El viernes terminé la semana de Intrusos del espectáculo con una historia familiar muy fuerte, atravesada por la necesidad, la violencia y la desigualdad. Intrusos es un programa que, a lo largo de sus 23 años al aire, tuvo todo tipo de historias, algunas de color otras, no tanto. Pero algo que siempre hizo la diferencia fue el valor que tuvo y tiene lo periodístico. Hoy como conductora del ciclo tengo una responsabilidad extra y siento el peso de estar a la altura de las circunstancias en todos los temas. Mi mayor compromiso es la perspectiva de género, para mí, hoy fundamental a la hora de abordar cualquier tema en la televisión.

El viernes entrevisté a Marta Galiano, ex mujer de Fabio «la Mole» Moli, conocida popularmente como la Negra. Su relato fue desgarrador: escuché a esta mujer tan vulnerable, sentada en la cocina de su casa con los ojos llenos de lágrimas, contar su triste historia de vida y fue una escena muy difícil de olvidar.

Es la segunda entrevista de este tipo que me toca hacer esta temporada. Me resulta muy difícil en estas situaciones contener las lágrimas, aflojar el nudo en la garganta y no dejarme llevar por las emociones. No puedo no involucrarme con lo que me están contando y sobre todo cuando hablan de violencia familiar. Hace un mes Verónica, ex mujer de Cacho Garay, narró el calvario —así lo definió ella— que vivió junto al humorista y me pasó algo similar. Yo sé que muchas mujeres de nuestra audiencia viven algún tipo de violencia intrafamiliar. Que se muestren estas historias en Intrusos sirve para señalar que esta problemática social atraviesa a toda la sociedad y no discrimina clase social, etnia o religión, es algo que nos afecta a todxs.

El matrimonio de Marta Galiano con Fabio Moli se hizo conocido allá por el 2010 cuando el ex campeón de boxeo fue convocado por Marcelo Tinelli para formar parte del Bailando por un sueño, uno de los realities más importantes de la televisión. Su vida cambiaría para siempre y esta famila nunca volvería a ser igual. Recuerdo de ese año la fascinación que el público tenía con la Mole Moli, estaban impresionados con este pintoresco personaje cordobés buenachón, mal hablado, al que no le importaba ser un mal bailarín, ya que su historia de vida le había asegurado un boleto a la final.

Lejos quedaron los flashes y las luces del espectáculo que supieron iluminar a este personaje como ganador del certamen. Detrás de esta imagen de hombre común y de familia unida, se escondía una trágica historia de vida, atravesada por violencia, mentiras e infidelidades. La Negra se aguantó todo, incluso que su ex llevara a su casa a dos hijos extramatrimoniales, pero la gota que rebasó el vaso fue un pedido de ADN por la duda sobre la paternidad de su primera hija. Con este reclamo, comenzaría el hostigamiento hacia ella y después los golpes. La Negra tomó valor y fue a hacer la denuncia, algo que le costaría perder a todos sus hijos, salvo a la Gringa, como ella llama a la mayor. Durante este proceso judicial, la Mole habría intentado por todos los medios convencer a esta mujer de que retirara la acusación, tratando de manipularla como lo habría hecho durante los 30 años de matrimonio.

Escuchar a la Negra reavivó muchas historias de mi infancia, todas similares: familias con muchas necesidades económicas, muchxs hijos, con maridos alcohólicos, jugadores, timberos, vagos y muchos de ellos, mujeriegos. No puedo decir que todas las familias eran iguales, pero la mayoría tenían algo en común: estaban atravesadas por algún tipo de violencia. Mientras escuchaba a la Negra con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, reviví los gritos, las discusiones, los platos rotos estrellados contra la pared, los golpes, los llantos de los niñxs… el pedido de ayuda que nunca llegaba, el ruido al cerrar las cortinas, como si una tela de poliéster silenciara los golpes y los gritos. Detrás de esas cortinas se veían las miradas curiosas, el «algo habrá hecho» y el «no te metas» que se repetía como un mantra. Estos eran los sonidos de la desigualdad, del machismo impuesto como un privilegio, donde ellos podían hacer lo que quisieran y las mujeres, después de trabajar todo el día, volver a limpiar sus hogares, lavar la ropa, cocinar porque era «su deber». Nada de tareas compartidas.

En mi infancia, esos ruidos de la violencia se apoderaban de las silenciosas noches de verano, pero también del invierno: en rigor, la violencia no tenía estación favorita. Convivíamos con ese clima naturalizando el espanto porque las mujeres que gritaban eran las mamás de nuestrxs amigxs, de compañero de banco en el colegio. Podía ser la que te hacia la merienda o la que te cruzabas en el almacén o la verdulería, que sonreía si todo estaba bien o se ponía incomoda cuando te quedabas mirando los moretones en su cara, rastros de la paliza que todxs escuchábamos, pero fingíamos no saber.

Esas mujeres, a pesar de la violencia y el maltrato, decidían seguir adelante, simulaban delante de lxs otros vecinos. Estoy segura de que deseaban creer que nadie imaginaba lo que pasaba en sus hogares, era ingenuo asumir eso cuando todas podían escuchar los gritos y los llantos de las otras. A todas las habían criado para ser obedientes y cuidar al marido, el proveedor.

Me llena de orgullo y emoción darles lugar a estas voces en mi programa. El viernes Marta, la Negra, abrió su corazón y fue la voz de muchas mujeres que en nuestro país están invisibilizadas y puso su luz en medio de tanta oscuridad. No sé cómo se resiste tanto tiempo (supongo que los hijxs son muchas veces un motor). A ella le cabe mejor el mote: es la verdadera mole.