Son las ocho de la noche de un día de verano y el sol cae tardíamente en Estambul. Tres hombres toman un té en un bar del centro: fuman y miran, en silencio, las columnas de gente que camina por la calle peatonal Istiklal. Los turcos no toman el té en una taza: lo hacen en un vaso pequeño de cristal, ensanchado en la base y con forma de tulipán. Y no se sientan en muebles amplios: lo hacen en mesas y sillas de madera pequeñas, casi como de jardín de infantes. De color rojo profundo y sabor ligeramente fuerte –es una variante del té negro–, el té se prepara en teteras dobles y se sirve acompañado de un platito adornado con flores y dos terrones de azúcar. El vaso, ciertamente, no tiene manija: nunca se sirve demasiado lleno para poder agarrarlo por el borde superior. 

El ritual del té, milenario y una especie de religión en Turquía, ocurre a cualquier hora de la mañana, de la tarde y en menor medida de la noche. Ver a los tres hombres, de barba y peinados modernos, sentados en mesas y sillas tan diminutas para su tamaño provoca una sensación de infancia, pero para los turcos es una costumbre cotidiana de encuentro, descanso y conversación. El té suele ser bebido solo, a veces acompañada con alguna exquisitez dulce como el lokum o con algún pastel como el baklava. 

Para un turco no es ninguna novedad enterarse de que su país tiene el mayor consumo per cápita de té del mundo y es el sexto productor a escala planetaria. En la tradición se explica que tomar el té es una forma de ser cortés. En la actualidad, sin embargo, parece ser un símbolo de compartir el paso del tiempo. Basta detenerse en una cuadra para observar pequeños grupos de hombres que de a ratos conversan y luego permanecen callados, en la mera contemplación de un punto en el horizonte para escapar del infernal ruido del tránsito y la marea humana que distrae cualquier posible concentración en época de vacaciones.

El Gran Bazar, reino de las telas y las especias, pero sobre todo del arte de regatear.

EN EL BAZAR Son hombres solos o en grupos los que atienden mayoritariamente en las ferias, los que manejan los autos, los que suelen llenar los bares nocturnos. Es difícil ver mujeres sin hombres en Estambul, aunque aparezcan dirigiendo tiendas especiales y sofisticadas, como las de chocolates, té y tejidos. Las telas turcas son un poderoso imán del Gran Bazar, el mítico y legendario mercado construido en 1455, con una capacidad de 4000 puestos, 64 calles y 20.000 trabajadores. Ubicado en la parte antigua de la ciudad y con naves decoradas con azulejos y cúpulas de ladrillo, recorrer sus pasillos es como pasear por un laberinto de alfombras, aromas y colores: los rojos del té, los amarillos de las joyas de oro, los marrones de los zapatos, los verdes de las especias, los blancos de toallas y paños, y los policromos de los almohadones. En las tiendas, iluminadas con lámparas artesanales pintadas de arabescos, no existen los precios fijos: existe una cultura de regateo, donde cada comerciante suele ser un gran orador para atraer a los turistas en la lucha por la supervivencia. Y el Gran Bazar se exhibe como un mercado de lujo: a diferencia de los puestos callejeros, allí hay controles de acceso y puestos con seguridad privada. 

Es julio y Estambul, contra los pronósticos de las agencias de turismo mundial que la sitúan en la alerta de los ataques terroristas, luce resplandeciente, con sus puntos principales colmados de visitantes. La ciudad vive a un ritmo frenético y parece no poder descansar: la imagen de las grúas que trabajan a medianoche arreglando las calles es un reflejo de la vorágine casi enfermiza. Entre el tránsito agobiante y los treinta y dos grados de promedio, la música suena como una especie de postal para el turismo que, sin embargo, no pierde su fuerza auténticamente popular. A pocos metros entre sí, a lo largo de las grandes avenidas, una larga fila de músicos muestra el espíritu visceral de las melodías turcas, hecha de lamentos, cantos corales y bailes festivos. Bajo el sonido de los laúdes, los tambores árabes, las panderetas y el kemenche –una suerte de violín– los trovadores son capaces de conmover a niños y adultos en rondas anónimas que surgen espontáneas y contagian el paso de cualquier extranjero. 

Aquí las cuadras son iguales a las de cualquier suburbio latinoamericano, con edificios de hormigón al lado de casas derruidas de madera, con cientos de gatos que deambulan entre la basura acumulada en las esquinas, con graffitis que expresan el latido visceral de los barrios en las paredes, y con gritos de puesteros ambulantes como los de vendedores de castañas. En las calles, de noche, los faroles alumbran poco y una hilera de banderines y de luces de colores suelen ambientar los bares -donde se escucha rock local y se bebe cerveza-. Pero basta escuchar una plegaria ancestral que sale de los parlantes para caer en la cuenta de que, por más moderna que se muestre, Estambul sigue siendo una metrópoli profundamente religiosa.

Y no hace falta visitar ninguna monumental mezquita: basta espiar el interior de una casa o equivocarse de puerta en el bar de turno para encontrar a un grupo de personas en posición de rezo, arrodilladas, susurrando frases balbuceantes y con la mirada recta, firme, alabando a su dios. Como sea, donde sea: que nunca falten la oraciones diarias.

Los músicos revelan el espíritu visceral de las melodías tradicionales turcas.

NACIONALIZACIÓN La prensa internacional habla de la creciente “islamización” de Turquía tras el ascenso político del presidente Recep Erdogan. Estambul, la ciudad turca más visitada del país, alcanzó el año pasado los niveles más bajos de afluencia extranjera en 22 años después del fallido golpe del 15 de julio, sumado a una serie de atentados terroristas que golpearon en el corazón del turismo, como los que sucedieron en la peatonal Istiklal y en la plaza histórica Sultanahmet.

Pero ahora, en plena temporada de verano, hay cola para entrar en restaurantes de kebab, dolmas y mariscos, y no hay vereda en la que se pueda caminar. Los visitantes europeos escasean y se habla poco inglés. El turismo interno y no europeo ha ganado la batalla. Más que “islamización”, Estambul parece vivir un efecto de rampante nacionalización: en cada barrio flamea un bandera turca, en la plaza Taksim se celebra con flores a los caídos y en las calles se rememora con carteles épicos la “defensa popular” de Erdogan, un líder tan temido como omnipresente. 

Estambul fue antiguamente Bizancio, después renombrada Costantinopla, luego centro del Imperio Otomano, y se convirtió en la única urbe del mundo levantada entre dos continentes. Y actualmente es la más poblada de Europa, con más de 15 millones de habitantes. Dividida por el estrecho de Bósforo a través de dos puentes –el Bogazici, de 1074 metros; y el Fatih Sultan Mehmed, de 1090 metros–, Estambul se compone de dos caras bien definidas: la asiática y la europea.

Cualquiera de los puentes ofrece una panorámica única, de las más bonitas de la región, una experiencia de contemplación similar a la que se siente al pisar una mezquita. Basta permanecer en un punto del puente unos cuantos minutos para captar cómo amanece la ciudad entre embarcaciones y casas pintorescas de la bahía, cómo se ilumina la Mezquita Azul en el crepúsculo, o cómo anoche Estambul en el espejo de agua del Bósforo. La prolongación de las sensaciones, en una ciudad vertiginosa, suele ser una de las formas de la resistencia cultural. Ante tanto estímulo visual y aturdimiento sonoro, Estambul se puede caminar apaciblemente, sin temor más que el de descubrir sus callejuelas empedradas que se alejan de la multitud, entre ruinas y muelles, donde los vecinos suelen pasar horas tirando la caña de pescar. 

“Estambul es una megaurbe que aprisiona, parece no tener fin. Ahora se tarda cuatro horas para ir de un extremo a otro. Descubro soledad e incomunicación, una gran dificultad de los turcos para ganarse la vida. El cuerpo descansa cuando duerme, el alma descansa cuando se aburre. Y cuando uno se aburre es más receptivo”, dice el prestigioso cineasta turco Nuri Bilge Ceylan. 

¿Por qué el visitante le exige a una ciudad estar entretenido durante toda su breve estadía? ¿De dónde surge esa necesidad de sobreestimulación permanente? 

Orhan Pamuk, escritor turco que ganó el Premio Nobel de Literatura en 2006, dice que cuando nieva en Estambul se oyen los pasos de los vecinos. Y entonces se aprecia el silencio, como le gusta al personaje Ka en su novela Nieve. Cuando nieva, dice Pamuk, desaparecen “los terribles ruidos de fondo del tráfico y la ciudad”.

Es imposible no sentir un impacto ante la belleza de la Torre de Gálata, la Mezquita Azul, la Basílica de Santa Sofía o el Palacio de Topkapi, pilares de la arquitectura histórica. Pero quizás convenga escuchar la sugerencia de Pamuk y no seguir solamente la ruta convencional de la “Estambul bonita, admirable y turística”. Ni la del imaginario que despiertan las famosas telenovelas turcas, repletas de artificio. Y entonces perderse entre sus tiendas populares, sus objetos artesanales, su comida, en percibir cómo trabajan los hombres y las mujeres, cómo se relacionan los niños y los adultos, cómo se manifiestan la alegría y la tristeza. Cómo se vivencia lo antiguo y lo moderno, lo occidental y lo islámico, lo milenario y lo contemporáneo, porque Estambul, en rigor, es una ciudad bipolar, de identidades en permanente tensión. 

Respirar su pulso cotidiano, en definitiva: la forma en la que cambia la ciudad según se la recorra de barrio en barrio, de lado a lado, de día a noche.

Toda hora es buena para el milenario ritual del té turco, servido en pequeños vasos de cristal.