Cuando Antiviral (2012) se presentó en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes hace once años, el mote de “hijo de” circuló en cuanto texto crítico se escribió en tinta sobre papel o formato virtual. Lógico: ser el hijo de David Cronenberg no debe ser tarea fácil, sobre todo si el vástago decide dedicarse al mismo métier que el padre. En su ópera prima, Brandon Cronenberg se apoyaba en un relato con cimientos en la ciencia ficción para describir de soslayo la obsesión por los ricos y famosos, partiendo de un concepto extraño y perturbador: en el futuro, pero muy cerca de nuestros tiempos, una pequeña empresa se dedica a vender en exclusiva las enfermedades de un puñado de estrellas a fans deseosos de sufrir el mismo mal que sus objetos de admiración y deseo. Un empleado de la excéntrica compañía, interpretado por Caleb Landry Jones, era el principal experimentador de las dolencias a partir de comercializar patógenos en el mercado negro. Y, como suele ocurrir cuando la ciencia se descarrila, algo sale muy mal cuando contrae un virus diferente a los usuales. Cronenberg Jr. declaró en aquel momento que el guion, escrito por él mismo, había tenido su origen en un sueño que sufrió/disfrutó durante una convalecencia.


La confirmación del talento particular de Cronenberg hijo –que a pesar de abrevar en el body horror y en algunas de las obsesiones de su padre es creador de universos personales– llegó con Possessor, (mal) estrenada en 2020, en plena pandemia. Disponible en HBO Max en su versión pura y dura (circula también una versión ligeramente suavizada), el segundo largometraje de Brandon ofrece el retrato de una killer como ninguna otra. Tasya Vos (Andrea Riseborough) trabaja para una empresa que mezcla la investigación científica y los asesinatos a sueldo, ingresando en la mente de otras personas y utilizando esos cuerpos como si fueran meros títeres de carne y hueso. Nuevamente, las cosas terminan saliéndose de control en una película híper sangrienta pero de ritmos reposados, con cierta cualidad “quirúrgica”, seca y descarnada. Presentado a comienzos de este año en el Festival de Sundance, el opus tres de Brandon Cronenberg –que no pasará por las salas de cine en nuestro país, pero estará disponible para su alquiler en la plataforma Flow desde este jueves 13– retoma la eterna cuestión del doble para narrar el descenso a los infiernos de un turista ocasional interpretado por Alexander Skarsgård, cuya chispa de ignición tiene el rostro de Mia Goth, como él mismo huésped de un lujoso resort y dueña de varios secretos que, más temprano que tarde, dejan de serlo para transformarse en abismo.

“No puedes alimentarte de muerte cerebral arenosa”. Esas son las primera palabras que se escuchan en Infinity Pool. La pantalla permanece a oscuras, aunque un ligero resquicio de luz puede apreciarse en un costado de la imagen. Quien habla es Em (Cleopatra Coleman), la esposa del escritor algo frustrado James Foster (Skarsgård), pero es realidad está repitiendo lo que su marido dijo en sueños. La frase no tiene ningún sentido, desde luego, aunque su carácter ominoso posee asimismo un componente premonitorio. Al descorrer los cortinados, Em descubre el espectáculo de una imponente ventana con vista a la playa y al mar. Luego del desayuno bufet, ambos esquivan la “piscina infinita” del título (esas piletas sin bordes a la vista, que parecen fundirse con el agua marina) y caminan por las instalaciones del enorme complejo hotelero, mientras la cámara rota sobre su propio eje, ofreciendo un registro distorsionado del paradisíaco paraje. Otro anticipo de lo que está por llegar. Es que el resort, de acceso restringido y riguroso, está instalado en un país llamado, imaginativamente, Li Tolqa, en el cual, según se dice, las reglas de la democracia occidental están vedadas.

Cronenberg utiliza las locaciones de Croacia y Hungría donde el film fue rodado para crear una región del mundo imaginaria en la cual el paraíso convive con el infierno, la riqueza con la indigencia, y cuyo gobierno mantiene un pacto diplomático “para sostener el turismo” de extrema peculiaridad. Pero antes de que eso llegue a los oídos del protagonista, James conoce a Gabi Bauer (Goth), de vacaciones junto a su esposo Alban (el francés Jalil Lespert), actriz ella y arquitecto él, quienes invitan al escritor y a su mujer, hija de un importante editor literario, a cenar en uno de los restaurantes del complejo. El inicio de un vínculo que tendrá un corolario sangriento el día siguiente, luego de un paseo prohibido por playas alejadas del hotel, un encuentro sexual inesperado y un accidente que cambia radicalmente la vida de James.

“Volvieron a mi mente, una y otra vez, unas vacaciones que tomé hace veinte años en un resort all inclusive en República Dominicana,”. En conversación con la revista especializada en cine de terror y aledaños, Brandon Cronenberg recordó la génesis de su tercera película, que toma elementos absolutamente reconocibles para deformarlos y hacer de ellos un viaje alucinatorio. “Era surrealista, porque el ómnibus te trasladaba en medio de la noche, sin parar en ningún momento, y no podías ver nada del paisaje del país. Simplemente te dejaban adentro del complejo, que estaba rodeado de una cerca con alambre de púas. Como ocurre en el film, no podías salir del lugar, y había una especie de pueblo falso en el cual podías ir de compras. El restaurante chino y la horrible discoteca de la película están basadas en ese resort real. La escena con los guardias persiguiendo a un hombre en cuatrimotor también ocurrió realmente. Al final de la semana, el bus te llevaba de vuelta al aeropuerto, de día, y entonces sí podías ver todo lo que rodeaba al hotel, un lugar muy empobrecido, con gente viviendo en chozas. Ese contraste era obviamente horrible, pero también surrealista, porque te dabas cuenta de que nunca habías entrado realmente en el país. Simplemente te habían dejado en una extraña cavidad, en una suerte de dimensión alterna, una imagen vulgar y especular del tipo Disneyland”. El elemento sci-fi, el comienzo del horror corporal y mental, es introducido aproximadamente a los treinta minutos, y lo que parecía una elemental crítica al uso burgués de tierras arrasadas se transforma en una exploración de un otro yo imprevisto. El doppelgänger más literal que pueda llegar a imaginarse. Del encierro en el all inclusive a la reclusión en una celda; del consumo gratis de bebidas alcohólicas a la sumersión en un extraño y pegajoso líquido; de mirarse en el espejo del boliche a asistir al espectáculo de la propia muerte, aunque separado varios metros de ese cuerpo que respira sus últimas bocanadas.

De J. G. Ballard por interpósita persona –Papá Cronenberg–, Brandon toma el recurso del grupo de personas amorales, dispuestas a traspasar todo límite con tal de satisfacer sus deseos. Claro que aquí, a diferencia de lo que ocurría en Crash, el automóvil es simplemente un medio de transporte. Lo que importan son los cuerpos, esos otros cuerpos idénticos a los reales. Tan idénticos que resulta imposible discernir cuáles son los originales y cuáles las copias. Infinity Pool prende la llama y comienza a asar la trama cuando el shock inicial se convierte poco a poco en un nuevo estilo de vida, apoyado por un estado y unos agentes ejecutores dispuestos a tolerar los crímenes a cambio de dinero (la crítica social está presente, sí, pero bajo varias capas sardónicas). James Foster, quien alguna vez, hace un lustro, publicó un único libro que fue la mofa de la crítica y un desastre de ventas, y que hace tiempo no logra escribir una sola línea (por eso se fue viaje, para “inspirarse”, aprovechando las bondades de una esposa adinerada), se encuentra de pronto en un mundo nuevo. Un mundo de sexo y placeres. Estos últimos están ligados a lo primero, pero también a la posibilidad de ejercer la tortura y la violencia, de llevar a cabo sanciones caprichosas sobre los otros, de golpear y matar.

Aquí también hay una Nueva Carne, como en muchas películas de David C., pero es una mutación distinta, que sigue otros parámetros evolutivos. “Supongo que estos temas están siempre en mi cabeza”, reflexionó el realizador en la mencionada entrevista con Fangoria. “Creo que es interesante pensar acerca de la identidad y la consciencia; supongo que todo eso penetra en mi escritura. Pero la idea de la identidad como una performance está más en la esencia de Possessor, mientras que en Infinity Pool todo gira alrededor de la cuestión de qué hace que un ser humano sea algo continuo. ¿Es una persona algo singular, es una persona algo continuo, o esas cosas son un poco más desordenadas? Y es gracioso, porque si bien se presenta como una película sobre el doble, o sobre la clonación –y eso está en cierto punto en el corazón del concepto central–, en realidad todo debe ser entendido como algo figurativo. Un vehículo para hablar de otras cosas. No creo que la película funcione muy bien como ciencia ficción predictiva, en el sentido de cómo puede llegar a ser esa tecnología, porque todo está presentado de una manera onírica. Tal vez esté un poquito más cerca del espíritu del realismo mágico que del de la ciencia ficción”.


La actuación deliberadamente introvertida de Alexander Skarsgård (aunque tenga, por cierto, sus momentos explosivos) contrasta con la expansividad de Mia Goth, que de un tiempo a esta parte –sobre todo luego su participación en X, Pearl y la futura MaXXXine, todas dirigidas por Ti West– debe ser considerada como la primera gran reina del grito del siglo XXI. Su Gabi Bauer en Infinity Pool, en donde vuelve a brillar su acento londinense, es un dechado de agresividad, locura y empoderamiento (muy) mal entendido. La estupenda secuencia lisérgica que transporta al espectador al interior de una orgía recrea horrores del cine fantástico del pasado y también los placeres de la carne penetrada en el porno artie de los años 70 (la versión retocada para el mercado estadounidense elimina los planos más explícitos, pero no el contenido general). Es después de esa escena climática, luego de descubrir que la propia muerte puede ser autoinfligida y superada (otro tema recurrente que en Possessor era relativo, simbólico, y aquí casi literal), cuando James decide tomar al toro por las astas e intenta escapar, rebelándose contra el nuevo statu quo propiciado por esa particular cofradía de veraneantes. “Sos un bebé llorón. Mostrame que sos un hombre”, le grita Gabi a James con sorna, desdén y un tono humillante, hiriente como pocos. Con su nuevo largometraje, Brandon Cronenberg construye un relato tan repulsivo como atrayente, del cual resulta casi imposible quitar la mirada. Como si estuviera en una piscina infinita, cuya magia consiste precisamente en lo difuso de sus límites, el particular héroe encarnado por James se sumerge en un universo del cual es imposible discernir las fronteras, esos confines que lo mantenían cuerdo y a salvo.