Cuando Augusto Timoteo Da Cruz bajó del barco en la Dársena “C” del puerto de Buenos Aires aquel 8 de enero, respiró profundo y creyó fuerte en la carta que traía en el bolsillo. La había leído todas las noches de las semanas que duró el viaje, y la repetía en su memoria mientras miraba el océano eterno desde la cubierta del buque. El final de la carta reza: “Calle Europa 867, Ensenada. Firma: Francisca Pequeno.” Su madrina.

Augusto, caboverdiano de veintidós años con pasaporte portugués, había llegado, no a su destino, sino a lo que sería su destino.

La anécdota del nuevo migrante, negro, vestido de petimetre, sin hablar ni entender castellano, llegando con carta de invitación a una comunidad ya formada, no era en absoluto original, en ese verano del año 1949. Su único asombro fue la enorme cantidad de gente en el puerto y el impacto violento en su nariz del humo de gasoil que quemaban los barcos, y que contrastaba con los olores que había dejado atrás para siempre: el aroma a cilantro de las calles de Cabo Verde, y el del aire del mar africano de su vida.

Mostrando la carta a gentes de buena voluntad, llegó a Ensenada y esa noche, después de los abrazos y los alivios, durmió en tierra firme. Luego se conchabó en una carpintería hasta que le dijeron que “un tal Perón está dando laburo”, y allá se fue y consiguió trabajo en lo que luego sería el Astillero Rio Santiago.

“En Argentina, donde hay un puerto hay un caboverdiano” dice entre risas Carolina, nieta de Augusto. Tanto ella como Jonathan (también nieto de Da Cruz) parecen explicar la existencia a través de su abuelo. Para Jonathan es natural: “el abuelo, sintiéndose y siendo profundamente argentino jamás dejó de ser caboverdiano. Hablaba de Cabo Verde, contaba, explicaba con detalles, y así como nunca nos enseñó creole, jamás dejó que se pierdan las raíces, no ya solo de Cabo Verde, sino hasta de su barrio”. Y tanto fue así, que cuando ambos nietos -cada uno a su tiempo- viajaron a Cabo Verde, lo conocían y resultó increíble que “llegando, viendo lugares por primera vez, los reconociera tan claramente desde el relato del abuelo. Todo, los negocios, la escuela, la plaza, la farmacia, el muro de su casa”.

“El abuelo Augusto llegó a Argentina con pasaporte portugués” explica Jonathan, y Carolina comenta cosas que no son obviedades: “Cabo Verde no era independiente todavía, entonces el documento era de Portugal. Después pasaron otras cosas, como que no podemos saber a ciencia cierta cuantos caboverdianos hay, porque una vez lograda la independencia, era más aceptable socialmente ser europeo de Portugal que africano de Cabo Verde. Cada quien se integró como pudo”. Su boca lo dice así de literal, pero el disgusto se le ve en el rictus y en esa marca de la frente justo sobre el ceño donde levanta la ceja, y por si quedara flotando, Jonathan afirma duro: “nosotros somos caboverdianos, nietos, biznietos, choznos de negros africanos que fueron esclavizados hasta que el tráfico de esclavos dejó de ser negocio y el cuento cuenta que los liberaron, y no es cierto. Solo los dejaron abandonados a su suerte. De ahí venimos, valorando y reconstruyendo la historia pasada y construyendo la nuestra. ¿Orgullo? Sí, claro que sí”. Finalmente son nietos de un hombre que cuando Cabo Verde declaró su independencia, fue a hablar con Joaquín Dos Santos, primer cónsul que hubo en Argentina, para que le diera aquello a lo que tenía derecho: el pasaporte con su rasgo de nacionalidad.

“Recién después de la independencia somos oficialmente caboverdianos. ¡Antes del año 1975 no teníamos ni gentilicio!” dice Carolina agarrándose la cabeza, frente a una verdad que hoy provoca risa pero que, aclara Jonathan, “hay que tener en cuenta que tanto portugueses como ingleses, juntaron en las islas a etnias que tenían guerras milenarias. Era la forma de dividirnos, porque además ni hablaban el mismo dilecto, no había como se comuniquen, tanto por razones de lenguas como históricas. Nosotros mismos casi no sabemos a cuál pertenecemos históricamente”.

Así se conformaron las comunidades en Argentina, siempre cerca de un puerto: Dock Sud, Ensenada, Bahía Blanca y otros lugares donde la habilidad de los isleños recién llegados les sirviera para vivir de su trabajo: navegantes, armadores, pescadores.

Las posibles diferencias históricas tuvieron que ser pospuestas para sobrevivir tan juntos como fuera posible. La categoría de “paisano” cobró un valor estratégico para las tres oleadas de inmigrantes que ni siquiera hablaban el mismo creole. La primera fue a finales del año 1.800. Jonathan recuerda- aun estremecido- que cuando le preguntó a la bisabuela Francisca por qué había venido a Argentina, la respuesta fue “porque tenía hambre”.

Carolina bien podría ser Abisinia por el porte, pero la mezcla de caboverdiana con griego y lituana, dio como resultado esta negra-rubia. “no fue fácil ser “la blanca” de la comunidad, aun siendo nieta de Augusto, que era un hombre de gran ascendencia sobre los caboverdianos, porque de por si son en general, machistas, entonces mujer, caboverdiana pero de piel blanca, fue una tarea aparte, incluso siendo que en Cabo Verde también hay alguna gente blanca”. Interesada y comprometida con la suerte de la comunidad se involucró en su momento y dirigió la asociación, pero luego de hacer dos carreras se ocupa de cuestiones sociales de Ensenada.

Para Jonathan “Caro al menos sabe una parte de su ascendencia. Como decía antes, nos mezclaron tanto que seguir el rastro fue imposible, ¿podré ser Mandinga? Es una posibilidad” y me remonta a “El apellido” de Nicolas Guillen. Más, habiendo ya dicho antes “nosotros somos caboverdianos, nietos, biznietos, choznos de negros que fueron esclavizados”. Más aun sabiendo que “siempre estuve al tanto de lo que pasó y pasa en Cabo Verde. Su situación social, su curso político, las consecuencias de la independencia. Siempre miramos lo que está pasando, igual que la situación en Ensenada y en toda la Argentina. Somos argentinos. Somos parte de la historia de Argentina. Y de la de Cabo verde”

Carolina lo mira, asiente con la boca y mira el piso. Jonathan intenta extender la mirada hacia la raíz marina, marinera, isleña, navegante, desde esta costa de Ensenada. El tiempo se detiene en esos gestos, el aire cambia y la pregunta viene sola y asombrada:

-¿Extrañan el lugar donde no nacieron ni crecieron?

Y entonces, en esta charla liviana entre historia y política y el abuelo y cuestiones varias de la vida, sobreviene un silencio detenido en los ojos de ambos que como tambores golpeados se llenan de lágrimas y se miran y tratan de apenas sonreírse entre ellos para intentar disimular y sueltan muy quedito un “claro que sí… esto somos. Al final vivimos y viviremos para siempre con el corazón entre dos orillas…”.