“Es una revancha”, dijo Ricardo Mollo al momento de justificar su reincidencia en un estadio, a 28 años de ese debut en Vélez que para Divididos tuvo sabor a poco. Además de reconciliarse con el deseo de volver a intentar un show propio en esa circunstancia, el trío se amigó también con la idea de renovar su relación con el periodismo. Distancia que mantuvo a rajatabla hasta que hace siete meses convocó a una conferencia de prensa, en el Teatro de Flores para hablar sobre la celebración de sus 35 años de trayectoria. Si bien se trata de un aniversario raro para conmemorar, no fue una decisión descabellada. Con esos dos dígitos se festejan las bodas de coral, al tiempo que la Biblia los cita para dar cuenta del “estado de gracia”. Pero más allá de lo cabalístico o lo significativo, en esta tertulia, medio al pasar, el frontman deslizó a qué se debió este recital: “Estamos tocando y nos gusta, y más cuando terminamos. Ahí entendemos que ese espacio es el mejor de nuestras vidas”.

En la noche del sábado, Divididos regresó a Liniers e hizo nuevamente historia. Ya la había hecho a partir de su linaje, así como por sus himnos, sus discos y hasta por su perfomance. Y es que el grupo subió la vara de la estética sonora de los recitales en la Argentina. No sólo en el rock. Sin embargo, su obra necesitaba ser reivindicada y revisitada de otra manera. Esta vez lo logró. Las tres horas que duró su actuación fueron caviladas y repasadas una y otra vez. Se notó, incluso en los detalles, pero eso no le restó espacio a la improvisación. Eso lo confirmó el propio Chizzo Nápoli, cantante y guitarrista de La Renga, tras consumar su invitación a rehacer una encarnación más filosa de “Sobrio a las piñas/ Quién se tomó todo el vino”. De pronto, en un gesto de generosidad invaluable, y asimismo como un acto político (de esos que se extrañan tanto en la música local) frente a la prohibición que tiene la banda de Mataderos para tocar en la ciudad de Buenos Aires, Divididos le cedió el escenario.

El bajista “Tete” Iglesias y el baterista “Tanque” Iglesias se sumaron al rapto, junto al violinista Javier Casalla, quien ya había incursionado en el show, y tocaron “El final es en donde partí”. Nadie entendía nada. Tampoco había que ponerle mucha cabeza, sólo emoción. De repente, el estadio estaba en otro recital. El metarrecital, en tiempos de metaverso. Aunque ese clásico auguraba la conclusión de la ceremonia, Mollo presentó al otro trío argumentando que “hay unos que no tocan en Buenos Aires desde hace mucho tiempo”. Chizzo recogió el guante, al igual que el instrumento, y explicó que con esa viola había grabado “Despedazado por mil partes”. Advenimiento de la locura colectiva menos imaginada, sí, pero no fue la única. Los músicos invitados (destacaron asimismo la cantante Amapola Lee, el grupo de folklore Tres Mundos y la guitarrista Nana Arguen) desfilaron por el escenario a partir de la segunda hora. Algunos eran más conocidos por el público, otros no tanto. Pese a ello, lo relevante es que fueron funcionales a la canción.

Justamente las canciones se tornaron en la columna vertebral de esta celebración rockera. Al menos en el último año, el repertorio de las actuaciones de Divididos en los festivales era básicamente parecido. Quedó patentado en la vuelta del Quilmes Rock, en 2022, o en el verano que pasó en Cosquín Rock. Es por eso que esta vez el bravo triunvirato puso a descansar algunos clásicos -“Huelga de amores”, “Alma de budín” o su cover de “Tengo” (de Sandro), por ejemplo-, para desempolvar otros que siguen tan impolutos que no hubo necesidad de retocarlos. Y hasta estrenaron en vivo “San Saltarín”. Otras "canciones base" se encontraron con una banda inspirada como pocas veces se le vio. En este sentimiento se le adelantó su devota feligresía, antes del comienzo del recital. En las inmediaciones del estadio José Amalfitani, como si fuera un loop visual, se podía ver a fans solitarios arengando a las diferentes diásporas provenientes de todo el país plantadas en torno al óvalo.

Mollo y Chizzo Nápoli, invitado de lujo. Imagen: Ignacio Arnedo

Desde ese momento y quizá unas horas antes, “La aplanadora del rocanrol / es Divididos la puta que lo parió” se convirtió en el grito de guerra. Pero devino en mantra una vez dentro del estadio, cuando esa masa de gente lo invocaba constantemente. Los organizadores del evento dieron como cifra oficial de asistencia “más de 40 mil personas”, lo que invita a suponer que había 45 mil (otras 120 mil siguieron el show por Flow). Realmente erizaba la piel ver esas olas de público entrando al campo. Sin divisiones, VIPs, vallas ni otras distenciones burguesas. Al frente de la horda se erigía un escenario que desbordaba minimalismo. Cinco amplificadores de viola por un lado, cinco más de bajo en el otro lado, con la batería al fondo y en el medio. Amparados además por tres pantallas imponentes que encendidas, y en sus momentos de mayor potencia, parecía que se expandían, tal cual alas, diseminando lisergia, historia, pundonor e imaginería.

La luz se hizo cuando apareció el video de un paisano que, tras contemplar la estepa, se subió a una aplanadora, le puso volumen a su radio de perilla, y prendió su vehículo hasta estrellarlo contra la realidad. Recién ahí apareció el trío por el escenario, quien no se podía creer esa masa que tenía enfrente. Quizá lo que más repitió Mollo a lo largo de la noche fue “Gracias”, secundado por “Muchísimas gracias”. Más tarde se le sumó Diego Arnedo, que casi ni pudo decirlo. El inicio de la comunión empezó con “Paisano de Hurlingham”, escoltada por el tema manifiesto de la noche: “Sábado”, cuya introducción reivindicó el ludismo del bajista al invocar la línea de “Another One Bites the Dust”, hit de Queen (acaecido en apropiación de los raperos Sugarhill Gang). Y del groove pasaron a la adrenalina de la vehemencia con “El 38”, “Cuadros colgados” y “Haciendo cosas raras”.

Luego de hacer “La ñapi de mamá”, el frontman espetó: “¿Se puede pedir algo más? Mirá la noche”, incredulidad que condimentó al llevarse las manos a la cabeza. Bajaron un cambio con el blues “Gárgara larga”, que el estadio premió con una ovación. Volvieron a subir con el rock work in progress “Vida de topos”, y siguieron subiendo con “Azulejo”. Llegaron más arriba al mecharla con “Qué tal”, y estalló por ese cielo hermoso al encajarle “La rubia tarada”. Y se apagaron las luces. Al encenderlas, Gustavo Santaolalla apareció con su ronroco, en un trono improvisado y al lado de Casalla, para evocar “¿Qué ves?”. Aparte de destacar que su primer invitado (amén de productor del disco La era de la boludez) los organizó, Mollo confesó que ese himno les costó hacerlo. A continuación, la iluminación se apagó de vuelta. El encendido encontró al músico subiéndose a un escenario chico, ubicado en el fondo del campo, para tocar una versión acústica de “Spaghetti de rock”.

Nadia Larcher esperó al frontman en el escenario central para cantar “Vientito de Tucumán”. Si la primera hora fue impetuosa, la segunda arrancó en el folk. La última vez que Mollo tocó en cancha de Vélez fue en el show de Spinetta, en 2009, y de él rescató “Despiértate nena”, para darle salida a “Sisters”. También hubo tributo para Pappo, con el cover de “Sucio y desprolijo”. A manera de obertura, el cantante y guitarrista advirtió: “Estamos cerca de La Paternal. Vamos a la calle Artigas”. Antes tocó “El arriero”, hermosura de blues bajo la mirada de Atahualpa Yupanqui. Hubo momento solista para el baterista Catriel Ciavarella, mini focos de pogo en “Cielito Lindo”, insanía en “Crua Chan”, todavía más insanía en “Rasputín/ Hey Jude”... y ahí llegó La Renga. En el remate, tras amagar con un “gracias totales”, arremetieron con “Ala Delta” y “El ojo blindado”. Cerca del cierre, Mollo explicó que la intención de la banda era trasladar en versión gigante sus shows en Teatro Flores. Entonces a por más Teatro de Flores al aire libre.