“No soy escritor, solo descorrí un manto sobre una historia que había mantenido en silencio por veinte años”, dice Miguel Savage, veterano de Malvinas, al presentarse. Resiliente y cauteloso con su entorno, Savage habla con humildad pero también con determinación: características que le sirvieron para salvar su vida, hace 41 años, durante el conflicto. Caso curioso el suyo: volvió tres veces más a las islas, escribió un libro, Malvinas. Sobrevivir y honrar la vida (El Ateneo, 2023), tuvo dos hijos. Y en uno de esos viajes pudo devolver a una familia isleña, el pullover de lana que tomó de esa casa del campo malvinense, para protegerse del frio. El mismo que inspiró en Lucho Milocco el tema “Lana” y que sumó al “gran León Gieco” -como lo llama Savage-, en su versión en video que puede verse en YouTube. 

Hoy su libro “debe estar en la mesita de luz del Papa Francisco” se ilusiona. “Se lo entregó León”, agrega, poco antes de explicar con detalles la historia de su vida. La que comienza en Adrogué y se despliega en Malvinas. Un camino del héroe que --sin proponerse serlo--, logra transmitir sabiduría a partir de esa experiencia.

Miguel Savage vive hoy en Venado Tuerto y es requerido por empresas de diversos rubros para dar charlas motivacionales centradas en el valor del trabajo en equipo y en la capacidad de afrontar la incertidumbre con convicción y entereza. “Toda la explicación está en el libro”, precisa. Y revive, en una mesa de café, los recuerdos de cuando fue soldado y peleaba para sobrevivir. No solo ante las inclemencias del frío austral o de la artillería inglesa. También a la insondable crueldad a la que fueron expuestos como soldados por los mandos militares, que no dudaban en estaquearlos a la intemperie por querer “robar para comer”.

Savage cuenta la historia que transformó en relato, cuando pudo entender la dimensión social de su tragedia. Fue ante la crisis económica y política de 2001, donde se vio “quebrado económicamente”. Allí afloró en él el dolor de la guerra. Y para exorcizarlo decidió contarlo, algo que había tapado por veinte años. En su caso, el estrés postraumático fue obliterado y silenciado, como fue silenciado por los mandos militares y la sociedad civil el dolor del soldado. Pero en la guerra había aprendido a sobrevivir y  ese saber lo puso en juego cuando se enfrentó de nuevo a la impotencia, el hambre y la desolación.

La guerra y los símbolos de la patria

Savage publicó el texto primero en forma virtual: “Durante diez años estuvo online” , señala. Atravesó el tiempo para recuperar -en su voz- la tragedia del colimba en el conflicto que definió la historia política de la Argentina contemporánea. Y el rumbo de quienes, con menos de 20 años, sin armas ni instrucción bélica, tuvieron que combatir contra un ejército imperial altamente profesional. Esas dolencias todavía desangran los corazones de los excombatientes, de sus familias, y de quienes solidariamente comprenden la brutalidad de esa guerra por la que Gieco le pidió a Dios, que no lo hiciera “indiferente”.

“Porque una guerra no termina jamás” en el alma del soldado, subraya Savage. Y él “tenía esa mochila, de años de no hablar”, hasta que la historia lo transforma en el portavoz de ese dolor. “Era una historia muy pesada y no quería seguir llevándola solo, tenía que hacerla colectiva”, comparte.

Savage tuvo la decisión -y la suerte- de volver al continente. Y ya de vuelta su familia ayudó: “Mi viejo era viajante y me propuso trabajar con él, cuando vi que no podía seguir mis estudios”. La Facultad de Agronomía había diseñado un curso para los excombatientes. “Pero mis compañeros y yo nos la pasábamos dibujando tanques y aviones en los márgenes de los cuadernos. Cuando me di cuenta, deje los estudios” recuerda.

“Yo vuelvo transformado” agrega. “Mejorado, con aprendizajes que no se enseñan en ningún lado, porque en esos dos meses enfrentando al clima, a los ingleses, y a nuestros propios jefes, sacamos fortalezas desconocidas”. La vuelta fue de una adaptación vertiginosa para Miguel. O para Mike, como le dice su familia. Su ascendencia irlandesa fue otra ayuda, sobre todo en las islas. Y saber inglés ayudó también durante el regreso, como prisionero de guerra, en el Canberra.

Fue durante los dos meses en las islas que Miguel Savage se demostró a sí mismo que su fe en Dios y su deseo de volver podían conjugarse para protegerlo de lo que más dolía: el trato inhumano de la oficialidad. Por eso también le costó superar el aislamiento, y retomar el contacto con sus compañeros. Pero lo hizo. Así como él se fortaleció en la familia que formó con Andrea -con quien tiene a sus hijes Patricio y Margarita-, “otros construyeron el Centro de Ex Combatientes Islas Malvinas (Cecim), en La Plata, y desde ahí se organiza el reclamo por los derechos de los soldados y contra la dictadura. Fue como encontrarme con mis hermanos”, repasa sobre el momento en que decide conocerlos.

Pero advierte: “Nunca fui a un acto del 2 de abril”. Y desde el 25 de mayo de 1982, cuando los oficiales los hicieron cantar el himno, debilitados como estaban, durante una helada mañana malvinense, Savage no volvió a entonar las estrofas patrias.

Sin embargo fue “el primer colimba del Regimiento 7 que volvió” señala sobre su regreso en el 2000. Llegó y trepó al Monte Longdon, donde su regimiento, el 7 de Infantería Mecanizada de La Plata -desnutrido, debilitado por el frío y con armas que no funcionaban- enfrentó en la trágica noche del 11 de junio a los paracaidistas ingleses en “una batalla sangrienta, la gran batalla final”, recuerda.

La gran batalla final

Ese 11 de junio “nos atacó el Tercer Batallón de Paracaidistas británico”, puntualiza Savage en la entrevista con Página/12. En su relato, donde no hay sensacionalismo sino una mirada crítica sobre el pasado, desde una concepción solidaria y respetuosa de la vida, el autor -que no se considera “escritor”—, logra transmitir tanto el frío húmedo de la turba que los rodeaba como el calor de los pocos momentos donde se hacía presente lo humano: en un mate compartido en un pozo, en un abrazo bajo el fuego de las balas.

Para Savage, todo comienza al darse cuenta de que “estaba tapando la historia: quería despegar de la imagen del ex comba victimizado. Pero en 2001, se cae el país, se corta la cadena de pagos. Y así, fundido y estresado, vuelve mi peor pesadilla: sueño por primera vez con que revivo el combate, como esa mañana del 12 de junio, cuando éramos siete soldados abrazados en un pozo para tres, rezando, desesperados…”

Así comienza el libro, que Savage logra dotar de la espontaneidad propia de los colimbas. Y describe la pared de turba de su pozo revestida por dos imágenes de revistas: un surfista, y una foto de su ídolo: Guillermo Vilas. Cuenta que cantaban boleros, o tomaban mate con una carcasa de granada y de bombilla usaban una birome con una punta envuelta en gasa del botiquín. “Siempre y cuando consiguiéramos yerba”.

Hoy, atesora la raqueta que Vilas le envió luego de leer su libro: “La que usó en 1977 cuando le ganó US Open a Jimmy Connors". Y recuerda cuando en 2009 pudo volver por segunda vez a las islas y recuperar no solo la historia militar, sino también “los aprendizajes”. Porque antes “era como ver la vida en blanco y negro, pero al volver aparece lo aprendido, lo vivo de manera eufórica, y logro transmitirlo” explica.

Recordar, reparar, avanzar

Todos los síntomas del estrés postraumático surgidos en 2001, cristalizan al volver a las islas en 2009: aislamiento, depresión, sueños recurrentes. Allí comenzó a verbalizarlo y pudo escribirlo. Fue entonces que tomó contacto con quienes, según él percibía, habían tenido una experiencia similar: los sobrevivientes uruguayos de la tragedia de Los Andes. Se contacta con Pedro Algorta, en un intercambio filosófico primero, y epistolar, hasta que en una conferencia del uruguayo en Buenos Aires, pueden verse. “Son historias heroicas y con diferencias enormes –describe--, porque a ellos la sociedad los aceptó, y a nosotros nos escondían”. Pero allí comienza una nueva manera de ver su experiencia de la guerra. Para Miguel Savage, allí comienza la toma de consciencia que hoy transmite, y le permite decir, con resiliencia, que “de ese tiempo, salí más fortalecido, tolerante y compasivo, y por eso puedo compartirlo”.