“Trilogía de la libertad”, se lee en los títulos de crédito, no sin cierta grandilocuencia, debajo del de la película. La de Moacir es una trilogía que se fue haciendo sobre la marcha, un poco por afinidad entre el personaje y los realizadores y otro poco, seguramente, por la simpatía que el protagonista genera en el público. Moacir dos Santos es un nativo de la ciudad brasileña homónima que en los años 80 emigró a la Argentina y las pasó duras, incluyendo una internación en el Borda. Fue allí que lo conoció el documentalista Tomás Lipgot, durante la filmación de Fortalezas (2010), rodando al año siguiente el documental que llevaba su nombre, sobre su externación e inesperado renacimiento como showman. Ahora, con la excusa argumental del rodaje de un docuficción sobre su vida, lo que filma Lipgot es, en el fondo, una simple celebración del personaje, jugando en el camino con las relaciones entre lo real y lo fantaseado. Amable, fluida y de a ratos tan curiosa como su personaje central, Moacir III es una sucesión de “números” o entremeses antes que una película estrictamente dicha, que desarrolle una determinada idea de secuencia en secuencia.

“Yo miento mucho”, dice Moacir, y es así que ese hombrecito pequeñísimo, que anda por la calle vestido como cualquier otro, al ponerse en personaje luce tremendas pelucas de colores variables, sacos de lentejuelas y colores brillantes, camisas de colores más brillantes aún y dentaduras postizas que disimulan sus dientes salteados. No es tanto el portuñol como cierta confusión lo que complica la posibilidad de entenderlo, pero Lipgot a esta altura ya es como esos hermanos que se especializaron en decodificar la media lengua de los más chiquitos. Presuntamente abocados a filmar la película sobre su vida, ambos visitan personajes queridos, que eventualmente podrían actuar en ella. Moacir III funciona como una metapelícula, que ficcionaliza sobre el hecho de ficcionalizar. “Vos sabés como sería la escena”, le dice el director al protagonista. “De ahí en más, hacela como te parezca”. Y en la escena siguiente, que aparentemente es de carácter documental, Moacir “se emociona” y se pone a llorar. Un clásico de la época: te enseño a desconfiar de la realidad aparente de las imágenes, mostrándote que las imágenes que parecen reales no lo son.

Surgirá el tema de la sexualidad del protagonista, que acusa 72 años (aunque parece más). Que de chico hubiera querido vestirse de mujer, pero no lo hizo “por vergüenza”. Que le gustaría casarse, pero nunca tuvo novio, sino relaciones pasajeras. Además de como homenaje, Moacir III funciona como film cumplidor de deseos. Por vía de la fantasía en los casos mencionados, de modo factual después de los primeros títulos de cierre, en el primero de los tres finales de una película que parecería no querer terminar nunca, y que de a ratos parecería dirigida a sus hinchas.