El viaje al origen es un desplazamiento tan irrepetible como inolvidable por las avenidas donde la imaginación y la realidad evocada se cruzan. Aunque la casa de la calle Montiel 1876, levantada por el abuelo Juan Guarnaschi, fue demolida para construir un supermercado chino, en la piel de recuerdo de Claudio Zeiger está tatuado el patio de esa casa, que funcionaba como cancha de fútbol y lugar de reunión. Si la literatura ama una voz que ya no suena en el espacio sino que se escucha en el fondo del alma, Zeiger descubre que al oír a la madre hablar en voz alta, esa mujer que daba clases de inglés y tejía y destejía tramas, empieza a tener una noción de relato.

En la novela Infancia en Mataderos (Emecé), que se presenta este viernes 14 a las 19 horas en la librería Eterna Cadencia (Honduras 5574), el narrador y protagonista explora ese territorio habitado por la clase media baja, donde “todo es periferia sin centro fijo”, convencido de que la infancia es el barro más profundo de donde emerge un escritor. En tres movimientos o “actos”, el recorrido adquiere una intensidad excepcional cuando el novelista japonés Yukio Mishima llega a los arrabales de este barrio con un puñado de interrogantes acerca del deseo, el dolor y las búsquedas.

En el living del departamento sobre la calle Pacheco de Melo, el escritor y editor de Radar y Radar Libros cuenta que esa casa de la calle Montiel donde se crió era de la familia de su madre, de apellido Guarnaschi. “Eran los italianos de la familia y yo hablo con las manos porque soy italiano”, revela en la entrevista con Página/12. Los dedos de las manos del autor de los ensayos El paraíso argentino y el libro de cuentos Verano interminable parecen labios parlantes que anudan la ondulación sonora de aquellas historias que lo marcaron para siempre.

Todo sobre mi madre

-El origen de la ficción está en los relatos de la madre, según plantea el narrador de Infancia en Mataderos. ¿Y el origen de la escritura?

-El origen de la escritura y el acto concreto de escribir puede ser que no esté en este libro sino en la novela Los inmortales, donde aparece la filiación con el padre que implica la cultura de izquierda, una tradición intelectual que me llevaba a Contorno. Creo que por ahí pasa una escritura autorreflexiva, una relación con el lenguaje que de entrada es compleja, no por tortuosa o difícil sino porque enseguida se entiende que no es simplemente escribir para comunicar, para transmitir un mensaje inmediato. Yo asocio la figura de mi madre con esa vieja noción, que casi no se usa, de la ficción como mentira para embellecer la vida, para mejorar la realidad.

-Convertís a tu mamá en una especie de personaje de Manuel Puig.

-Sí, es la que me abre la puerta al cine, a la televisión, a las historias. La ficción le agrega un plus a la vida.

-¿Es entonces, en parte, un libro sobre tu madre?

-Mi mamá es un tema central en el libro. El capítulo que Sarmiento le dedica a la madre en Recuerdos de provincia se llama “La historia de mi madre” y me había quedado ese título como una referencia; con todo lo que uno puede burlarse de Sarmiento en su afán por construir una genealogía, el relato de la madre es solemne y al mismo tiempo de una afectividad demoledora. Y siempre me quedó como modelo. Yo exagero un poco cuando digo que debía escribir sobre mi madre porque me reprocha que no escribí sobre ella sino sobre mi padre. Pero lo que cuento de su viaje mítico a los Estados Unidos, donde ve la televisión por primera vez, es verdad en términos del relato porque es un relato que ella me hacía. Efectivamente, el viaje existió y fue más o menos como lo cuento, como lo recordaba; es un recuerdo de un recuerdo. Contar esa historia de mi madre era un deseo: “un día voy a hacer una novela; entonces te voy a grabar y me vas a contar”, le decía. Pero todo eso se fue deshaciendo porque el recuerdo era menos fiel y menos amable de lo que al principio parecía. Después ella murió y tuve la excusa para no hacerlo. Volviendo al origen del escritor y de la escritura, quizá pensaba fundarme como escritor con esa novela sobre mi madre. Durante mucho tiempo no la pude hacer porque, en el fondo, no terminaba de imaginar o de concebir cómo era esa novela; pensaba en Viajes con mi tía, de Graham Greene, y el viaje de mi madre a Nueva York, pero no lograba visualizar la forma de la novela. Otras veces la pensaba como una novela de Puig, como La traición de Rita Hayworth o Boquitas pintadas. Lo que me fue quedando con el tiempo es esa escena de mi mamá entrando a un hotel viendo el aparato de televisión en blanco y negro; esa escena, a lo largo de los años, la debo tener escrita ocho veces. La presencia de la madre en la infancia es más decisiva.

(Imagen: Bernardino Avila)


Al borde de la violencia

-Aparece el tema de la violencia de varias formas, por ejemplo cuando el narrador espía cómo le pegan a un compañero, o cuando recuerda el asesinato del padre Mugica. ¿Qué pasa con la violencia en esta novela?

-La particularidad de esta infancia en Mataderos lleva a Mishima. El viaje verdadero de Mishima (y todo lo que se cuenta de Mishima, que está sacado de una biografía) es hasta Brasil. Mi aporte es traerlo a Buenos Aires, porque al principio a él no le dicen dónde va a estar. La ocurrencia de quien lo invita es llevarlo a conocer algo que es lo contrario a los carnavales de Río de Janeiro; el tango versus el carnaval, sería algo así. Yo incorporé a Mishima orgánicamente, no por un capricho o porque me pareciera original que Mishima viniera a Buenos Aires. ¿Para qué viajaba? ¿Qué le iban a mostrar? Más de un lector captará que lo que le pasa a Mishima en Buenos Aires y en Mataderos es lo que cuenta Kawabata en La casa de las bellas durmientes: una forma de prostitución muy sofisticada donde unos ancianos se acuestan con unas geishas que están dormidas, sin hacer nada, sin tocarlas. Una cierta clave de sexo y violencia, de sensualidad más que de violencia, está concentrada en esa escena. Después hay una zona de violencias que se van concatenando y otras explotan como la del caso del padre Mugica (obviamente todo el relato del padre Mugica es testimonial y está sacado de fuentes). Lo que pasa en el baldío lo construyo a partir de un texto de Freud, Pegan a un niño, que quizá sucede o quizá no... O sucede de una forma que no es la interpretación que le da el niño. El concepto básico es ver pegar; no es contar la escena donde uno le pega el otro sino que alguien ve pegar. Mi teoría, hacia el final del libro, es que hay dos infancias: una es la que efectivamente vivimos, recordamos, y hasta podemos escribir novelas con esa infancia, que es la infancia de la casa, del barrio, de la familia, de la escuela; la otra es una infancia sumergida, metida en una membrana inaccesible donde estuvimos, pero es muy poco lo que podemos traer de ahí. Cuando sos chico, estás todo el tiempo al borde de la violencia. Hoy se le dice bullying. Nuestra infancia es eludir escenas de bullying provocadas o sufridas; en la infancia hay víctimas y victimarios.

Este viernes Mataderos celebrará el 134 aniversario. La fecha, el 14 de abril de 1889, establece el comienzo de los nuevos mataderos que se instalaron en esa zona remota de pastos bien recortados entre casita y casita, tan lejos todavía de las calles empedradas. La Asociación Civil Foro de la Memoria de Mataderos y la Biblioteca Rodó invitaron a Zeiger a hablar sobre su libro (a las 17 horas en Andalgalá 2051) junto con Myrtha Schalom, Gastón Raffo, Alberto Iriart y Atilio Fanelli. “El aniversario incluye algo que es mucho más que un barrio; es cuando la ciudad le empezó a ganar al campo, es casi el aniversario de una pequeña nación. La razón de ser de toda esa mitología es que se violentaba a los animales. Mataderos nace entre cuchilladas, sangre y bosta; es un origen tumultuoso”, reflexiona.

“Yo no conocí a ningún hincha de Chicago cuando era chico”, confiesa este hincha de Vélez para reafirmar un recuerdo que, visto desde el presente, tiene el fulgor certero de una provocación. “La mayoría de los chicos éramos de Vélez; nosotros vivíamos en Mataderos, en la frontera con Liniers. Chicago pertenece al ámbito del Mataderos que limita con Lugano”, precisa las coordenadas geográficas para los forasteros. “Hoy es indudable que el club de Mataderos es Chicago”, aclara el autor de Nombre de guerra (1999), Tres deseos (2002), Adiós a la calle (2006), Redacciones perdidas (2010) y Los inmortales (2014).

Lo real y lo imaginario

-“La política es una pasión que viene desplazando a la literatura”, dice el narrador. ¿En qué momento la literatura desplazó a la política?

-Yo tuve una militancia precoz en el Partido Obrero, todavía bajo la dictadura; era muy chico, tenía 17 años. Fue una militancia dentro de la “izquierda loca”… no quiero ofender a nadie, pero en realidad los odio profundamente y nunca me reconcilié sentimentalmente con esa izquierda. Después tuve una experiencia de militancia independiente no partidista cuando fui delegado telefónico, que fue una verdadera escuela de vida: hacer gremialismo en un lugar complejo. Supongo que a la literatura fui volviendo muy entramado con el periodismo, retomando el camino como lector y proyectándome como escritor. En los inicios del periodismo, entre otras cosas, me puse a entrevistar a escritores. Ahí se empieza a dar esa reconexión con la literatura. Mi infancia y mi adolescencia fueron muy politizadas porque mi viejo era militante comunista y en casa se hablaba de política. La política era como un murmullo de la infancia y la adolescencia. Cuando sos chico, los roperos y los placares son una fuente inagotable de inspección, de juego, de sorpresas. Entre las cosas escondidas estaban los libros. Cuando empezó la dictadura, los libros no se llegaron a enterrar, pero se ocultaron. Eran unos libros con mucha iconografía soviética. Recuerdo las pilas con Nuestra palabra, el diario del PC.

-Suele haber una tensión entre lo vivido y lo imaginado. Pero en Infancia... parece que se quiere difuminar esa tensión, especialmente cuando aparece Mishima y surge una pregunta: ¿Qué tiene más intensidad: la vida vivida o la vida imaginada?

-La tensión entre lo vivido y lo imaginado es casi una definición de la infancia. ¿Qué es el juego infantil sino imaginar? Lo imaginado en la infancia tiene mucho peso. Yo recuerdo la infancia como algo lleno de cosas concretas como la parra y el racimo de uva moscatel que se caía al piso, se reventaba y daba olor; pero al mismo tiempo había una construcción permanente de cosas imaginadas: la baticueva en la terraza y de ahí al infinito; era como una especie de imaginación sin freno. El fútbol era algo permanente; en casa todo el tiempo estaba con la pelota. Y eso es puro juego. Para mí Infancia... es una novela y tengo claro que no es literatura del yo. La literatura del yo surge cuando no tenés nada para contar y el yo repone la ausencia de lo vivido. No desprecio la literatura del yo, pero se constituye sobre un vacío de relato. La infancia está llena de cosas para contar. Yo me propuse hacer una novela autobiográfica, donde la verdad es relativa, pero donde lo imaginado es decisivo; por eso creo que Mishima se desliza naturalmente por Mataderos, entra y sale, y no le sorprende haber estado en un lugar que se llama Mataderos, que tiene un hospital que parece un templo budista. La novela propone deslizarse entre lo real y lo imaginario, donde todo termina siendo una especie de juego.

Lejos de las luces del centro

-¿Qué importancia tienen las máscaras?

-Yo tomé un largo epígrafe de Mishima de Confesiones de una máscara, que no es un libro exclusivamente sobre la infancia, pero donde el relato de la infancia de Mishima es muy sólido, cuando describe que a partir de la incursión de un grupo de chicos que están haciendo una procesión la abuela de Mishima, la dueña de la casa, abre la puerta y los chicos, que aparentemente estaban borrachos, se meten en el jardín y lo destruyen. Mishima toma esa escena de destrucción como la escena del fin de la infancia. Mi teoría es que ya en la infancia empezamos a usar máscaras; el chico que va a la escuela tiene una máscara, que se la saca cuando llega a la casa; cuando vienen familiares o cuando hay una reunión, se pone otra máscara. Cuando sos adulto, lo que hay que evitar es que la máscara se convierta en una careta. Máscaras vamos a usar siempre porque no se puede andar sin máscaras todo el tiempo.

-En un momento te referís al policlasismo del peronismo y que en Mataderos muchos que lo votaban no se considerarían como peronistas. ¿Por qué se da este fenómeno?

-El Matadero más profundo, el que se liga con Lugano, con Soldati, es considerado un barrio peronista. Mi infancia transcurre en el momento en que Perón gana con el 62 por ciento de los votos en 1974, cuando yo tenía 10 años. Eso quiere decir que todo el mundo, en mi barrio, votó a Perón. Ahora lo que me pregunto es si todos eran peronistas como los que fueron el 17 de octubre a la Plaza de Mayo. No lo sé... sinceramente. En el barrio imperaba una clase media baja que, en ese momento, en los 70, adhería al peronismo. Mataderos era un barrio donde había una noción muy fuerte de que el ascenso social era posible. Cuando llegó la hora de practicar el propio ascenso social, me daba cuenta de que venía de muy lejos. Cuando volvía de la facultad, me acuerdo que quedábamos en el colectivo Aníbal Jarkowski y yo. Yo me bajaba en Montiel y Alberdi y Jarkowski seguía a provincia. Estaba lejos de las luces del centro y ahí la cuestión del ascenso social se empieza a ver del otro lado: vivo lejos de las luces del centro y de la facultad, a las que uno, finalmente, se va acercando.

Infancia en Mataderos lo presentarán Sebastián Basualdo y Laura Galarza en Eterna Cadencia (Honduras 5574).