“En las casas de este pueblo tranquilo y de gente sencilla, hay un revólver en algún cajón o tal vez arriba de un armario, bajo una pila de diarios viejos, y mientras las familias almuerzan los domingos fideos con tuco y hablan del partido o cuentan chistes de gallegos, el revólver está allí, durmiendo el sueño de los justos hasta que alguien crea que llegó el momento de usarlo”, dice Agustín Fonseca, un policía que, intentando escapar de sí mismo, pidió un traslado de servicio para refugiarse en un pequeño pueblo de la Provincia de Buenos Aires. Pero de algún modo él también lo intuye: nadie se aleja lo suficiente sin al mismo tiempo acercarse a lo que inevitablemente debe ocurrir. El asesinato de una joven pone en marcha los mecanismos de una trama que, al principio, tiene todos los elementos de un clásico policial negro. Pero sólo al princpio; y justamente en esto donde estriba la primera sorpresa que deparará la lectura de Tordos, novela de la escritora Emilce Acuña, donde el desplazamiento del género policial es al mismo tiempo un descenso paulatino hacia distintos niveles de referencias, homenajes, diálogos secretos, como quien se instala en una tradición literaria bien definida y la recibe a modo de herencia, zona donde resuenan los ecos de William Faulkner pasando por Flannery O' Connor a Katherine Mansfiled, sin perder en absoluto su identidad o mejor: su relación con el castellano rioplatense.

“Pienso que hay que leer mucho para escribir y buscar siempre referentes. En este sentido, creo en el oficio de la escritura. Hay que pulir el texto al máximo hasta que quede solo lo que es necesario decir. En ese sentido, admiro la brevedad de la frase en Silvina Ocampo. La mayoría de las veces, se cuenta demasiado. La corrección es también una manera de escribir. Me parece que hay momentos en los que se debe tomar distancia y olvidarse un poco del texto que hemos escrito. Retomarlo tiempo después para ganar perspectiva y leerlo como si fuera la primera vez. Toda novela surge del deseo de escribir, de contar una historia. Escribí mucho y también tiré muchas cosas. Tengo un cuaderno desde hace años, donde anoto frases que dicen mis hijos, frases que por su uso, por el contexto en el que fueron dichas, me llaman la atención. Hay tiempos de la escritura que le saco a la familia, tiempos del trabajo que le saco a la escritura. Trato de mantener un equilibrio. Pertenezco a un sindicato que tiene una mirada con perspectiva de género, participo con mis hijas en las marchas”, dice Emilce Acuña que con En la quietud de día fue finalista de la última edición del concurso de Novela Futurock y con Tordos ganadora del Premio XXVI de Novela Ciudad de Salamanca.

“Soy madre, escritora y docente, todo eso convive en mí. Soy todo eso. En el medio elijo, esos roles fluctúan pero no se separan. Con el tiempo, mis hijos aprendieron a vivir con una mamá que escribe y que a veces necesita de la soledad, pero yo también aprendí a escribir con ellos dando vueltas a mi alrededor porque hubo un tiempo en que era eso o nada. También es cierto que mientras estoy haciendo otras cosas, mientras llevo a mi hijo a la colonia, o mientras cocino, pienso en lo que estoy escribiendo, en cómo contar esa historia. Clarice Lispector era madre, estaba sola a cargo de sus hijos y escribía en el comedor rodeada de ellos. El deseo de escribir es lo que me motiva. La novela empezó siendo un panfleto sobre el feminismo, pero se convirtió en otra cosa, en algo escrito por mí, donde aparece la idea de que el machismo mata, sí, pero no está dicho, no necesito decirlo, ni siquiera aparece la palabra femicidio. Incluso la voz es la voz de un varón. Yo quiero hacer literatura, no una denuncia”.

Agustín Fonseca más que un extranjero es un Bárbaro, en el sentido que los antiguos le daban al término, en aquel pueblo, por más que hable el mismo idioma de sus habitantes. La repentina noticia del asesinato de una joven llamada Lucía Garay hará que la investigación se torne cada vez más compleja; y no tanto por la falta de indicios o pistas sino porque Emilce Acuña instala de un modo sumamente original la noción de que aquello que llamamos realidad no es otra cosa que lo cultural. Desentrañar el asesinato de Lucía será también un modo de descubrir de qué están hechos los habitantes de ese pueblo, lugar donde la violencia está latente como un saludo, donde la locura de cierta gente pareciera un exceso de lucidez y, en otros y otras, una degeneración hacia el siempre sospechoso pensamiento mágico que reina y es superado por eventos sobrenaturales como ciclos que vienen a interrumpir una aparente calma de siesta en un pueblo donde lejos de no pasar nunca nada, sucede de todo, hasta lo inimaginable, sólo que se mantiene oculto o a la vista para quien se atreva o pueda leer la radiografía espiritual de lo que subrepticiamente ocurre de modo naturalizado.

“Una mañana amanece con el cielo despejado. Ya desde temprano se nota que va a ser un día precioso, tan lindo, que es imposible imaginar que pueda pasar algo malo. Es lunes o martes, da igual. Nuestros hijos agarran las mochilas, nos piden algo de plata para el recreo y nosotros les damos un beso porque se van a la escuela y no vamos a volver a verlos hasta que acabe el turno en la oficina. Pero resulta que nos mienten. No van a la escuela. Se juntan con otros compañeros y se van de pesca, o van a esas casas de videojuegos a gastarse la plata que les dimos, o a cazar cuises. Cerca del mediodía nos llaman por teléfono y nos dicen que hubo un accidente, que nuestro hijo se ahogó en el río o que saliendo de la casa de videojuegos, al cruzar la calle…, o que están investigando cómo fue que el arma se disparó. Piénselo Gómez, piénselo un segundo. ¿A usted qué le causa más terror?”, reflexionará Fonseca tan seguro de sí mismo, pero aún incapaz de confesarse a sí mismo que no es casual ni producto del azar que haya intentado refugiarse en ese pueblo.

En Tordos hay una cuestión muy elaborada que se plantea para conectar las tramas paralelas y podría dividirse en tres al igual que los capítulos que la conforman: la relación que alguien establece consigo mismo, uno con los demás y también los otros con uno a partir de lo que mostramos o quisiéramos ocultar. ¿Podría pensarse que nadie mata sin matarse a sí mismo? En Tordos, esta impactante novela, Emilce Acuña va al centro mismo de la incógnita.