Es curioso el oficio de prologuista. Me dicen que he escrito más de cuarenta prefacios, o sea que he encontrado más de cuarenta excusas para bosquejar una poética propia. Padecer de ansiedad, entre otros motivos, me ha impedido las numerosas páginas de una novela. Pero no lo he sentido como una limitación, relatos cortos de Kipling y de Henry James me han dado la felicidad de atestiguar mundos completos y creíbles. He dicho, para defender con cierta elegancia la ausencia de ese don, que la extensión y las digresiones necesariamente desconcentran y apuran al escritor en su elección de las palabras y en la construcción melódica de los párrafos. Creo que mi frágil prestigio se apoya en esas dudosas cualidades, a las que habría que agregar la fatalidad, más que la apetencia, de temáticas mitológicas que han conmovido y guiado a nuestros mayores y que hoy se empeñan en ser olvidadas.

No compartir ni el tiempo ni el mundo del desconocido autor que prologo, me dispensa de esos argumentos falaces con que construí mi sueño de eternidad y me invita a una sinceridad que ya es incapaz de proveerme premios o represalias. He intentado dos novelas de las que mis biógrafos (¿hay pedantería mayor que la de tener biógrafos?) no han tenido noticias y cuyas tribulaciones sólo he compartido con mi querida madre. La primera tenía como protagonistas a Teseo y a Ariadna y el ámbito no era otro que el famoso Laberinto. Como acostumbrábamos desde el tiempo en que ya nos habíamos amigado con mi ceguera (ca.1955), yo dictaba a madre las astucias, los miedos y las valentías con que la pareja buscaba o eludía al Minotauro. La trama avanzaba con el correr de los ficticios días, madre sugería algunas palabras por otras, con las que yo casi siempre acordaba y en otras ocasiones –he aquí la primicia- cuando el cansancio o la falta de ideas demoraba mi dictado, ella seguía escribiendo aconteceres de los que yo no era dueño y de cuyo contenido lo ignoraba todo. Sólo el suave murmullo de la pluma sobre el papel. Nunca le dije que la audición de los ciegos está exacerbada.

Esta exageración de mis oídos me llevó a pensar, también, que no todo lo que le dictaba era dibujado por madre en el papel. Es sabido, la moral y el buen gusto asociado varían de generación en generación y la consumación del deseo cuando el monstruo le daba un respiro a la pareja construía oraciones en mis labios que tal vez ofendieran la sensibilidad de madre.

Creo que este prólogo me autoriza a otra confesión relacionada con las amorosas interpolaciones de madre y ésta tiene que ver con mi producción poética. Cierta noche, varios jóvenes tomábamos café y escuchábamos extasiados lo que se le ocurría a Macedonio Fernández. En un momento, quizá un poco aburrido de sí mismo, me miró y dijo:

-¿Y usted, joven Borges, nunca tiene nada para leernos? -Pese a la vergüenza infinita que padecí, el deseo de que el maestro escuchara algo mío, me impulsó a abrir en cualquier parte el librito Luna de enfrente, que siempre cobijaba en un bolsillo del sobretodo, y leer un poema llamado Amorosa Anticipación. Después de los dos últimos versos:

desbaratada la ficción del tiempo,

Sin el amor, sin mí.

quedé callado. El maestro sorbía del cigarrillo con morosidad y después de un breve ensimismamiento que a todos nos pareció eterno, dijo algo así como: “No ha sido tímido en sus pretensiones, ha querido abarcar el amor, la noche, la vigilia, la ficción del tiempo, Dios…Que usted haya visto a su amada quieta y resplandeciente como una dicha que la memoria elige me parece un hallazgo destacable.”

Yo apenas cabía en la silla curva de ese café. Continuó: -Pero hay un detalle…. Es notorio que sobra una palabra en el 7º verso, el que empieza con la palabra virgen, si no me equivoco– Me pidió el libro con un gesto y revisó.

-Sí, la palabra “milagrosamente”. ¡Se fue a la mierda, che!, ¿no se dio cuenta de que llegó a veintitrés sílabas –veintidós si consideramos una sinalefa?

Recité mentalmente el verso: Virgen milagrosamente otra vez por la virtud absolutoria del sueño. Estuve de acuerdo con lo inadecuado del horrible adverbio y mientras caminaba por las oscuras calles de Palermo buscando una indulgencia para mi torpeza, recordé que yo le había dictado a madre ese poema y que en mi dictado no estaba esa palabra.

El otro proyecto de novela nació de una mala semilla; la ingenua pretensión de vindicar a mi abuelo paterno, el Coronel Francisco Borges. ¿Rehabilitarlo ante quién? Pues nada menos que ante mi amigo Bioy, que se encarnizaba cada tanto contra la valentía y la lealtad de mi antepasado. Si bien es cierto que sus sarcasmos se daban en el marco de ese humor maligno al que acostumbraba, yo no recibía bien sus comentarios socarrones del tipo “pero che, tu abuelo llegó tarde a la batalla de San Carlos de Bolívar”. Resultaba inútil que yo le recordara por enésima vez que el coronel Borges había reventado caballos para llegar desde Junín en dos días. Y devolviendo el sarcasmo, le respondía que era algo pobre en épicas su genealogía de fabricar yogures. Interrumpí para siempre esta novela por lo trabajoso que me resultaba justificar esa muerte inútil en la batalla de La Verde, tironeada por dos lealtades antagónicas: a Sarmiento y a Mitre.

Cuando un joven editor me pidió la redacción de un Prólogo para una novela futura de otro, mi desconcierto desembocó en una sonrisa. ¿Cómo escribir algunas palabras de aliento, ponderativas de un estilo aún inexistente? Ante su insistencia terminé aceptando, con la condición irrenunciable de que el contrato ante escribano fijara la fecha de inserción de mi prólogo, por lo menos treinta años después de mi muerte. La revelación de estas debilidades me alivia anticipadamente. Ignoro cuánto escribí yo de mi obra y cuánto mi amada madre. ¿Alcanzará esta confesión para no ser execrado por sus contemporáneos, que son mi porvenir?

 

Cierta vez redacté la historia de una Biblioteca de Babel, en mi afán duradero de poner en signos ortográficos la idea abismal del infinito. En ella, el resignado bibliotecario nos cuenta que en un sector de la biblioteca había muchos volúmenes carentes de la más mínima coherencia. Estoy seguro de que este prólogo ocupa su lugar en esa banal sección. Sus lectores sabrán disculpar que no me está permitido emitir un juicio estético sobre su obra y esta imposibilidad no cambiaría si yo hubiera tenido posibilidad de leerla; aquel legendario bibliotecario afirmaba que “hablar (escribir) es incurrir en tautologías.”