Desde la adolescencia, en diferentes períodos de mi vida, llevé diarios que más tarde destruía. El más largo, el último, una pila de cuadernos, duró más de veinte años y lo quemé hará unos cinco. No me parecía justo que seres queridos los herederan abochornados y debieran cargar con mis bajones, reproches, y culpas. No hay diario que zafe de este kharma. Como ejemplo, ahí están los diarios de Cheever. Algunas veces, dudando de la transparencia del diario, sospechando a menudo de su mala fe, arrepentido en más de oportunidad de una anotación que ya no podía enmendar, me dediqué a escribir un diario del diario, queriendo profundizar en los instantes de desesperación. Imaginaba, de este modo, una pretendida distancia crítica, de observador de la falta, como si fuera posible desarticular un mecanismo que, a través del tema y las variaciones, podía operar más que como genética textual como desciframiento de una etiología. No tardé en experimentar una angustia más fuerte. Al terminar este cuaderno otro, no empecé uno nuevo. Había advertido un peligro superior al narcisismo extremo del diario cotidiano en este intento de apostilla. Es cierto: si quemé aquel diario de años fue por una cruza más de arrepentimiento que autocrítica. No puedo hacerme el distraído en la dedicación de espacio a los rencores: las internas del ambiente literario tan miserables como los de cualquier otro ambiente, las rencillas familiares, los enconos entre parientes. Y no hablar de los melodramas del corazón. La literatura no redime ni la frustración ni el capricho. Menos, la malevolencia.

Debo confesarlo, me alivia haberme deshecho de ese diario quemado y de la fantasiosa posibilidad de pasarlo en limpio, corregirlo y quedar bien como si fuera posible. El pasado no se corrige. La desesperación se hace visible: la falta de un acento en el vértigo, la repetición de una palabra, un giro, fórmulas retóricas, muletillas. Estos tropiezos y/o fallidos son los que afirman la autenticidad de lo espontáneo, que reune a la vez la impunidad y el aura de lo fugaz: no habrá de volver ese instante, no habrá de volver su intensidad y, si volvemos a leerlo con la intención de la enmienda, su honestidad disminuirá: si lo corregimos, al tachar estamos traicionando su esencia, esa sinceridad brusca y pasada que ahora nos avergüenza. El diario deviene entonces archivo secreto de aquello que nos descubre: su revelación nos humilla. El rey está desnudo.

No obstante, ahora escribo otro. Pero creo que es distinto. Tal vez no sea exactamente un diario como una serie de libretas donde junto impresiones de lecturas, ideas y dibujos. Tal vez su escritura responda a la cuestión de por qué escribir, qué escribir, y las tribulaciones de un bloqueo. A veces creo percibir una relación entre la caligrafía y el dibujo. Y me pregunto si son lo mismo. También ocurre: si leo la letra como dibujo encuentro que el trazo expresa mejor un sentimiento que la palabra. Por lo general estas libretas, aunque no parezcan cifradas en la intimidad, también resultan íntimas. Toda escritura es íntima, me digo. La conciencia drena aquí, aunque de modo tácito, el dolor o la alegría momentáneos, y recobra cierto entusiasmo, porque hay un entusiasmo en este garabatear.

De dónde viene la necesidad del diario, me pregunté muchas veces. Las respuestas probables acerca de su sentido solían y suelen ser las mismas. No soy original: escribía por haber internalizado el hábito devenido manía o, si prefiere, vicio. El impulso cotidiano era un hecho natural. No ignoraba, sin embargo, una idea que anota Kafka en sus Diarios en los momentos de parálisis creadora, las rachas en que no puede escribir ficción. Kafka siente que el diario es su única posibilidad de escritura, se aferra a sus páginas como instancia de salvación. Pero no se trata, en su caso, de un sustituto de la literatura: es también literatura. A sus páginas irán a dar anécdotas, pensamientos, aforismos, parábolas, esbozos de narraciones y narraciones enteras.

El recuerdo, escribe Benjamin, crea el entramado que todas las historias acaban por formar entre sí. Acepto la contradicción entre mis reservas hacia toda autobiografía, la versión enaltecida de las propias derrotas. En este sentido, me parecen más confiables, a modo de autorretrato implacable, los diarios de Kafka quien cita a Goethe, quien opinaba que sólo un escritor de diarios está en condiciones de leer los diarios de otro. Pero también, es cierto, cabe considerar, en el diario, al ocuparse uno de sus dolores, establece una manera en la que quiere ser reconocido por la presunta posteridad, un afán de eternidad discutible.

Dos caligrafías inciden en mi mi letra. Del mismo modo esas dos caligrafías traducen dos bibliotecas quizás complementarias, las de mi madre y mi padre – a las que me referí en una nota anterior -, que pueden considerarse en parte constitutivas de mis gustos de iniciación: la combinación de sensibilidad romántica de mi madre y el naturalismo positivista de mi padre, que derivarían en mis búsquedas ya personales en la literatura rusa. La letra de mi madre, la de perito mercantil, como ella la llamaba, era una letra modelo, inclinada hacia la derecha, que permitía una legibilidad absoluta. La de mi padre, en cambio, era arrevesada, pretendía un lucimiento. Es curioso, mi madre podía también escribir en letra gótica, y mi padre, a quien esta forma, la gótica, le resultaba ardua, más bien imposible, conseguía una ligera familiaridad con esos caracteres. La mujer romántica que reduce su biblioteca a unos pocos textos de cultivo espiritualista, escribía claro. El hombre que quería ser novelista y cada fin de mes, con el cobro del sueldo, volvía a casa con una pila de libros y aumentaba su biblioteca, escribía casi ilegible.

Me detengo a observar mi letra. En principio, aunque trasunta nerviosismo, creo que puede leerse sin demasiada dificultad. El nerviosismo viene del apuro, la urgencia para cumplir una rutina de escritura que, cuando no estoy embalado en una ficción, un artículo, esta escritura, en libretas de páginas lisas, sin necesidad de renglones, capaz de mantener la horizontalidad, disparada por la compulsión del día, el tiempo que se escurre, me resulta necesaria. Quizás este y no otro sea el sentido de estos apuntes, me digo. Buscarle el sentido a una escritura, a las cosas, al mundo. O, con menos pretensión de trascendencia, jugar con el lenguaje gráfico como el chico que aprende a leer antes y escribir después.

Y cierro así otro cuaderno, éste donde estaba viendo los garabatos primeros de mi hijo.