Este será el diario de la dispersión. Quiero ver cómo hago lo que hago y si en realidad hago algo. Quiero ver cómo las ideas se transforman y a qué puerto llegan, si es que llegan. Celebré la dispersión como método a partir de cierto momento de la vida en el que me di cuenta que no estaba mal, que era una manera de hacer. Ahora quiero comprobar si es cierto o se trata de una de esas cosas que con el tiempo se van volviendo algo así como mitos personales. O puede ser también que se produzcan cambios y lo que alguna vez fue de un modo ya no lo sea.

Voy a rastrear el origen de estas ideas. No aparecieron ayer ni hoy, vienen de hace mucho. Una de ellas es hacer un libro de primeras lecciones de guitarra, componerlas, escritas en partitura. En 2016 estaba en Santiago de Chile en la Furia del Libro, la feria anual de ediciones independientes, me habían invitado a tocar con mi banda solista en el cine arte Alameda –alto honor– y presentaba un libro de cuentos publicado por la editorial Lecturas. Estábamos en el GAM, Centro Cultural Gabriela Mistral, donde los puestos de las editoriales independientes ocupaban todo el espacio de entrada al edificio, al aire libre.

En un momento uno de mis editores, Felipe Gana, me invitó a recorrer los puestos mientras me iba recomendando autores y ediciones, y me hacía una breve reseña de lo que yo no conocía. En un momento pasamos por el puesto de una editorial que tenía ediciones en partitura, me llamaron la atención y me compré una para guitarra. Me encantó ver libros de música entre los libros de literatura. Eran por supuesto ediciones especiales, como debe ser una edición independiente, publicaciones que abrazan el riesgo y el encanto de ser algo que otros no publicarían. Está ahora entre mis libros en la biblioteca. Creo que fue entonces que empecé a darme cuenta de que las partituras eran textos. Antes de esto también había ocurrido que Marcelo Zanelli, amigo y compañero musical, me había dicho que podría publicar mis canciones con los acordes y las partituras. El mismo Felipe Gana me había propuesto en un principio algo parecido.

Yo no soy una música de partituras, no las uso para componer ni para pasarle los arreglos a los músicos que tocan conmigo. Sin embargo, mis primeros pasos en la composición de canciones los di en ese camino. Un maestro, en Bariloche (apenas supe cómo se anotaban las notas y sus duraciones) me hizo componer una melodía con letra. Y aprendí a tocar la guitarra con las pequeñas piezas que componían o compilaban antiguos maestros de música como Julio Salvador Sagreras o Ferdinando Carulli, a esos libros se los llamaba El Carulli, El Sagreras. También existían compilaciones de versiones simplísimas de fragmentos de piezas muy conocidas como Green Sleeves, que cuando los alumnos las practicaban en sus casas, padres y madres se alegraban: al escuchar algo reconocible, todo indicaba que el aprendizaje iba bien. Yo también experimentaba algo parecido: ya parecía que sabía tocar. Sin embargo había muchas lecciones, con melodías desconocidas que también me hacían sentir que empezaba a dominar el asunto. A la vez, pensaba que yo misma podría haber inventado esas líneas de melodía.

Una década más tarde, todo eso quedó subyacente en la composición de canciones donde las melodías las fijaba a fuerza de repeticiones o grabando, y las letras se convirtieron para mí en la anotación, la partitura: escribiéndolas a mano, dibujando las letras, dándole importancia al corte de verso y con la asignación de un sentido dado por la entonación y la intención, algo del orden de la interpretación, de la dinámica expresiva que es parte de una composición. Algunos compositores como Erik Satie en sus Gnossiennes indicaron estos matices con expresiones como Dans une saíne superiorité (con una saludable superioridad). En la canción, esos matices y la melodía misma, funcionan como la actuación de la letra, su entonación: altura, duración e intensidad.

¿Por qué no inventar ahora una serie de piecitas que pudieran ser tocadas por principiantes? Melodías sin letra que se ordenen según cierta gradación de la dificultad para ejecutarlas.

Compré un cuaderno de música, hojas pentagramadas. Para escribir elijo un portaminas fino y blando con la goma incorporada en un extremo. Tengo mi guitarra criolla de cuerdas de nylon. Soy conciente de que hay que empezar con algo muy simple, comprobar que con las cuerdas al aire es posible tocar una melodía que produzca el gusto de sentir que estamos tocando algo, que ya se trata de música. Son seis cuerdas, seis notas, una se repite, el mi –grave en la sexta cuerda y agudo en la primera–.

Antes de ponerme a trabajar en esto, busco el costurero para coserle el ruedo a un pantalón. Me encuentro con una aguja de crochet en el fondo y, entre los hilos y botones, un pequeño ovillo de lana azul oscura, son los restos de un viejo pulóver que me tejió mi mamá para la escuela. Es el azul escolar. No puedo evitar ceder al impulso de agarrar lana y aguja y ver si me acuerdo cómo era tejer al crochet. De pronto estoy tejiendo, hago la cadena inicial, la vuelvo un anillo y sigo, ¿adónde va esto? Pienso en la manta increíble que hay en Mar del Plata en Mundo Dios, es de Mariana Pellejero, ella no la hizo, me dijo en un momento el nombre de la tejedora pero no lo recuerdo. Es una manta de colores tejida al crochet que alegra la vida con solo verla.

Mariana Pellejero tiene una serie de obras que realiza con papeles que apoya contra piedras o paredes y que comienza a frotar y frotar con crayones de óleo gigantes que ella misma prepara, son como panes de jabón de colores. El resultado es un grabado misterioso, una huella que aparece ante los ojos como se revelaba la moneda debajo de un papel rayado con un lápiz y vehemencia.

Fotografiada en 2013 (Foto: Eugenia Kais)

JUEVES 30 DE ENERO DE 2020

Se termina el mes, me quiere sangrar la nariz, me duele la cabeza y después se me pasa. Compré una hamaca paraguaya y hoy la trajeron bajo el sol tremendo de la siesta. Está enrollada en un paquete chico. Cuando la despliego, me invade el olor del lienzo nuevo, crudo. Me acuerdo entonces de dos personas: de mi mamá que ya no está y amaba el lienzo. Yo le había pedido que me hiciera unas sábanas y me hizo las sábanas más lindas que tuve y de las que todavía me queda alguna. De la otra persona que me acuerdo es de Martín, mi primer novio pintor, de cuando iba a Alpargatas o a Once a comprar tela. Él mismo preparaba los lienzos con yeso. Yo solía mirarlo hacer. Cómo me gustaba ver que la tela se sellaba con esa mezcla blanca, cremosa y fría. Es complicado colgar la hamaca pero lo consigo. Y la cuelgo de dos árboles, los dos únicos árboles del jardín: un aguaribay y un chañar. El chañar es un chañarcito pero se la banca. Ya estoy suspendida. La canción que le escuchaba cantar a Falú cuando era chica y cuando no tenía un chañarcito decía: Chañarcito, chañarcito de tan alegre mirar. Igual a mi corazón no lo dejes desmayar. Igual a mi corazón no lo dejes desmayar. Échale, échale, échale, échale entre las espinas. Échale entre las espinas tus flores finas, tus flores finas. Podría estar mirando este cielo entre las hojas mucho tiempo, trato de sosegarme porque me entusiasma tanto la posibilidad que al final estoy hecha un manojo de nervios. Lo de échale, la esdrújula, esa sílaba que es una vocal acentuada. Es una palabra al servicio de la música de la canción. De chica miraba la letra en el sobre del disco. Cada échale es un escalón. Le pide al chañar que eche sus flores, sus flores finas entre las espinas. El viento mueve al chañarcito –que tantas espinas tienes, dice también la canción– y de paso me hamaca. No es malo el chañarcito pero si le andás muy cerca y no lo ves bien y te distraés, te pinchás.

LUNES 10 DE FEBRERO DE 2020

Cuando comencé este diario, los primeros días de enero de este año, sabía que iba a escribirlo en el contexto de una época en la que los diarios personales estaban –tal vez desde hacía rato– a la orden del día. Como lectora, siempre me interesaron y yo misma estoy esperando que salga de la imprenta uno propio, se llama Diario del dinero y lo edita Mansalva. Unos meses antes, Gourmet Musical editó el diario de un músico amigo, Alejo Auslender, donde da cuenta de las aventuras y desventuras de las presentaciones en público de su banda Deportivo Alemán. También una amiga actriz, Susana Pampín, está terminando su Diario del Tigre, que voy leyendo mientras lo escribe y corrige, en este caso se trata de una ficción en formato de diario personal en la que utilizó las anotaciones de sus días de descanso en el Delta a lo largo de varios años.

Sabía que mi diario de la dispersión se transformaría en un diario más, pero nunca imaginé que sería un diario más entre todos los que hoy se están escribiendo: el de los días de la pandemia y la cuarentena. Me pregunto si será inevitable que esta entrada de mi diario deje al descubierto los anillos de circunstancias en las que se escribe, entre ellas la principal, la que dejó de ser una circunstancia personal. O tal vez no sea inevitable. Así como después de escribir el diario del dinero descubrí que siguiendo ese tema estaba siguiendo de soslayo otros asuntos, podría omitir todo lo que se refiere a calles desiertas, silencio, miedos, lectura de noticias y referencias a los análisis apocalípticos, políticos, ecologistas o espirituales de filósofos y artistas. Tal vez mi diario de la dispersión pueda armonizar en el coro de voces omitiendo las referencias directas. De todos modos, considero que es parte de este diario comenzar con estas cavilaciones porque un verdadero diario de la dispersión es también un diario del diario.

En las entregas anteriores estuve tratando de exponer un posible método propio de quehacer artístico, una forma de hacer las cosas que me interesan que consiste en abordarlas todas al mismo tiempo, empezando y abandonando, continuando, atendiendo, cruzando, avanzando y descartando, y también haciendo caso omiso de las fronteras que separan aquellos asuntos que tienen puerto asegurado porque son del dominio de mis oficios –hacer una canción, escribir un cuento o este diario con su fecha fija de entrega– de los otros actos que son hijos de la dispersión liberada y que ya no se sabe si son artesanía, manualidad, decoración, entrenamiento, ejercicio, boceto, prueba o error. Todo ocurre en un ambiente de retiro en esta casa pampeana.

Empezó el año y no quise programar ninguna actividad comprometida con hora y lugar, salvo un par que ahora se volvieron inciertas. Hasta hace poco tenía que responderle a todo el mundo que no tenía fecha de regreso a Buenos Aires, inventar excusas ante la insistencia y las propuestas. Mi único plan era venir acá, a Santa Rosa en La Pampa, una provincia a la que en las redes sociales se empeñan en hacerle bullying diciendo que no existe, y tratar de estar el mayor tiempo posible. Tenía un par de buenos motivos: la salud me pedía reducir el estrés al máximo y tuve que preguntarme qué cosas me causaban estrés. Así tuve mi segundo motivo, saber que mi padre estaba solo en esta casa a los ochenta y ocho años y que la posibilidad de llevarlo a vivir a Buenos Aires con mi familia equivaldría a bajar su calidad de vida de la peor manera. Por eso desde diciembre vengo ensayando una vida posible, lejos de los subterráneos atestados, del ruido y todo lo que acompaña la vida en una ciudad como Buenos Aires. Se suponía que haría viajes mensuales a Buenos Aires pero ocurrió lo que ocurrió y llegué a viajar una sola vez. Quedamos mi padre y su hija acá, nuestra hija y su padre allá, así nos encontró la reclusión y por ahora parece ser una buena manera de repartirnos.

Pasaron las semanas, los meses, y en el camino muchas veces pensé que este era el diario de la dispersión pero también el diario de mi salud debilitada, aunque no hiciera alusiones directas a ella, el diario de las despedidas, el diario de una mujer que responde a la obligación filial de hija única para salvarse a sí misma al mismo tiempo, el diario del amor, la maternidad y la amistad a distancia. Podría seguir cada tema sin mencionar los demás, pero explicitar parte o no explicitar nada se volvió un dilema. También estas dudas son parte del análisis de la dispersión. Puedo decir a esta altura que mi método funciona, estoy segura, pero este experimento se me fue de las manos: ahora todas las personas del mundo lo están probando. Algunos reniegan, otros gozan, algunos se angustian y otros se sorprenden. Desplegarse no es desaparecer, no es alejarse o ser voluble sin sentido.

Portada del libro editado por Mansalva

VIERNES 14 DE FEBRERO DE 2020

Estoy cansada y por momentos no tengo ganas de hacer nada. Respeto eso también, y justo leo que una amiga dice, con otras palabras, que se resiste al mandato de trabajar y producir contra viento y marea en estos días. Yo no siento ningún mandato, la verdad, de todas maneras puede resultar que se encienda una pequeña alarma de “falta de deseo a la vista” como nos pasa a quienes solemos tender a estar haciendo cosas todo el tiempo. Es que tener ganas de algo es disfrute asegurado, es simple y claro: tengo ganas, voy y lo hago (que incluye intentos fallidos y desvíos), me canso, luego: me siento satisfecha. Trato de no desanimarme, ahora que el mundo entero está en la misma que yo. Tengo que admitir que sentí, al comienzo sobretodo, algo parecido a los celos ¿no era yo la que estaba recluida, la que hacía cosas en su casa, la que agradecía el pequeño jardín y lo vivía como un contacto suficiente con el exterior y la naturaleza? ¿No era yo la que con las defensas bajas estaba expuesta y por eso me fui de la gran ciudad hasta nuevo aviso, si es que mis glóbulos y plaquetas se deciden a aumentar algún día? ¿No era yo la que describía sus actividades puertas adentro, la que gozaba de los privilegios de El tiempo todo entero, como la obra de teatro de Romina Paula? ¿No era yo la que actuaba por necesidad y urgencia? De pronto soy una más. A los pocos días de sentir cierta perplejidad mi perspectiva mutó. El cambio inesperado de las circunstancias generales, justo cuando el círculo de las propias sabía que no iba a cambiar, me colocó en otro lugar. Perdí el ser especial, la diferencia, pero gané algo que todavía no puedo definir, ¿perdí gravedad?

SÁBADO 15 DE FEBRERO DE 2020

Todos los días vemos una o dos películas con mi padre, suelen ser históricas, westerns, policiales o musicales. Cada tanto un estreno o algo inclasificable. Se promedian los gustos de ambos pero yo dejo que la balanza se incline de su lado. Sus favoritos son los musicales pero yo prefiero los westerns, explorar tanto un género lo vuelve universal. Los conflictos se repiten y ya no importa si son ganaderos versus agricultores, pistoleros que quieren dejar su pasado atrás, forasteros maltratados, poderosos que se creen dueños de tierras y gentes y gobiernan con el miedo, un rosario de abusos de poder y conflictos raciales. Los escenarios se repiten también: el paisaje desértico y polvoroso o las montañas y los lagos, la chacra más o menos grande, el pueblo con su hotel, salón, cárcel, iglesia y tienda. Pero siempre, tarde o temprano emerge el asunto que en casi todo el género está presente: la administración de la justicia. ¿Cómo se arreglan los conflictos? ¿A los tiros o con un juicio donde se presentan cargos y pruebas? La tendencia al linchamiento parece latir en cada pueblo y la mayoría de las veces la turba se equivoca y carga contra inocentes, o los culpables tienen que ser protegidos para que no los maten sin juicio; opuesto a esto puede que se instale la cobardía de no hacer nada y un pueblo entero baja la cabeza y se deja dominar por maleantes o terratenientes abusivos. Otra variante es cuando la administración legal de la justicia no alcanza porque está manejada por el poder económico, discrimina o no contempla todos los casos todavía. No alcanza la vía legal para Luis Chama, un personaje inspirado en Reies Tijerina, quien irrumpió en un juzgado de Tierra Amarilla, Nuevo México, en junio de 1967. En Joe Kidd, la película, se ve a los dueños originarios de las tierras cansarse de ir a reclamar año tras año al juzgado hasta que se hartan y toman el camino de la fuerza. Lo mismo ocurre en La puerta del diablo donde Robert Taylor interpreta a un indio (sí, Robert Taylor muy bronceado), que después de haber peleado en la Guerra de Secesión en el bando nordista, vuelve con su familia y haciendo fructificar las ricas tierras que habita su gente desde el comienzo de los tiempos, prospera económicamente. Esto genera rencor y odio en los pobladores blancos, no soportan que un indio se vuelva rico y explote ese valle. Problemas con el asunto de las escrituras, una abogada que intenta ayudarlos, otros indios de su misma tribu muriendo en la miseria de reservas estériles y la inminente pérdida de las tierras fértiles lo obligan a luchar, esta vez contra las injusticias hacia su gente –otra vez el camino debe ser violento porque violenta es la afrenta– . Por supuesto todas estas historias en algún momento muestran el sello de un Hollywood que, según las décadas, sus gobiernos, productores y en menor medida los directores, se somete a exigencias de algún tipo. Este sello puede aparecer, por mencionar uno que es claramente estético- político, en la presencia de la música en determinada escena, que subraya un aspecto o entrega un subtexto aleccionador o explicativo y trabaja para una épica nacional. En My Darling Clementine, de John Ford, encontramos un ejemplo al comparar el primer corte de Ford con el que se estrenó y fue responsabilidad del productor Darryl Zanuck. En una de las escenas de la llegada de la diligencia al pueblo, que tenía sonido ambiente y solo el toque del triángulo con el que las mucamas del hotel solían anunciarla, Zanuck agrega una música simpática y andante que parece decir que la vida en los pueblos del lejano Oeste pese a su dureza es graciosa y llevadera. O incluso algo que escapa a mi registro pero que debe hacer eco en el imaginario sensible del pasado estadounidense. Este tono impregna a mi criterio hasta la actuación de Henry Fonda y su interpretación del comisario Wyatt Earp, ablandando un poco al personaje ya que, acto seguido, de la diligencia baja un jugador tramposo al que le dice que desayune y siga viaje sin quedarse en el pueblo. Este ablande del personaje no es ni siquiera necesario dentro del relato enaltecedor de Earp, porque la actitud de Fonda de no abandonar su posición con la silla tirada hacia atrás y un pie apoyado en el tirante del alero le dan el suficiente aplomo con el que construye a ese representante del orden y su manera de ejercer la autoridad. Solo con el sonido ambiente y el toque del metal golpeado por las mucamas la escena lograba instalarnos más en ella que con ese agregado musical externo.

DOMINGO 16 DE FEBRERO DE 2020

Estoy saliendo cada vez menos al jardín, los días de lluvia y calor favorecen la proliferación de los mosquitos y su voracidad en aumento ignora tabletas y repelentes. Son muy silbadores y molestan además de picar. Me comunico con Fabio y Nina un poco más seguido ultimamente pero esa comunicación consiste más que nada en tráfico de fotos y figuritas y links a notas periodísticas con algunas recomendaciones. Hablamos ese lenguaje y me siento cómoda así. Los días se me hacen muy cortos. Hoy no toqué la guitarra ni escribí nada más que este diario. A veces pruebo de tararear encima de alguna canción de jazz que escuchamos al mediodía mientras almorzamos. Y entonces escucho mi voz y compruebo que está ahí.

Diario del dinero se puede conseguir en el stand 427 de la Feria del Libro de Buenos Aires.