Rafael camina por el corredor de la facultad, no está conforme, más bien disgustado. Ya no queda nadie, la asamblea se ha prolongado hasta la medianoche, debatieron su apoyo a los pueblos originarios de la Patagonia. Se siente contrariado, él conoce muy de cerca esa realidad. Sólo cambios profundos, radicales, pueden mejorarla.

Baja los escalones de ingreso, detrás de él cierran la puerta. La noche de fines de noviembre es cálida, una suave brisa le acaricia la frente, pero su estómago le recuerda que no ha recibido refuerzos desde la media tarde. Desata y vuelve a recoger sus largas rastas, mientras desfilan por su mente pasajes de la discusión reciente. Llega al bar, por las ventanas ve a sus compañeros del centro de estudiantes. Entre ellos está Ivana. Entra para saludarla.

–¡Hola! -ella gira para verlo, se juntan en un abrazo cálido.

Ivana es su compañera más próxima en la militancia, tienen gran afinidad. Ella ha regresado hace unos días de un viaje por América latina que la llevó hasta Panamá, todavía no se habían encontrado. Se la ve muy bien, piensa, algo más delgada y muy tostada. Luego de una charla breve se despiden. Está cansado y algo molesto, tiene divergencias con algunos de los compañeros que están allí. “Los que piensan con la izquierda y viven con la derecha”, como sabe decir su padre, para su disgusto.

Va caminando, pensativo, por la calle desierta, cansado. Un perro vagabundo lo cruza en sentido contrario y desde un edificio se escucha el llanto de un bebé. Una vez más se siente un fantasma mapuche vagando por una ciudad desconocida. Vuelven a su mente los ecos de su Huecú natal, allí nació y creció, vecino de la reserva aborigen, muchos de sus amigos con los que ha jugado desde niño, pertenecen a esa comunidad.

Pone un pie en la calle y siente que su ojota ha quedado suelta. Baja la vista, se ha cortado la tira de cuero que pasa entre el pulgar y la primera falange. Escucha la frenada de un auto, siente próximo el calor del motor, milagrosamente no lo ha tocado. Es un poderoso Mercedes Benz último modelo. El susto y la sorpresa se le transforman en bronca. ¿De dónde salió este careta?, se dice, pero se queda en silencio, no hace ningún gesto, es él quien ha cruzado mal. Mira hacia el interior del auto, no ve quién conduce, tiene vidrios polarizados, los focos lo encandilan, termina de cruzar la calle, camina media cuadra y llega a su casa.

Vive en un antiguo departamentito de pasillo, entra. De nuevo en el nido, piensa, mientras se queda descalzo. El día no le ha sido propicio, y para completarlo casi lo atropellan. Morir aplastado por el capitalismo, ironiza. Fidel, su gato, se acerca, maúlla suave, como saludando, baja ágil por la escalera de hierro, ya en el piso le roza las piernas, Rafael se inclina y acaricia su pelo renegrido y lustroso.

–Qué hacés, viejo, no te crucés que ya bastante mala pata tuve hoy.

Abre la puerta de la cocina. Fidel lo sigue, pone a calentar una sopa de la noche anterior mientras riega con la manguera las plantas del patio, retoños que han ido dejando sus novias y amigas de los últimos años y él se ha ocupado de seguir alimentando.

Se sienta a cenar, de sobremesa cabecea adormecido, mientras ve las noticias en el viejo televisor. Encuentra un mensaje en su teléfono celular: “Ya voy, casi me llevo puesto un fulano”. ¿Qué es esto?, no tiene agendado el número. Hay uno anterior: “Apurá, Fidel tengo miedo”. Nuevamente cabecea, se pone en pie para despabilarse. Relee los mensajes, deja el teléfono ¿qué fue eso?, piensa, mientras enjuaga sus platos para dejarlos escurrirse en la pileta, ¿Pueden ligarse los celulares como ocurría con los fijos? No, alguien me está jodiendo.

Ya en la cama se pone a leer su novela policial de turno, el día ha sido complicado, vuelve a mirar los mensajes en su celular. Raro, piensa, aunque sabe que a esas horas de la noche lo irracional cobra sentido, por eso deja el teléfono de lado y casi de inmediato se queda dormido.

***

Fidel se detiene en la puerta de un teatro, en Praga, llega a bordo de un coche de alta gama, es un hombre apuesto de piel trigueña, cabello y ancho bigote renegridos, ronda los cuarenta años. Los rasgos de su rostro son bellos, sobresaliendo unos felinezcos ojos verdes.

Ha comenzado a nevar copiosamente. Una joven, envuelta hasta la cabeza por un abrigo blanco de piel, se acerca corriendo hasta el auto.

–¿Por qué te demoraste tanto? -le dice-. El frío y la noche me llenan de temor.

–Ya sé Ivana, disculpame. La asamblea de socios se demoró, la empresa necesita un giro radical en su política, pero es muy difícil, hay que lidiar con los dinosaurios. ¿Cómo estuvo el concierto?

–Muy bueno -dice ella-, pero hubiese querido compartirlo con vos.

Acerca su cabeza a la de él, que se vuelca apenas para darle un beso. Gira en la esquina y en pocos segundos se enfrenta a un paso a nivel sin tiempo para detenerse. La potente luz de un tren lo encandila.

***

Rafael se despierta sobresaltado, ruido de macetas rotas y gritos de gatos llegan desde el patio, la luz de la lámpara de bajo consumo apunta obstinadamente hacia sus ojos.

–¡Fidel! ¡Fidel! -grita.

Luego apaga la luz y se acomoda en la cama. Su teléfono encendido le indica que ha entrado un mensaje de número desconocido: “Hola, apurá amor, tengo mucho frío”. ¿Frío con este calor húmedo? Son las tres de la madrugada, ¡cuántos trasnochados sueltos!, piensa, mientras apaga el teléfono y hunde su cabeza bajo la almohada.