Hace más de cuarenta años, cuando estaba en el secundario, un grupo de varones de mi escuela emboscó en una excursión al gay de la clase. Por entonces se decía “puto”. Entre todos lo abusaron. Era un cuarto año, todos de 16.

A aquel chico, a la víctima, fuera de su curso muy pocos lo conocían. Era callado y solitario. Los abusadores eran mucho más populares. No por abusadores, porque no eran vistos como tales, sino por atrevidos. Por otra parte, la palabra “abuso” tenía otros usos. Un precio era un abuso, una nalgada del tío, no.

Ese episodio vergonzoso del pasado siempre me ha servido para entender el velo cultural de la mirada: la cultura, en sentido amplio, es un adhesivo que llevamos en la mente y en las emociones, y en cada uno de nosotros se entrelaza con lo que ya hay. Solo el pensamiento crítico, que está siendo acorralado a fuerza de mentiras a repetición, puede desmontar las trampas de la cultura.

No presenció el abuso todo el curso, solo ese grupo de varones que lo ejercieron. Los y las demás no participaron ni lo vieron, estaban merendando en las mesas de un camping, muy cerca. Pero la mayoría sabía lo que estaba ocurriendo en ese bosque.

Esto que mientras escribo me va espeluznando letra por letra, no fue tan espeluznante en su momento. Corrió el rumor en otros cursos y causaba sorpresa, incredulidad, críticas, risas, todo muy lejos de la conciencia de que eso que había ocurrido era abominable.

Hablamos mucho de “desnaturalizar”. Llevó muchos años de siembra difundir algo tan simple como que alcanza con que algo –incluso y sobre todo algo espantoso, algo vil- sea visto como “natural” (que aquí puede reemplazarse por “inevitable”), para habilitarlo socialmente. Cuando Simón Bolívar liberó a los trescientos esclavos que había heredado junto con sus tierras, le dijeron loco. Lo que le había llegado a Bolívar en esta etapa temprana de su vida no era locura, era conciencia. Las cosas se desnaturalizan cuando se tiene conciencia de que no son inevitables, sino el resultado de lo que al orden dominante le conviene. Y el orden dominante actúa en capas que van desde la macroeconomía hasta nuestras más íntimas percepciones.

Esta semana circuló en las redes una foto de 1955, dos niñas muy rubias posando al lado de una jaula en la que estaba encerrado un niño de unos ocho años, negro. Un niño del entonces Congo Belga. Apenas un síntoma de una larga época, de siglos, en la que mayorías o minorías podían naturalizarse como cosas, como trofeos, curiosidades o herramientas de trabajo. Quien pensara como Bolívar era loco. Quien posara como esas niñas era normal.

Retomando aquella anécdota feroz recuperada de la adolescencia, en lo que concierne a lo que hoy llamamos violencia de género, sean sus víctimas mujeres o varones, vivíamos en un patriarcado pimpante que tampoco era visible, porque estaba completamente naturalizado.

Cuando tuvo lugar aquella excursión escolar, vivíamos en una cultura cotidiana que en los fines de semana descansaba en Olmedo y Porcel y muchos otros que incorporaban indefectiblemente a la mariquita amanerada, a veces deslizando palabras o sonrisas ninfo, como el clímax de su condición, su pura incondicionalidad y su permanente disposición al sexo: los homosexuales, varones y mujeres, eran presentados como personas especialmente predispuestas al sexo, eran recortadas en su genitalidad.

Tanto, que se podía acceder a ellas hasta por la fuerza y con tranquilidad, o hacer de ese abuso o violación un remate cómico y picaresco. También era una lección de moral, de esa moral: “después de todo le gusta” podía aplicarse a un chico gay de 18 años o a una chica. Un arcaísmo de “mirá cómo me ponés”.

Tanto del crimen de Fernando Báez Sosa como en el de Lucio Dupuy, los dos muy diferentes y resultado de impulsos asesinos también procedentes de distintas zonas de lo humano, emerge lo monstruoso, como monstruosa fue aquella excursión de hace cuarenta años, en la que un grupo de compañeros sumergieron violentamente a un chico en una humillación que bien pudo quitarle las ganas de vivir.

Fernando fue un “negro de mierda” que simbolizó lo que los asesinos odian. Lucio fue despersonalizado y convertido en blanco de perversión criminal. Los y las responsables, más allá de las penas, encarnan algo inconcebible. Pero no olvidemos que vivimos en una tecnocultura de la crueldad, y que el poder real acicatea permanentemente el pasaje al acto del odio. Que el sonido ambiente mediatizado de este país llama a desinhibir los bajos instintos y habilitar el daño concreto a los que los molestan. Que forman parte de la sociedad de la crueldad, también, los médicos que no observan signos de violencia recurrentes en un niño lastimado, o la jueza que les quitó la tenencia a los abuelos.

En la sociedad de la crueldad, los monstruos son normalizados, como “los copitos”. Los monstruos miden, entonces se les da pantalla. La gente está descreída porque la pasa muy mal, y los monstruos la entretienen o vehiculizan su propio veneno. Y esto que ocurre en la esfera pública, ¿cómo no va a tener un correlato en las vidas privadas?

 

Crueldad hubo siempre, racismo, clasismo, violencia criminal también. Pero cuando la mafia se encarama en el poder, estalla el sentido común. En uno de los últimos femicidios, el asesino mató a su pareja a puñaladas, la descuartizó, puso su cabeza en su mochila y se tomó el colectivo. En cualquier época se pueden contar casos aberrantes como ése. Pero en una sociedad de la crueldad, los violentos no chocan contra un vidrio sino con una puerta abierta y un cartel que dice: “Odiá tranquilo. Hacé daño. Sé vos mismo”. Y así la crueldad se va asimilando a una forma degenerada de la libertad.