Aníbal Argüello, Argüello era el apellido de su madre, era un ser extraño... trabajaba en el mercadito de mi padre, llevando pedidos a algunos clientes y atendiendo por momentos la parte de la verdulería, durante las mañanas. Mi padre lo había heredado de mi abuelo, quien lo había recibido por un pedido de su madre para que le enseñara el oficio de carnicero, que nunca practicó.

Sólo parecía importarle una causa, el club de fútbol de sus amores, que era el mismo que el mío. Un día, me dijo con calmosa sinceridad, que daría la vida de cualquiera, incluso la de su madre, por un gol de nuestro equipo. Más allá de la seriedad de la declaración y de que solo fuera eso, una declaración, sugería un aspecto de su persona que me resultaba enigmático. Una tarde colmó una hoja de papel con la reiterada inscripción de su nombre y el de nuestro equipo.

Mis padres se habían separado hacía ya unos años y tal como suele suceder en esas ocasiones, sentí el efecto de una contrariedad en mi vida y una suerte de inadecuación, el alejamiento de la casa, del barrio de la sexta y mis amigos, la lenta y confusa inserción en la casa de mis abuelos materno, atravesando la calzada de Pellegrini hacia el norte. Digamos que el universo se había bifurcado, incluso restringido a una encrucijada de tiempo y yo entendí que la vida no toleraba mis deseos ya que el presente en que algo ocurre es también sucesión y por consiguiente pasado.

Por una inhabitual decisión compartida, mis padres me enviaban a una psiquiatra en el instituto de los doctores Garrote. Una cierta noción de repetición que encontraba en la escritura de esa hoja de Aníbal comenzaba a serme conocida, por de pronto algo me decía, máxime cuando execraba a las mujeres en su roles de esposas o de madre e ironizaba sobre la ingenuidad de los hombres. En una oportunidad le pregunté si había tenido novia y me miró como a alguien que pregunta por un cuadrado redondo. En general, respondía como si conociese la respuesta antes de haber escuchado la pregunta, pero eso ocurre con muchísimos interlocutores. Podría adjudicarle otras actitudes extravagantes, por ejemplo, solía sentarse durante horas sin moverse y prácticamente sin emitir una palabra, en fin, a los clientes del negocio nos les pasaba inadvertida la singularidad de Aníbal, que parecía siempre como fuera de la escena, aunque por obra del azar me enteré de que solía alternar con dos vagabundos habituales de la zona, uno que había sido juez y que abandonó todo sin que se sepan las razones y una mujer llamada Jala que había enloquecido por siniestras razones familiares.

En síntesis, el colmo de la actitud de Aníbal, que de buenas a primeras cualquiera juzgaría extravagante, ocurrió un día en que con mi abuelo, mi padre y uno de mis tíos decidimos ir a la cancha en Arroyito. Como era de esperarse le dijeron a Aníbal pero se negó. No tardé en enterarme que hacía muchos años que no concurría, desde la tarde en que había celebrado un gol de Appicciafuoco a Carrizo, el arquero de River. Un día, Aníbal dejó de venir y tal como se había desenvuelto su vida no supimos más de él, hasta que una de sus hermanas, que ignorábamos que tenía, llegó hasta el negocio y le dio a mi padre una camiseta de nuestro equipo, para mí. Hacía unos días Aníbal había muerto.

Siempre he creído que nuestra vida se rige por innumerables variables. Yo creí reconocer en Aníbal algunos rasgos a los que yo era propenso. Por de pronto, cierta tendencia a correrme del lugar como si no encontrase mi lugar adecuado, digamos…cierto extrañamiento al asistir a ciertos medios, incluso aquellos que se suponen cercanos a uno como ser la familia. De hecho, ni siquiera me pregunto por qué traigo a Aníbal a mi relato. Doy por sentado el rasgo que lo hacía cercano a mi persona. La gente común es la más desconocida, sólo que no les prestamos atención porque nos fascinan los tópicos célebres, un hombre común desaparece y nadie lo registra, salvo esta historia. En el regalo de Aníbal yo entreví o creí entrever un signo, era algo así como decirme, que se había dado cuenta de que él me importaba… Incluso llegué a inferir que se había cansado de que nadie lo buscase.

Como sea, como haya sido, lo cierto es que pronto nos desborda el olvido. Mi vida continuó su camino por el mundo de las letras incluso, o a pesar de, no ser un hombre inteligente ni muy diestro. Tengo la impresión, (estaba por escribir, la certeza,) de que una incertidumbre fundamental tiraba de mí, puesto que de muy chico había adquirido la costumbre de seguir a los linyeras y sentarme entre ellos para escuchar sus historias. Incluso creo que mi personaje predilecto ha sido siempre Odiseo, porque elige ser un pordiosero para llegar a su hogar en Ítaca y ante las aguas del Letheo elige ser Nadie, lo que revalida la condición de lo anónimo, lo común, lo comunitario, los que suelen no tener voz en los libros ni en la vida. Por supuesto, dar por sentado una cierta identificación por un lazo imaginario con otro, no tiene nada de novedoso. Siempre, por lo menos desde muy antiguo, ha sido registrada por los escépticos en la forma de lo insostenible. Mal, nada sufrimiento, muerte han sido sus nombres negativos. Yo tengo para mí que las engañifas de la imagen han sido las proyecciones imperfectas de sus arquetipos, el amor y el odio derivan efectos equiparables, cuando se confiesan como sentimientos mutuos pero que se revelan como algo muy distinto para cada uno de los implicados. 

Mi padre detestaba a Aníbal y por una contemplación hacia mi abuelo, lo soportaba. Yo era el receptor de sus quejas: No sé para que lo mantenemos, no hace nada. Yo dije: en vez de rezongar, ¿por qué no lo despedís? Muy molesto conmigo me respondió: ¿Y encima lo tengo que indemnizar? Unos minutos después, calmándose, agregó: Además, yo no soy capaz de hacer eso… ¿Cómo se te ocurre semejante cosa?

Esa oscilación me hizo recuperar que el bien se inscribe dentro de lo imaginario. El bien une, lo malo divide, lo bueno enriquece, lo malo empobrece, es bueno lo que sobrevive, malo lo que perece. En fin, algo me hacía dudar de mis encuentros hasta tal punto que decidí dejar todo lo que quería de lado para sostenerme solo en mí mismo, tal como me parecía que había hecho Aníbal. No solo renuncié a mis amigos de entonces, sino también a mi primera novia. Recuerdo las mañanas siguientes a la ruptura; lloré desconsoladamente porque era el ser que más amaba, pero me sostuve… era algo así como estar desanudado y anudado al mismo tiempo. Por un momento, sospeché que tal vez, esta decisión irrazonable y absurda se debía al influjo de Kierkegaard que me había introducido en la complejidad de su mundo secreto, sus relaciones con su novia Regina, la acechanza de lo impensado en el temblor y temor de la complejidad de las relaciones. Pensé, en nuestros verbos modelos: amar, temer, partir, que inequívocamente me sugerían un ineludible y estrecho correlato significativo. 

La incesante intromisión de la literatura y la filosofía en mi vida o lo que llamamos realidad, la inagotable dicotomía entre la existencia y lo que dice la razón como parte de la existencia, me asediaban. Comencé a viajar para conocer el país y crucé algunas fronteras para conocer algunos otros, pero también al mismo tiempo para alejarme de los lugares habituales y enfrentar lo inesperado. Llevaba en la mochila la camiseta que el extraño Aníbal de mi historia me había dejado y que yo consideraba un supremo bien propio, incluso una especie de amuleto, pero la intercambié una noche de amistad futbolera, en la universidad metropolitana de San Paulo, por una del Santos.

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