Cada vez que estalla en los medios un caso de violencia policial -me refiero a los más graves: tortura y muerte-, el mensaje que recibe la sociedad es tan violento como "el hecho" que pretende denunciar. Salvo excepciones (que las hay), el responsable político de Seguridad sale a fustigar a "esos delincuentes que mancillan el uniforme y que no pertenecen a la fuerza", anuncia que colaborará en todo con la justicia y que pretende que sobre el culpable caiga "todo el peso de la ley". Y lo llamará "manzana podrida" para diferenciarlo del resto del manzanero.

Llama la atención la efectividad del mensaje de la manzana podrida, que la mayor parte de los medios repite a conciencia y/o comodidad. Mensaje tardío porque los responsables políticos del área no van a sacrificar nada prematuramente ante la convicción que trae la costumbre, de que lo más probable es que el caso no estalle por complacencia o inacción mediática. Pero de estallar, el protocolo indica que cuando se hace inevitable, se debe salir a conferencia de prensa con rostro solemne a dar el mensaje tranquilizador de la "manzana podrida" y abrir el paraguas para que la tormenta golpee a los menos y de más abajo, mientras los agentes judiciales hagan lo posible por reducir el impacto de un choque frontal a un bollito para sacabocados.

La efectividad del sistema se entiende con solo bucear en los archivos antiguos o recientes, para verificar que siempre, pero siempre, funciona.

Por eso, la importancia que representa la investigación y posterior juicio y condenas (habrá que analizar sus fundamentos) por el asesinato del pibe Lucas González. Como en ocasiones contadas con los dedos de la mano, este caso demostró cómo opera la policía, una fuerza piramidal y vertical, para evitar que un caso estalle.

No fue la única ni la primera vez que la persecución por el color de la piel y la geografía vulnerable producen víctimas entre jóvenes, morochos y de barrios precarios. A decir verdad, es la moneda corriente. Tampoco fue la única vez que, cometido el fusilamiento, surgió el discurso inmediato de "enfrentamiento" y "muerte de un delincuente". Siempre, hasta que alguien decida apartarla, la misma fuerza policial toma testimonios, levanta o elimina pruebas, planta convenientes armas. Y la víctima de violencia policial queda vestida de victimario. Acá quedó demostrado.

Los medios aportan su punto de vista rehén. "Tiroteo en Barracas". "Cuatro presuntos delincuentes". "Un delincuente herido de bala en la cabeza y uno prófugo". Sólo las marchas de los amigos y las denuncias de los padres de Lucas, sacaron al entonces ministro de Seguridad porteño, Marcelo D'Alessandro, del paraguas de silencio y lo obligaron a seguir el protocolo de la "manzana podrida".

Fue tan rápida la reacción familiar y tan certera y profunda la investigación fiscal, que la acusación llegó a las puertas de la propia jefatura. No pudo avanzar porque el poder  político porteño estrechó filas. Pero la investigación demostró su eficacia porque en el juicio, el habitual silencio monolítico policial se quebró y apuntó hacia el propio jefe. Algo nunca visto. Por eso, este caso es la radiografía del manzanero. No se trata de la podredumbre de un miembro sino de una costumbre podrida.