La experiencia de la doble opresión por negra y por lesbiana se dice de muchas maneras. En los papeles compiten las teorías de la interseccionalidad, el estructuralismo, la dialéctica. Pero esos decires no captan la experiencia vivida de la doble opresión. Las lesbianas afrodescendientes quieren hablar ellas, no que las hablen o que las interpreten. Eso manifiestan. Estefanía Cámera Da Boa Morte y Sandra Chagas participaron en el Cabildo Abierto de Mujeres Afro que se reunió para elaborar un documento que represente a las mujeres afrodescendientes, en el Encuentro Nacional de Mujeres. Se sienten parte de esa comunidad y al mismo tiempo plantean la necesidad de visibilizar la existencia lesbiana. La imagen hipersexualizada de negras y lesbianas, y las trampas de los feminismos que hablan por ellas, son dos de las problemáticas que se cruzan en el centro de las dos opresiones.

Sala colmada y dispuesta en una amplia medialuna. Abrazos, ponerse al día. Afectividad. Arriban al Cabildo de Buenos Aires referentes del movimiento, de una punta a otra de América. En la reunión se presentan realidades tan diferentes como la de Bahamas, donde la mayor parte de la población es negra, y la del barrio correntino de Cambá Cuá, donde la tendencia a ocultar las raíces afroguaraníes se tironea con la celebración de San Baltasar. 

Sebastián Freire
Estefanía Cámera Da Boa Morte

 

Afroexistencia lesbiana 

No se presentó como lesbiana en el Cabildo Abierto. En el recinto, Estefanía es la única que luce el cabello rapado al costado, distintivo de muchas lesbianas jóvenes porteñas. Tiene 30 años y se presenta en la entrevista para Soy como “persona, afrodescendiente, mujer, lesbiana y vegana”. En el Cabildo interviene para señalar que -muchas veces- la distancia entre conseguir un trabajo o ser desocupada radica en el uso o no de la planchita para el cabello. Estefanía desempeñó un cargo de jefatura en una empresa multinacional informática. No quiso negociar con la pretensión de despersonalizar las relaciones laborales y quedó fuera. Ahora lleva adelante un emprendimiento vegano.

Nació en Montevideo y llegó a Buenos Aires a los 3 años. “Desde que tengo conciencia, todos los días lloré por la discriminación. Especialmente en el camino de la escuela a casa. En la primaria sufrí más el racismo y en la secundaria, por lesbiana”. Jardín de infantes y primaria en el Normal 1 y secundaria en el Normal 9. Ambas escuelas en pleno centro porteño, a pocas cuadras del Obelisco. ¿Nadie veía a esa nena llorar, en medio de la marea de oficinistas?

“Para ir a la primaria, tenía que cambiarme el peinado todos los días. Siempre me hacían burlas, me embocaban papelitos. En 5º grado empecé a dar golpes y piñas por todos lados. Les tiraba con el banco a los compañeros que me molestaban. Hacía todo eso cuando llegaba al tope de mi paciencia. No tenía más recursos para hacerles entender que era igual a ellos. Se quedaban horrorizados o salían corriendo. Cuando había una reunión de madres en la casa de alguna compañera, no invitaban a mi mamá porque pensaban que les iba a robar al marido”. 

La hipersexualización de las mujeres negras es un tema relevante para la comunidad. Y se discute en el Cabildo Abierto. El documento que se presentó en el Encuentro Nacional de Mujeres 2016 sostiene que “la hipersexualización también incide en la trata de las mujeres negras, pues existe en el imaginario social, hay representación de las mujeres negras como voluptuosas y exóticas”.

Hoy Estefanía dice que no volvería a reaccionar de aquella manera. “Estoy en contra de todo tipo de violencia. En la secundaria fue distinto. Porque tenía otras herramientas y otra mente”, dice.

Mente. Una palabra que sonó varias veces en el Cabildo abierto. No “mentalidad” sino mente. No es algo externo, accesorio, que se puede actualizar cuando queda obsoleto. Mente refiere a algo más fundamental y radical. Más concreto y contundente. Cambiar la mente. Porque el racismo no solo estigmatiza. Desde un hospital, en el corazón de la guerra de independencia de Argelia, escribía el psiquiatra afrocaribeño Frantz Fanon: “El imperialismo, que ahora lucha contra una auténtica liberación de los hombres, abandona aquí y allá gérmenes de podredumbre que tenemos que descubrir implacablemente y extirpar de nuestras tierras y de nuestros cerebros. Como es una negación sistemática del otro, una decisión furiosa de privar al otro de todo atributo de humanidad, el colonialismo empuja al pueblo dominado a plantearse constantemente la pregunta: ‘¿Quién soy en realidad?’” (Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, 1961).

El gran tiempo del cambio de mente, para Estefanía, fue a los 13 años. Reunió a su familia y salió del armario, en casa. Para entonces, su papá había fallecido. La reacción de las hermanas fue desearle felicidad, de corazón. Excepto una de ellas, que puso el grito en el cielo pero después le pidió perdón.

“Fue en el año 2000. Mi madre pensó que era una moda, que ya se me iba a pasar. En la escuela, las populares me decían: ‘Das asco’. Una vez se me cayó un desodorante de la mochila y me gritaron: ‘Consolador’. Decían que buscaba llamar la atención. Un día de mucho calor, en clase de educación física, pedí sacarme la remera y quedarme en corpiño deportivo. Mis compañeras pensaban que lo hacía para que la profesora me mirara y me pusiera buenas notas. Me amenazaban con que me iban a moler a trompadas a la salida. Todo eso me afectaba, empezaron a bajar mis notas. Sentía que la escuela era un lugar hiper inseguro. Las profesoras y las preceptoras no intervenían”.

Hipersexualización por partida doble. También por lesbiana. Estefanía aún no había hecho clic con el activismo. 

A los 16 años, armó su primera pareja lésbica. “Al principio el enamoramiento me dio paz y tranquilidad frente a las discriminaciones”.

Primero, la negritud 

Sandra Chagas se presenta en el Cabildo Abierto como “afrouruguaya, lesbiana, feminista y candombera”. Pone de manifiesto, en su intervención, lo engañoso de algunos debates feministas. “Es inconcebible que se siga discutiendo si las votaciones se tienen que hacer por consenso o mayoría. Por ejemplo, en las asambleas del movimiento Ni Una Menos. Muchas veces somos dos mujeres negras solas en esas asambleas. Imaginen una votación por mayoría. Necesitamos presencia. Que nuestros cuerpos estén ahí”.

Es casi una arenga. Sandra cuestiona que en esos espacios feministas se usen las consignas del movimiento de mujeres afro y que hablen en nombre de ellas. “Cuando vamos por nosotras, vamos por la negritud primero”. 

Durante la entrevista con Soy, mantiene el mismo nivel confrontativo, pero es cálida. Sabe establecer la complicidad de las lesbianas antiguas que “entienden”. Espera, medita las respuestas. Sandra (edad, “poné que roza los 50”) llegó de Montevideo a los 14 años, a mediados de la última dictadura argentina, y se estableció en Buenos Aires. El proyecto de la familia era emigrar a Australia, pero por allá solicitaban profesionales. El padre era tapicero de autos y empleado de la petrolera uruguaya. La madre hacía tareas de limpieza. No había título universitario. El padre llegó a Buenos Aires primero y armó una nueva familia. Dejó varada a la madre de Sandra, que replicó armando otra pareja. 

“Cuando llegué, mi vida estaba perdida en mi cúmulus nimbus interno. En Montevideo vivíamos en un conventillo con mi mamá, nos decían que nos iban a desalojar. En medio de todo lo que me pasaba, me costó mucho empoderarme de la palabra ‘lesbiana’. Tuve que trabajar de cadeta desde que llegué a Buenos Aires y cursé el secundario de noche. Con mi mamá vivíamos en hoteles donde vivían las prostitutas. Empecé a salir con chicas cuando terminé la secundaria y me inscribí en el Instituto Nacional de Arte Dramático, en San Telmo”.

Era la época en que los noviazgos lésbicos se vivían los fines de semana. “En la oficina me hacía la monja. Llegaba el lunes y todos hablaban de cómo se habían divertido el sábado a la noche. Yo les decía: ‘Estuve casa. Me aburrí’. Y en realidad me había ido a bailar a Confusión, a Bunker, a Contramano”.

Para entonces, se mudó con su novia a otro hotel. La madre de Sandra no se espantó. Le pareció bien. En 1987 crearon con otrxs jóvenes el Grupo Cultural Afro. El activismo pasaba por ese lugar. Algunos muchachos del movimiento le preguntaban “¿No querés ser mi novia?”. La salida a la situación era un “no” parco. Ninguna explicación. De la discriminación como lgbt tomó conciencia cabal una vez que salió con sus amigxs a bailar. Fiesta en Vicente López, comienzos de los 90. “Nos pusimos todo encima, todo glamour. Una mariquita platinada llevaba una musculosa roja y un pantalón de bambula amarillo. No nos dejaron entrar a la fiesta. Éramos tres locas caminando por avenida del Libertador y hacia nosotrxs venían unos skinheads. Nunca corrí tanto”. Se salvaron por un pelo. 

Pero la mayor opresión la vivió siempre por ser negra. “En la oficina, la telefonista y la rubia de la computadora tenían una hora para comer. A la salteña, a la jujeña y a mí nos daban 20 minutos. Mi trabajo consistía en llevar estadísticas. Cuando faltaba la rubia, yo hacía el trabajo en la computadora. Pero esos días no me los pagaban como a ella, me pagaban menos”. 

Sandra sostiene que en la comunidad de afrodescendientes no tiene sentido la discriminación a lxs lgbt porque “en África no existía el nombre ‘homosexualidad’. Había mujeres que eran reinas y había reyes que tenían su séquito de seguidoras o seguidores, pero no había etiquetación”. Para ella, el activismo de la negritud es prioritario frente al activismo lésbico. ¿Por qué? Señala la piel de uno de sus brazos. “Porque soy negra y no voy a dejar de serlo. En cambio, lesbiana puedo dejar de ser en cualquier momento”.