Desde Barcelona

UNO Cuando Rodríguez era pequeño le gustaba jugar mucho a los soldaditos. No de plomo. De plástico. Esos que eran de color verde militar (uniforme y piel) y baratos de comprar y reponer, por lo tanto, tan tentadores a la hora de prenderles fuego cualquier día o de hacerlos volar por los aires con los petardos sobrantes de la Noche de San Juan. Y para Rodríguez eran todos iguales sin importar rango o arma que portasen. Su valor era parejo para él. Menos uno. Su indiscutible favorito: el soldado herido que ni siquiera parecía soldado. No llevaba casco ni rifle, la chaqueta estaba abierta, apretaba algo contra su pecho seguramente herido para detener la hemorragia, y se arrastraba rumbo a retaguardia. Y allí, si había suerte, le esperaban una medalla al valor, un desfile de bienvenida en su pueblo natal y, tal vez, largas noches de insomnio en una cama junto a una mujer que lo miraba raro porque él la miraba más raro aún. 

Visto aquí y ahora (y frotado como si fuese un talismán; porque Rodríguez lo conservó todos estos años y lo perforó para ponerle cadena y argolla y convertirlo en su llavero), lo cierto es que ese soldadito en retirada se parece demasiado a él... 

DOS ...yendo al trabajo o volviendo a casa en estos días de fuego como onda expansiva de bomba que te explota justo al lado. No ola de calor: tsunami de calor. Todo hace transpirar y todo te la suda. Pero todo sigue estando ahí, sofocante y dándote sed no de venganza sino de hambre de huida y vómito de vergüenza. A saber, a ignorar aunque resulte imposible... Los preliminares a la tan anticipada declaración de Rajoy en carne y hueso en la Audiencia Nacional y no desde pantalla/plasma respondiendo a las preguntas acerca de la corrupción en el Partido Popular (y que Mariano responderá con las vaguedades de costumbre cuando el tema no es el Real Madrid). La momia exhumada de Dalí por cuestiones de paternidad y avidez de dólares. El dinero negro del fútbol (de cracks histéricos que todo el tiempo amenazan con irse y de funcionarios disfuncionales atornillados a sus banquillos en la Real Federación Española de Fútbol). Las “polémicas” a propósito de las decisiones de la Real Academia Española y las declaraciones al respecto del académico ocupante de la letra T, Arturo Pérez-Reverte, está vez relativas al imperativo del verbo ir (¿iros o idos?) que, supone Rodríguez, es especialmente útil a la hora de correr de regreso a trincheras ibéricas sin siquiera detenerse a pensar en que los muchos más millones de hispanoparlantes en Latinoamérica rompieron filas y desde hace siglos que no usan ninguna de esas formas. El banquero condenado por tarjeteo “black” que verbalizó que iba a mover el coche (desde ahora eufemismo de tiro-del-final tal vez a ser incorporado por la RAE) y lo encontraron con agujero de bala suicida en el pecho. Los chocadores y martirizantes repliegues y deserciones folletinescas de miembros del Govern y Generalitat en el cada vez más histérico y menos histórico camino hacia el referéndum independentista del 1 de octubre (que se vende como un “al frente” pero se percibe cada vez como un “mejor ponerse de perfil”). Todo y todos dan muchas pero muchas desganadas ganas de izar bandera blanca y hacer sonar esa trompetita retro en sordina y, mudos, dar media vuelta y regresar a casa arrastrando los pies para luchar en otras batallitas. Asaltos a mano desarmada pero con lengua afilada que ofrecen el relativo consuelo del cuerpo a cuerpo de los desafectos especiales. Y de ese frío en los huesos y en el alma que, seguro, fue el que sintió Napoleón atravesando en reversa el invierno ruso asombrándose por cómo fue que se le ocurrió intentar algo así y consolándose con que esta retirada le está quedando genial y que, seguro, va a inspirar muy buenos cuadros que algún día serán de película. 

TRES Los efectos digitales quedan para otras contiendas y –huyendo del calor– Rodríguez & Hijito se enrolan en programa bélico. Primero, en casa y en DVD, vuelven a ver (y disfrutan aún más) de Kong: Skull Island. Y el hijo de Rodríguez se pregunta en voz alta si hay películas en las que no actúe Samuel L. Jackson y se inventa una historia en la que Jackson es una especie de epidemia que golpea y contagia Hollywood y comienza a aparecer en incluso en películas en las que jamás estuvo (Samuel tocando el piano en Casablanca, Samuel enjuiciado en Matar a un ruiseñor, Samuel poniéndole la voz a Darth Vader) y los habitantes de Hollywood cavan trincheras para resistir el embate de los Jacksons. (Y a Rodríguez le preocupa un poco esas cosas raras que últimamente se le ocurren a su hijo; porque son como ideas de un publicista loco o de escritor que difícilmente llegue a vender lo que vende Pérez-Reverte). Y al día siguiente parten en busca de aire acondicionado barato y entran a ver doble programa tema retirada triunfal: La guerra del planeta de los simios y Dunkerque.

En la primera –como en la de Kong– la sombra pesada e inescapable de esa gran retirada que fue Vietnam haciendo guiños a las luces de una de sus mejores reinterpretaciones (“Ape-Pocalypse Now”, se lee en las paredes de un túnel y el coronel mesiánico de turno se afeita la cabeza y, sí, dice cosas muy raras). Y al final el simio César se convierte en una especie de Moisés que alcanza a llevar a los suyos a una Tierra Prometida justo antes del emotivo final que ya viene reclamando un Oscar al mejor Actor Caption-Motion-Computarized para Andy “Gollum” Serkis.

En la segunda, otra retirada histórica y la maravilla encandiladora de que su baza high-tech haya sido el casi prescindir de ella. Sí, en Dunkerque se filmaron a miles de extras y a aviones y barcos de verdad y de la época. Y lo cierto es que los rieles de lo verídico le sientan bien a Cristopher Nolan y lo distraen de las derivas metafísicas de engendros más “personales” como Inception e Interstellar. Algunos entusiastas ya lo califican como “el mejor film de guerra de todos los tiempos”. Y no es para tanto pero sí da mucho. Y asombra –pero es verosímil, porque la guerra enmudece a no ser que se grite– lo poco que se habla allí (Dunkerque, en comparación Salvar al soldado Ryan, parece algo de Aaron Sorkin) y lo mucho que se entiende lo mínimo que hay que decir: la lucha ha terminado antes de los créditos de apertura y ni siquiera se ve a un alemán. Y lo que queda es un paisaje desolado y desolador en plan The Marching Dead y sin necesidad de impresionar como –misma hora, mismo lugar, misma derrota– en aquel travelling de cinco minutos en Expiación. Y está muy bien la idea de contarlo y verlo desde la perspectiva triple tierra-mar-aire. Y el elenco de estrellas en ningún momento produce la sensación de estar paseándose por un museo de cera con música de John Williams a modo de muzak. Y no aparecen ni Churchill ni Hitler ni Samuel L. Jackson. Tampoco tiene cameo ningún personaje de la Marvel o de la DC.

CUATRO Y cuerpo a tierra y enterrado y ya se sabe de dónde viene y a dónde va, ve, id. Sangre, sudor y lágrimas (sobre todo sudor) y desesperanzador verde que no te quiero verde (ese soldadito rindiendo esas llaves en la mano de Rodríguez). Y una puerta que se abre con tantas ganas de cerrarse y Rodríguez con los brazos en alto y ahí arriba, ese hijo casi dormido al que ya apenas puede sostener. Pero, aún así, Rodríguez se niega a darse por vencido y ponerlo en el suelo para que de frente marche.

Con su hijo en andas, con tantas ganas de evacuar, Rodríguez avanza hasta la retirada, siempre.