas cuando seamos viejas?, le pregunté. Entonces Ingeborg (creo que para complacerme) asentía. Pero lo hacía como si no previera un futuro. Yo no hablaba de vejez como futuro, más bien como de una premonición, un temor…” Bachmann moriría en Roma, en un hotel, quemada después de haberse dormido borracha con un Gitane prendido.

Sobrevivir y su costo. en Jaeggy, resulta la prueba de la experiencia del nazismo (prueba existencial porque los textos prueban), y está especialmente en “Nombres”, una crítica al Auschwitz actual como parque temático y sus visitantes. La protagonista es una ciega en el lager turístico, vaya metáfora.

El dolor en Jaeggy, es un yo siempre manifiesto aún en tercera persona. El yo, indecible. Y sin embargo, lo único que se puede decir al decir otro late en lo escrito. “Decir la verdad y hacer daño”, escribe en “Proleterca”.

A tener en cuenta, las jóvenes de Jaeggy aluden a lo concentracionario al atravesar la iniciación en los siniestros institutos educativos de clase alta que atraviesan. El paradigma puede encontrarse en su novela “Los hermosos años del castigo”. Y habría que ponerse a pensar qué significa la belleza en estos términos de encierro y disciplinamiento. Se trata de una atracción entre dos pupilas, pero como siempre en Jaeggy, lo que se ve en superficie nunca es lo crucial. El encanto homoerótico, los momentos de pasión agazapada y ternura no son sino espasmos del yo, el yo del sujeto romántico que, en Jaeggy, es también la locura, siempre está ahí nomás, y no está sola, la locura sale (o se sale de) con el suicidio: “Yo comprendía a esos niños que se arrojaban desde el último piso de un colegio para hacer algo fuera del orden. El orden era como las ideas, una propiedad, una posesión”. En ese ámbito, lo glacial, un rasgo que define la manera Jaeggy: “Habría podido escribir una novela de amor con sequedad de corazón, como una anciana que recordara. O una ciega”.

El corazón de su narrativa se aglutina en un cuento: “Gato”, un cuento de fugacidad extrema que es también un arte poética: la forma en que un gato observa una mariposa sobre la que caerá finalmente, una observación calculada, minuciosa, fría. Jaeggy focaliza en su literatura: escribir es apropiarse del otro. Copiar la caligrafía de la amada es dominar a la amada. El escribir como la otra/el otro/ lo otro. Escribir y amar. Escribir y anota: “El melancólico hecho de desprenderse de un vínculo con la víctima es volverse hacia otra parte, pasar a otra cosa, manifestar el gesto del desapego, como un adiós. La divagación del tema, la evasión de una palabra, y a la vez la caza de las palabras, el deshacerse de ellas: son otras tantas maneras mentales del hecho de escribir”.

 

Las criaturas de sus narraciones, incendiadas por el deseo, suelen ser hermanos insomnes, padres e hijas, gemelos, hieráticos, espejados, vagamente y no tanto incestuosos, sufrientes, envueltos en un aura de calentura no dicha que es el sello de su inimitable estilo cortante. Si se quiere, y no es desatinado, la suya es una poética del mal. Y va contra la propiedad, la familia y el estado. No se trata de que puedan padecer de incomunicación, ser disfuncionales o cargar con alguna tara. No se trata sólo de la enfermedad que trauma. “Si en el mundo no hay justicia y el poder existe en el mundo, entonces el poder no es justo y por tanto se puede pensar como los que dicen que el poder es siempre malo”, dice Rachel, una de las niñas simétricas de “El ángel de la guarda”. Y alude a una familia que tomó la determinación del suicidio colectivo. Jane, su doble, le pide: “Por lo menos podrías contarnos cómo pensó en destruirse toda tu familia”. Se infiere, todos somos “futuras víctimas psiquiátricas”. Que las familias de Jaeggy sean acomodadas y pertenezcan a la alta burguesía, quizá legitimaría una escritura “como de clase alta” en la que el yo deviene una última reserva en “un mundo en ruinas” tal como las noblezas shakespereanas. El afuera, por tanto, deviene en el lector un adentro. A las chicas sáficas, que padecen “el temor del cielo”, como si fuera condición del amor, no les interesan los otros, Y si raramente un otro les llama la atención es porque encarna lo peor de uno. Cuidado, nos advierte Jaeggy sin decirlo: si uno piensa así, por carácter transitivo, no está loco sino en lo cierto. Desde aquí, para Jaeggy las palabras devienen “nervaduras”, son parte de un “lenguaje vegetal”. Y se pregunta: “¿Qué nombre tienen las cosas sin nombre? ¿Y qué son? Y, si tuvieran un nombre, serían reconocibles sólo por eso”