A mitad de camino entre Ituzaingó y San Antonio de Padua, la calle Paul Groussac corre paralela a las vías del Ferrocarril Sarmiento mientras atraviesa un barrio de casas bajas y esperanzas altas. Allí, en una de esas típicas viviendas de los trabajadores de comienzos de 1960, vive él.

Tiene una edad indefinida aunque, si lo mirás bien, te parecerá que nació con los albores del primer peronismo, el del coronel. No se apura para hablar y el ritual de montar el mate le subraya la pausa. Después me dirá que él creía que sabía cebar mate hasta que la conoció a Tota Quinteros, la maestra uruguaya que murió sin haber podido encontrar a su hija Elena, docente como ella y secuestrada por los milicos en los jardines de la embajada venezolana en Montevideo. “No gurí, vo: no se raspa el mate con la bombilla porque lo lastimás. La yerba vieja se saca golpeándole el culo al mate” -dice que le dijo la Tota y de ahí en más le hizo caso. “La Tota era anarca, del Partido por la Victoria del Pueblo, pero muy ordenada, eh.” Dice que la conoció en París allá por 1980 o 1981, en la casa de Hugo Cores, el máximo referente del PVP tras el secuestro y desaparición de Gerardo Gatti en Buenos Aires. Veinte años después, cuenta, fue a Montevideo a despedir a la Tota en el velatorio improvisado en la sede de la Asociación de Maestros del Uruguay, “la que queda sobre la calle Maldonado, entre las calles Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz; otros dos orientales asesinados por los milicos en Argentina”.

Él percibe mi silencio y hasta mi asombro cuando menciona lo de París. Sonríe. “Rajé como pude. Primero, crucé el charco para el lado de Carmelo. Me llevó un paraguayo que había conocido en un asado que hicimos en Panamericana y 197 los de la Coordinadora de Comisiones Internas de la Zona Norte. El compañero era de las islas y tenía un bote a motor. Una vez me había sacado a pescar y ahí conocí los Bajos del Temor. Ya el nombre daba cagazo pero resultó ser una enorme extensión de agua, lindera al Plata, que no tenía más de un metro de profundidad en la parte más honda. La cuestión es que subí a un bondi en Carmelo y me bajé en la Plaza Cagancha de Montevideo. Me acuerdo que era un día nublado y que en la plaza sólo había jubilados y policías por todos lados. Después crucé la frontera con Brasil por el lado del Chuy y en Porto Alegre conseguí embarcar en un carguero que me dejó en Marsella.” Ahora mi cara es de incredulidad y él se adelanta: “Tenía un pasaporte trucho y el capitán del barco, según supe después por el jefe de máquinas, era zurdo. Se compadeció y me dejó embarcar.”

Se embala con el relato de sus peripecias pero lo interrumpo sin disculparme: ¿qué era la Coordinadora? Ahí su relato adquiere otro ritmo. “Yo laburaba en un taller que quedaba en San Martín, justo en esa zona donde ahora hay paredones enormes y cortinas metálicas cerradas desde la época de Macri. Éramos casi sesenta operarios y yo manejaba una inyectora de plástico con la que se hacían broches para la ropa. El calor debajo del tinglado de chapa era insoportable, incluso en invierno, pero la quincena rendía y nunca faltaba el mango en casa. Un día los compañeros me eligieron delegado, casi en las vísperas del Rodrigazo, cuando el ministro de Economía de Isabel Martínez devaluó el peso, aumentó las tarifas públicas y de combustibles y le puso un techo a las paritarias. Fue cuando nos juntamos con la gente de fábricas y talleres de toda esa región -donde la Fiat era la planta más numerosa- y marchamos todos juntos a Plaza de Mayo. Nosotros queríamos echar al Brujo López Rega y a Celestino Rodrigo, el de Economía, pero los de la CGT andaban con paños tibios y entonces se formaron las Coordinadoras en zona norte, oeste y sur. Ahí lo conocí al compañero paraguayo porque laburaba en un astillero de Tigre de donde después los milicos secuestraron a muchos delegados. Y pensar que en toda esa zona de Tigre y San Fernando llegó a haber una industria naval floreciente…”

El recuerdo le entrecierra los ojos pero, ni aun así, el brillo de su mirada pierde ese reflejo acerado que la acompaña siempre. Ahora se oculta tras el silencio del mate. Diríase que este hombre, a quien todavía no me animo a nombrar por no invadirlo con mi indiscreción, que tiene una edad indefinida que bien podría ser la del peronismo y que sorbe de la bombilla aquella infusión que tanto extrañara en el exilio, no quiere renunciar a la vida. Hay un gesto vital en ese silencio como lo hay en cada palabra que pronuncia. No sé de dónde saco el coraje y le pregunto si lo conoció a Perón.

Sonríe. Vuelve a sonreír como cuando inició su narración. “Conocer, lo que se dice conocer, no. Lo vi muy de cerca en la casa de la calle Gaspar Campos, cuando él se asomó a la ventana del primer piso y todos, impresionados por el contraste entre su cara de viejo y la sonrisa gardeliana, empezamos a gritar ¡Superpibe! ¡Superpibe! Éramos miles en esa cuadra y en los alrededores. Todos chapaleando en el fangal que se había formado por la tierra de los jardines y la lluvia caída a baldes. ¿Te acordás de Rucci con el paraguas en Ezeiza? Hubo gente que se desmayaba por los apretujones y la falta de aire. Yo mismo ayudé a pasar a una piba por encima de las cabezas de la multitud que no se movía ni un centímetro. O sea, conocer, lo que se dice conocer, no lo conocí, pero con unos compañeros de la inyectora de San Martín habíamos querido cruzar el Matanza cuando el Viejo llegó, y tampoco pudimos verlo porque nos cagaron a tiros antes.”

De repente se levanta de la silla de paja en la que estaba sentado, recorre el patio hasta la puerta de calle y con voz apretada y firme le espeta al perro que ladraba un ¡Camine a cucha, caracho! Vuelve a su lugar, agarra el mate de nuevo y lo noto cansado. No debo abusar de su paciencia ni de su disponibilidad, me digo, pero tampoco puedo contenerme y al final le pregunto si él que las peleó todas, que estuvo en muchas partes del mundo sumándose a tantas luchas, cree que todavía tenemos una chance de salir de esta pálida de una inflación que todo lo devora.

Dice que eso no lo sabe; que lo único que sabe es que la inflación la provocan los ricos para ganar más a costa de nosotros que apenas tenemos un salario de mierda, cuando lo tenemos, aclara; que si nos acostumbramos a la inflación nos vamos a acostumbrar a que nos saquen los derechos más básicos como trabajar, estudiar, irnos de vacaciones, tener aguinaldo, sindicalizarnos y todo lo que en este país se naturalizó desde 1945 en adelante; que los ricos, cuando hablan de democracia, hablan de eso: de liquidar nuestros derechos ciudadanos en nombre de la ley; que deberíamos dejar de hablar de la democracia en abstracto porque así le hacemos el caldo gordo a ellos y porque la democracia no puede ser un chamuyo sino acciones concretas para frenar a los que nos quieren dejar tirados en la banquina.

Ahora está agitado y respira con la boca abierta. Los años lo compelen a guardar silencio para recuperar el aliento. “¿Sabés qué se está discutiendo en este país?”, me interroga y yo levanto los hombros. “Si ellos pueden finalizar lo que comenzó con la dictadura o si nosotros podemos avanzar con lo que inició el peronismo. Ni más ni menos. Eso: una nueva sociedad, una nueva época”.

Me doy cuenta de que la charla no da para más y juntando mis cosas para ponerlas en la mochila le pregunto si puedo citarlo con nombre y apellido. “Sí -responde de inmediato- poné que estuviste con Groussac, el de la calle.”