El aparato político-mediático se cansó de anunciarlo en las semanas previas. Al margen del margen, se descontaba un triunfo opositor en el principal distrito electoral del país. La batalla entonces, antes de que los hechos se consumaran, era por “las tapas del lunes”. Como Unidad Ciudadana era un sello nuevo concentrado en la provincia de Buenos Aires, las principales voces y plumas oficialistas adelantaron los titulares, Cambiemos triunfaría a nivel país. Adicionalmente, como consumados usuarios intensivos del marketing político, también urdieron un golpe de efecto: la “picardía” de ganar la elección en los distritos de Buenos Aires y Santa Fe mientras durara el horario televisivo central del domingo. La mayoría de los argentinos se fue a dormir con el triunfo de Cambiemos y se despertó con el dato de la vergonzosa suspensión del recuento de votos cuando Cristina Fernández de Kirchner se aprestaba a pasar al frente.

Afortunadamente para lo que queda del sistema democrático luego del desdibujamiento de la división de poderes, el actual sistema de votación –con respaldo en papel, firmas de fiscales, actas y registros– dificulta sobremanera el fraude electoral, por lo que el resultado final de la voluntad popular será diáfano más temprano que tarde. La fuerza política demonizada desde al menos 2008 y vuelta a satanizar sistemáticamente desde diciembre de 2015 se impuso en el principal distrito electoral del país. La diferencia fue menor a la esperada por algunas encuestas, pero el triunfo se consiguió con la abrumadora mayoría de los medios de comunicación en contra, con escasos recursos económicos, enfrentando los intentos divisionistas, desde el más árido de los llanos y enfrentados al poder del gobierno y del aparato de Estado. Difícil imaginar una cancha más inclinada.

A pesar de estos datos, el establishment político-mediático siguió funcionando “como si” la realidad fuese la del recuento del prime time televisivo del domingo 13, un espaldarazo popular al insustentable ajuste neoliberal en curso. Tal espaldarazo no se produjo, sólo se evitó el derrumbe, dicho esto sin desdeñar la formidable construcción de poder territorial habilitada por el control de los aparatos de Estado, incluido el nacional. Las variaciones más contundentes fueron el retroceso relativo de los “opoficialismos”, incluidos el de algunos gobernadores peronistas, toda una señal. Sin embargo, el nuevo bloque histórico, que incluye al poder económico, local y global, pero también al resto de las corporaciones, incluida la sindical que aprovechó la situación para seguir desmovilizada, simuló comerse el amague, festejó otra cosa y consideró que ahora sí llegó el momento de profundizar el ajuste sin restricciones. No es que en los últimos 19 meses el ajuste haya sido livianito, sólo se trata de seguir levantando barreras, vencer resistencias y construir legitimidad.

Lo primero que se lanzó al ruedo, como blasón máximo de continuidad, fue la reelección presidencial. Los poderes se alinearon. Los mercados festejaron y bajaron la fuga de divisas por unos días. Luego pasó el vicepresidente de Estados Unidos y dijo que Argentina es uno de los principales aliados regionales de Washington, capital que vuelve a mirar a su patio trasero con la sangre en el ojo por el rechazo al ALCA de 2005 y se apresta a impulsar medidas “buenas para los empresarios estadounidenses y los consumidores argentinos”, como le gusta a la OMC. También pasó el presidente del Banco Mundial y destacó que la política económica local va “en la dirección correcta”, esa muletilla noventista. También sugirió que si no se ven más resultados positivos es porque el gobierno “se preocupa en proteger a los pobres”. Un mundo feliz.

Pero en casa los empresarios que acompañan al gobierno creen que llegó el momento de avanzar ya en “mejorar la competitividad”. Las reformas ya están en gateras. No hay absolutamente nada nuevo bajo el sol. Todos envidian la retrógrada reforma laboral brasileña, creen que deben bajarse los impuestos y el gasto público, un agregado con todos los componentes inelásticos y por eso la mira está puesta en una reforma previsional. No son transformaciones sencillas. En 2016 el gobierno ya experimentó la relación directa entre caída de la actividad y de la recaudación, con el consecuente aumento del déficit interno. Para 2018 ya está prevista la disminución de retenciones sojeras, las que fueron dejadas en stand by este año y que convivirán con el aumento de los servicios de la creciente deuda externa. El gobierno también experimentó en 2017 la relación positiva entre Gasto en obra pública y nivel de actividad. Ajustar en 2018 no parece un camino de fácil resolución política. El modelo acumula tensión y contradicciones. El escenario de mediano plazo es inestable. El relativo ocaso de los opoficialismos abre una incógnita para la construcción de consensos legislativos. CFK será solo una legisladora, pero el Senado ya no será el mismo. Las defecciones no serán gratuitas.

Al oficialismo le queda superar octubre para saber si se cumple lo profecía del propio Macri, quien repite a sus íntimos y no tanto que “gana caminando”, según se publicó en la prensa. Sólo una cosa es segura, la Alianza Cambiemos sabe hacer política, no es un adversario zonzo ni fácil para ninguna oposición. Su única limitación en el presente es intrínseca antes que de construcción política: el grado de sustentabilidad de un modelo económico dependiente de la entrada de capitales. Si se quiere, el verdadero límite de hierro a su voluntad de poder.