¿Qué es la cultura? Linda pregunta. Digamos que cultura es todo o casi todo lo que hace a un país: lengua, libros, música, hábitos, comidas. Pero, ¿quién lo hace? Todos. Implica además hacerse cargo de la parte hecha por nuestros antepasados, la que mantenemos, reformulamos o ignoramos. Porque cultura es también movimiento.

Estas impresionantes ideas se me ocurrieron mientras recorría los pasillos de la Feria del Libro, en medio de los tironeos de los fans que querían selfies o autógrafos. Pero no es de eso de lo que quiero hablar. Tampoco de la cultura sino de los artistas. De los tipos que escriben, pintan, etc., y que tal vez son los que más aportan a eso que llamamos cultura.

Es que viendo tantos libros desperdigados por la feria me dije: cuánto trabajo hay acá. Trabajo no reconocido, no recompensado o mal recompensado. Y perdón que me use como ejemplo, pero había libros míos y colaboraciones en antologías en diez stands. Trabajo de décadas, silencioso, no siempre feliz. Nunca recompensado con fama ni plata.

Finalizado el ejemplo autorreferencial, agrego que lo mismo deben sentir cientos de amigos y colegas. Es cierto que escribir es un mandato que uno no puede desobedecer. Lo hacemos y chau. Pero es también un trabajo. Y los que digan que no les importa el reconocimiento y el dinero, mienten. Porque vivir de lo que uno sabe o aprendió a hacer (bien) es casi un derecho. Pero un derecho muy difícil de conquistar.

Ya habrán notado que no me he referido aún al talento. Ese análisis llega después. Primero está el marketing. Funciona así: una editorial española saca una nota en El País del estilo de “Por qué debemos leer a…”, y al rato tenés a miles leyéndolo sin importar que sea un invento más del boom de la novela negra escandinava, romántica o cosas así.

Luego sí llega el boca a boca, los reconocimientos (en general entre pares, pero también de los lectores avispados) o las opiniones de los expertos que aún dicen la verdad. Esa es otra cosa que hay que tener en cuenta. La “crítica” ya casi no existe. La mayoría de las veces son amigos hablando de amigos o alguien que mete una nota a las corridas para ganarse un peso.

Sobre eso, los “tanques”, en general importados. Libros que se vuelven famosos mágicamente, muchas veces porquerías rematadas. Acá no es necesario dar ejemplos. Todos nos hemos decepcionado con el libro ganador de algún premio importante.

En otros rubros es peor. El pintor trabaja y vende (si puede) en solitario. Algunos logran apoyo de una galería, como mucho. Y la música. Ah… la música. La avanzada de la música sin música, que apenas deja espacio (o deja espacios menores) para las nuevas y buenas manifestaciones del rock o de lo que sea, ha pasteurizado la creatividad a límites insospechados, algo que duele más si sos del país de Piazzolla y Charly.

No soy de los que creen que masivo es sinónimo de malo. Ni en la literatura ni en ningún género. Hay cosas malísimas y buenísimas tanto que se venden como que se desconocen. Pero la masificación de ciertos modelos ya prescinde del acto artístico. Por ejemplo la música hecha por gente que no sabe tocar un instrumento, ni cantar, ni escribir una buena letra. Y si saben, lo esconden bastante bien detrás de pistas copiadas hasta el hartazgo.

Es una avanzada incontenible. Ponés Piazzola en Spotify y a los dos minutos tenés a un rapero trucho hablando en gangoso portorriqueño diciendo “mami, mami, te ves muy bonita, cuando mueves la colita”. Esa es la buena rima. Las otras son rimas que ni riman.

A mucha gente le cuesta reconocer esto porque se supone que esa porquería de música es la “cultura” de gente que ha sido relegada. Sí, puede ser, pero aun así sigue siendo una basura. Como hecho social, bien. Como hecho artístico: una copia de otra copia de una mala copia que se sigue copiando.

¿Es cultura? Y claro, ese es el asunto. Se construyó un patrón cultural por el que nos van a reconocer en el mundo. E identificará a una generación (o varias). Imaginen lo que viene detrás si gente que no sabe cantar ni sabe de música se vuelve millonaria de la noche a la mañana. Claro que siempre habrá pibes que quieran tocar el bandoneón como Piazzolla o el saxo como el Gato Barbieri. Pero lo harán sabiendo que van a contramano de moda, época y sistema.

Y no exagero nada si digo que todos conocemos a alguien que ha aportado grandes cosas a nuestra cultura, que, parafraseando a Fito, “ha puesto las canciones en nuestro walkman”, y que hoy apenas sobrevive de su arte, o debe vender tuppers puerta a puerta.

Ahora vuelvo a la feria del libro. Lo peor es que hay que seguir escribiendo o desaparecer. Es resistir pensando que algún día llegarán las cucardas. Todo artista debe ya no esperar que el sistema lo reciba y apoye sino luchar contra él. Resistir dentro de su cada vez más pequeño mundo, y disfrutar (si llega) del reconocimiento de colegas y del entorno inmediato.

¿Es poco? No, es un montón. Pero algunos buenos artistas ni siquiera logran eso. ¿Por qué el flujo de tipos que escriben o pintan no se detiene si no hay premio? Porque hay premios para algunos y nunca se sabe a quién le puede tocar. O porque ya es tarde para aprender a hacer otra cosa. O porque quizá el premio sea poder seguir haciéndolo.

 

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