El verano boreal de 2015 lo encontró a Pedro Aznar sentado con una guitarra en el jardín de una casita que había alquilado en San Francisco. Empezó a tirar unos acordes y a balbucear una letra. Miró el cielo y se hizo una pregunta en silencio. “Más que una pregunta –corrige– fue una exclamación o un pensamiento:  ‘Cuánta gente pesada vio este sol’. Y salió la canción de un tirón.” “Sol de California” es el tema que abre el disco Contraluz, un rock bien power que cita a cuatro personajes clave de la ancha contracultura de los años 60, ese caldo espeso que combinaba filosofías alternativas, con esoterismo, literatura, orientalismo, pacifismo y otras disciplinas y creencias que en mayor o menor medida conservan una aggiornada vigencia. 
Aznar menciona en “Sol de California” a Aldous Huxley (ve esmeraldas de otros mundos), a Alan Watts (se ríe a carcajadas del koan de vivir), a Joseph Campbell (ve a los hombres de esta era olvidarse de lo primal) y a Carl Jung (pregunta incómodas preguntas sobre la comodidad). Bajo ese sol, en ese jardín, se acordó de cuando Pipo Lernoud le confeccionó una guía básica de autores beatniks y de cuando Pomo le regaló el libro Las puertas de la percepción, de Huxley. Pero lo que más sorpresa le causó, y le sigue causando, es que ese mediodía revelador lo condujo directa, mentalmente, a otro jardín: el de su casa de infancia de Liniers. “Había unos limoneros idénticos a los de la casa de mis viejos. Fue un flash. Como si me hubiera metido en un túnel, como Alicia. Un túnel que unió San Franciso con Liniers, un  viaje por el tiempo.”
Si el tema de apertura de ese “objeto antes llamado disco” (Café Tacuba dixit) suele definir el carácter de lo que sigue, el tema de cierre también presupone una intención. La última canción de Contraluz se titula “La pregunta” y es en verdad un susurro apagado y desolador de varias preguntas que Aznar se hizo bajo ese mismo cielo californiano pero de noche, de cara a una infnita pantalla negra: ¿Dónde está? ¿Dónde fue? ¿Dónde es? ¿Para qué? ¿Dónde está? ¿Dónde fue? ¿Dónde es? ¿Para quién? ¿Dónde está? ¿Dónde fue? ¿Cómo es? ¿Qué será?. “Son las puntas del lazo”, dice Aznar, tarde nublada, hogar de Belgrano, café en tazas de porcelana, dos gatos blancos rondando y ronroneando. “De aquellos muñecos que plantearon hasta la médula posibilidades de la experiencia de vida a estas preguntas, que podrían haber sido miles de preguntas, y que finalmente es una sola. Por eso le puse ‘La pregunta’, así, en singular: la pregunta es una. Andá, buscala.” 
Entre los dos extremos se despliegan otros once temas que van de un festejo peruano que trata sobre la inteligencia artificial hasta un bolero cantado junto con Omara Portuondo, una ranchera, una zamba, canciones pop-rock que podrían haber sido out takes de Tango 4. Aznar dice que de alguna manera Contraluz es hijo de Cuerpo y alma, el disco de 1998 que marca ya desde el título su fascinación por el universo Eduardo Mateo. “Lo relaciono porque al final es la búsqueda de la canción de rock bordeando rítmicas latinoamericanas.  Aquí en Contraluz está eso, y está lo primal del tambor. Me retrotrae a charlas que tuve con tres artistas que me dieron vuelta la cabeza en cuanto a lo significativo de la percusión: Leda Valladares, Egle Martín y Naná Vasconcelos.”
A Naná Vasconcelos lo conoció en los míticos años con Pat Metheny. Ese período marcó a la vez una muerte y un renacimiento. Fue la culminación de una precoz entrega a un instrumento como el bajo que dio como resultado una técnica apabullante, inédita en el rock de mediados de los 70. Dejaba a todos los músicos veteranos obnubilados ante tanta destreza, Charly García incluido. Luego de los impecables cuatro años originales de Seru Giran –un crescendo ejemplar desde la incomprensión del debut en 1978  a la inédita masividad pre Malvinas– , decidió ir más allá todavía para entremezclarse en las primeras ligas académicas y en la aristocracia del jazz rock. “Todo bien, pero en un momento mi cabeza hizo un crack. Diría que fue cuando me fui del grupo de Pat por primera vez, a fines del 85. Empecé a prestar atención al concepto de canción popular. Hice Tango con Charly, y después Fotos de Tokyo. Me dije, pensando en Berklee y en mi experiencia con Metheny: ‘¿Qué estoy haciendo? Si yo siempre quise ser un músico de rock. Si cuando era chico mi dieta era Beatles, Stones, Zeppelin, Manal.’”
¿Fue una reacción al rigor, a un tipo de música, a qué?
–No, no. Yo aprendí con Pat una dinámica de trabajo muy efectiva. Él lograba que la disciplina funcionara, sin que fuera en detrimento de lo artístico. Fue darme cuenta cuál era mi camino. En el grupo de Pat, si bien yo aportaba mucho, nunca dejé de ser un elemento suda- mericano. Podía cantar, tenía cierta habilidad para escribir canciones, pero básicamente era un latino. Y lentamente me zambullí en esa idea que combina rock y una rítmica latinoamericana. Después cayó Leda Valladares en mi vida y me remachó todo lo que estaba sintiendo sin tenerlo muy claro.
En esa habilidad para escribir canciones, que fue de menor a mayor, ¿cuánto influyó estar cerca de dos titanes de la canción como Charly y Spinetta?
–Mucho. Y también estar cerca de Pat, eh. Ojo: el tipo es un melodista brillante, escribe unas canciones exquisitas. Aunque haga música instrumental. Pat escribe un motivo de cuatro notas y son una delicia. Con él y con Luis aprendí el alcance ilimitado que puede tener una canción. Spinetta era un tremendo acuariano, y como buen acuariano nació para patear el tablero, para romper límites, para cambiar permanentemente. Esa cosa expansiva que tiene su obra es una gran lección para todos. Luis nos dijo: la canción es un medio para ir a lugares inesperados... ¡y no volver!
¿Y García?
–Charly es un arquitecto superlativo. Es un Le Corbusier cancionístico. Yo aprendí muchísimo: por ósmosis, de verlo, por el roce de la piel, por observarlo ejercer su oficio. Charly es el gran maestro de la asociación libre. Siempre funcionamos bien juntos, compartimos el código del humor, nos encendemos. Me acuerdo que en la época de Tango 4 estábamos empezando con la letra de “Diana”, y él me pidió los auriculares. “Poné fuerte”, me dijo. Yo le dije que prefería escribir sin los auriculares. Me quedé viéndolo y me di cuenta, por cómo movía los labios, musitando una letra incomprensible, de que él escribía con la fonética que le sugería la música. Cada sonido de su boca correspondía a la nota musical.  Cada palabra era un ruido que encajaba con las notas musicales. Mick Jagger también compone así. Lo leí en una entrevista. Cada vocal, cada sílaba, corresponde a lo que te pide la música. Esa también fue una gran enseñanza. 
Una canción puede tener varias letras pero no varias sonoridades.
–Exacto. Charly, y Jagger también, me enseñaron que uno tiene que bajar palabras que le hagan justicia a esas sonoridades vocales que sirven a una melodía determinada. 
Un aspecto que quizá se valora poco en la trayectoria de Aznar es su condición de letrista. Si bien es cierto que el aporte de “Paranoia y soledad” en Seru Giran es estudiado e incorporado en cada uno de los ensayos y tesis académicas sobre rock y dictadura como un rasgo de lucidez de alguien que no había cumplido los 20 años, fue a partir de los años 90 que empezó a destacar por algunos textos inquietantes. Incluso llegó a publicar libros de poesía. Desde Quebrado (La lanza abrió un costado / detrás de esta máscara/ hay un chico asustado/ Quebrado/ Miedo de morir/antes de saber morir), sus letras reclaman atención. “Cuando escribo poesía soy feliz. Y también  letras de canciones, esa cosa de la métrica, de que las frases tengan cierta periodicidad, cierta simetría. Lo vi desde el otro lado de la vereda, desde la música, cuando trabajé sobre poemas de Borges.”
¿De dónde viene el poeta?
–Mirá, de chico, a los 6 años en primer grado, había escrito un poema que se llamaba “Colores”. Me llevaron a dirección. Yo pensé que era para retarme, pero no. Me felicitaron y me lo publicaron en la revista de la escuela. En ese momento la revista de la escuela era, para mí, como The New York Times. Después me metí más seriamente en la poesía. El primero que me voló la cabeza fue Pablo Neruda, las Odas elementales. Sin decirlo, hablaba de mundos adentros de mundos. Como Huxley, que la mezcalina le hacía ver esmeraldas en las hojas de los árboles, Neruda podía ver cosas extrañísimas en un plato de papa fritas. Yo me tomo muy en serio a la poesía. Es como salir de una zona de confort.
“Sensualidad que recuerda la riqueza de los registros graves”, es una de las frases de la etiqueta de Octava Bassa, el malbec que Aznar produce junto con el enólogo y también músico Marcelo Pelleriti. Como ya es su costumbre, Aznar se metió a fondo en el tema. No se limitó a alquilar su nombre para que otros hagan el trabajo. Cursó tres veces por semana durante dos años y se diplomó de sommelier. “La carrera fue ardua. Descubrí un mundo inagotable. Los cortes de los vinos los hacemos juntos, con Pelleriti, y tiene que ver con la composición musical. Es buscar y buscar. En este caso, un aroma, un sabor, una densidad.” 
Se define como un “curioso serial”. Si en algún momento se hundió en la filosofía oriental, en la técnica del haiku o en los cantos ancestrales de Valladares, ahora está indagando –además de los vinos– en la fotografía. Estudia con Diego Ortiz Mugica, ya realizó una muestra basada en paisajes y el arte de su disco –que no casualmente llamó Contraluz– está compuesto por fotografías propias, partiendo desde la portada que es un autorretrato precisamente a contraluz. “Son lenguajes que me gusta manejar, cosas que me estimulan, que me mantienen ocupado”, dice.
¿Te escapás de algo?
–(Piensa) No, no creo. Me copo, y en algún momento hay algo interior que me indica dónde parar. Como que el interés se desvanece. Pero todo queda incorporado de alguna manera. Como una resonancia. Ya de chico era así.
Vuelve a la casa de Liniers, a la del limonero, cuando era “Pedro, el hijo del fiambrero”. Esa misma casa donde alguna vez tocó el timbre Spinetta, extasiado por el pibe prodigio.  “El aleph puede estar en cualquier lado, pero el mío queda seguramente en esa casa de Liniers. Antes de poner la fiambrería, mi viejo era violinista. Tenía un quinteto de tango. Nunca terminó de profesionalizarse. Creo nunca llegó a tener la certeza de que podía vivir de la música, de que podía mantener a la familia. Él se dio cuenta de que yo tenía cierta facilidad con la música. Ya había dominado decentemente la batería, con un minucioso despliegue de... ¡latas de dulce de batata de la fiambrería! A los 9, mi viejo y mi tío, que tocaba el bandoneón, me regalaron una guitarra. Y no paré. Me arrebataba al lado del equipo, sacando nota por nota discos enteros. Salía, andaba por el jardín, jugaba a la pelota, andaba en bici, pero la pasión por la música por tomó por completo.” 
Siempre volvés ahí…
–Y... sí. El limonero, ese jardín. En mi cabeza el paraíso tiene casas bajas, el sonido de un tren. En Liniers está todo. 

Pedro Aznar cierra el año el viernes 2 de diciembre en el teatro Coliseo, Marcelo T. de Alvear 1125, a las 21.