Corría el año 1997. Había nacido nuestro tercer hijo y decidimos mudarnos. El destino nos acomodó en Barrio Parque, en el edificio donde vivía el doctor René Favaloro. En ese departamento de cinco pisos, nosotros ocupamos el tercero y el doctor vivía en el segundo.

En el garaje él guardaba un viejo Dodge Polara marrón en desuso y su auto era un muy usado Peugeot 505. Nada de lujos.

La primera vez que lo vi fue en el ascensor. Me emocioné y le dije: “¡Doctor! ¡Qué honor conocerlo! Años atrás usted operó a mi padre en el sanatorio Güemes, le hizo un cuádruple bypass y le salvó la vida”. El doctor me contestó con su típica humildad: “¡Nooo, m’hijo! Solo Dios salva vidas, yo no soy más que un instrumento de Él”. Típica respuesta de un gigante.

Un día, remodelando mi casa, rompimos un caño e inundé su cocina. Golpeé su puerta y abrió para atenderme. Vestía un piyama muy gastado impecablemente planchado. Me acompañó a su cocina y ahí vimos los manchones de humedad en su cielorraso. Le dije que inmediatamente enviaría a los pintores que estaban trabajando en casa, pero él me dijo que no hacía falta. “Es solo un accidente que le puede pasar a cualquiera. ¡No se preocupe!”, me dijo. No quiso aceptar que le pintara el cielorraso de ninguna manera.

Desde el dormitorio de nuestra hija veíamos de vez en cuando al doctor, sentado solo en la mesa del living, escribiendo. Cuando llegamos al edificio, su mujer estaba muy enferma y meses más tarde falleció.

En esa época viajé a Cipolletti a visitar a una clienta, con quien hicimos una linda amistad. Allí conocí a su hermano Sergio, un reconocido médico radiólogo. Al conocerlo, me comentó que su padre era muy amigo de Favaloro y que tiempo atrás, deprimido, se había suicidado. El doctor Favaloro estaba muy dolorido por la pérdida de su querido amigo y le escribió de puño y letra una carta que tuve en mis manos. Obviamente les conté orgulloso a Sergio y su hermana que el doctor era mi vecino y que lo veía seguido.

En el invierno de 2000, mi mujer estaba embarazada de nuestra cuarta hija y en vez de tomarnos unos días de vacaciones de invierno decidimos quedarnos en Buenos Aires. El 29 de julio, nuestra hija de trece años vino a nuestro dormitorio después del almuerzo y nos avisó que había escuchado un fuerte ruido a lata. Le dijimos que seguramente nuestro nene más chico habría tirado algo.

Llevé a la familia al teatro Cervantes y regresé solo a mi casa. El barrio estaba desolado. Prácticamente no había vehículos estacionados. Entré por el ascensor principal y luego caminé hacia mi dormitorio. Al pasar por el pasillo escuché alaridos femeninos desgarradores provenientes del área de la escalera. Bajé y vi a una joven desesperada llorando que gritaba “¡El doctor! ¡El doctor!”. Me acerqué a consolarla y preguntarle qué había sucedido. Me dijo: “¡Está tirado en el baño del pasillo y no puedo abrir la puerta!” Ella temía que estuviera muerto, pero yo traté de tranquilizarla diciendo que seguramente el doctor se había resbalado y estaría desmayado.

Corrí hasta el lugar, pero al tratar de abrir la puerta, su cabeza la bloqueaba. Desesperado y sin reparar en nada, traje un par de cortafierros, los clavé en las bisagras y logré arrancarlas para deslizar la puerta. Era el baño del pasillo que daba justo abajo del de nuestra hija, no el del dormitorio principal. Creyendo que podía estar desmayado, fui con la intención de cargarlo y llevarlo en mi auto. Era un hombre de un gran porte; media cerca de 1.90, pero en la desesperación uno no mide y hace lo que el corazón exige.

Al correr la puerta vi sangre. Una mancha espesa y oscura que me impresionó mucho. Al darme vuelta, el encargado, Miguel, ya estaba allí y me dijo: “Alberto, déjeme a mi acá y usted vaya a cuidar la puerta del edificio mientras llamamos a la ambulancia”. A todo esto habían ingresado dos policías de la cuadra que lo conocían al doctor, porque supe más tarde que más de una vez había salido muy temprano a comprar facturas y los había invitado para no desayunar solo.

Esto me lo había contado Miguel. Llegó finalmente la ambulancia del Favaloro. Yo estaba ansioso por saber de su estado de salud. Al rato bajó el camillero por el ascensor principal y al salir le pregunté, ¿y el doctor? “Se pegó un tiro”, me contestó, con la expresión fría de alguien a quien no le importaba.

Inmediatamente llamé a mi primo, el Dr. Carlos Tajer, hoy presidente de la asociación de Cardiología, y le conté lo sucedido. Llamé a un amigo, presidente de una conocida prepaga, y éste me comentó que el día anterior, Favaloro lo había llamado, para pedirle que no le cortara el servicio de ambulancias que estaba impago.

A todo esto, la joven de la escalera estaba recluida en estado de shock en la casa de don Miguel. Don Miguel me contó que ella y el doctor se estaban por casar. Ella era atractiva, de modales muy finos. Lo visitaba, pero tengo entendido que siempre regresaba a la casa de sus padres en Olivos.

Luego me enteré de que ese domingo ella le cocinó y que luego de almorzar fue a Olivos a buscar su computadora. El día anterior había viajado con el doctor a La Plata y habían estado con el cura organizando el casamiento y creo recordar que también se había probado el vestido de novia.

Apenas ella se fue, el doctor se duchó, se puso su guardapolvos y se pegó un tiro en el corazón.

Llamé a Roberto Favaloro para darle la triste noticia y me dijo que estaban en camino para Buenos Aires. Llegó un periodista, a quien amablemente le pedí que no se quedara. Simplemente traté de cuidar la privacidad en una situación tan delicada. El periodista accedió, pero con el correr de las primeras horas, el periodismo, la policía y gente del gobierno inundaban las calles.

Se presentó en mi casa el jefe de Policía y amablemente me hizo muchas preguntas formales, a quien le respondí si se trataba de un interrogatorio. Me explicó que era su obligación, dado que yo era testigo de la causa. Me tranquilizó saber que el doctor había dejado pegado en el espejo del botiquín papelitos con instrucciones y un sobre grande color papel madera con un testamento.

Le pregunté a Miguel qué sabía él acerca del doctor y me contó que últimamente andaba muy preocupado, dado que se encontraba ahogado con las deudas del instituto. Días atrás le había dicho: “Pensé que a esta altura de mi vida iba a recoger los frutos de lo sembrado y me he convertido en un miserable”, ya que dedicaba su tiempo a pedir dinero.

Comencé a hablar con la secretaria del doctor, a quien no tuve la suerte de conocer personalmente. Me contó que hacía un mes, se había comprado un revólver y que a ella no le había gustado. Él le había dicho que no era importante, que era solo para protegerse porque había robos, minimizando la situación.

Los periodistas invadían mi casa y era obvio... es su trabajo. Recuerdo que Gabriel Michi era uno de ellos porque lo conocía por el caso Cabezas. Ellos me pidieron detalles, visitar el lugar, etc, pero no accedí a nada, ni siquiera a darles mi apellido. Yo sentía una enorme responsabilidad y respeto y me invadieron sentimientos de protección para evitar la prensa amarilla.

Días más tarde fui internado con taquicardia y rara vez he hablado del tema.

Siempre me ha llamado la atención el hecho de estar ligado a un evento tan difícil que involucró a una personalidad a quien el mundo, y en particular mi padre, le debe tanto.

Pasaron 17 años y sentí la necesidad de contarlo. Más de una vez había sentido ganas de golpearle la puerta para invitarlo a comer, pero nunca me animé. Lo miraba con mucho respeto. Era un prócer, un gran hombre que estaba muy solo.