Clarisa es de Casilda, conoce poco Rosario. Ahora viene a estudiar Económicas y empieza a salir con Manuel que es rosarino y lleva dos años estudiando Sociales. En una de sus primeras salidas, un domingo de invierno a la tarde van caminando juntos hasta el Bajo Ayolas, la parte sur del puerto, un lugar bello, que sin embargo a algunos puede resultar peligroso o extraño: las barrancas del río Paraná, los primeros corrales y tambos de la ciudad, las cooperativas de cartoneros y el mítico bar y cabaret “Reginaldo”: todo ese territorio donde Rosa Wernicke escribió en 1930 una de las primeras novelas sociales argentinas, “Las colinas del hambre” (hay unas lomadas en el paisaje y los mismos lomos curtidos de la gente), y donde Antonio Berni inventó su Juanito Laguna, por el ojo de agua que había allí, antes del río y desprendido de él, donde los pibes siempre pescaron para jugar y comer.

Cuando Clarisa y Manuel están llegando a la última calle, Convención, aparece un famoso movilero de tevé de Buenos Aires, y en un acting bastante improvisado el hombre hace baza, corre, se agita y se acerca a un fogón prendido por la producción del programa donde dice “los muchachos están asando unos gatos”. Allí cerca está la cooperativa de cartoneros del bajo y siempre tiran algo en la parrilla, pero sea lo que sea, es fruto del trabajo y no de la mentira.

En eso ven un estibador que viene de subida, quizá un embarcado, un comegato o uno de los Monos, uno de la banda narco pero sin armas ni juez Dr. Salchicha. Cuando más tarde Clarisa pregunte en su casa por ese lugar y esa gente, su tío Mauricio le dirá que seguro el hombre era un chaqueño peronista, un negro planero, un vividor de la gente buena que paga los impuestos y merece el voto calificado y la Green Card. Luego pasa un rato de la pregunta de la chica y el tío se envalentona y dice: ¡Volvete chaqueño! ¡Volvete negro muerto de hambre! ¡Volvete mierda…!

Manuel, en cambio, le dice que es un trabajador portuario, y que es cierto que el hombre comparte el estigma NN de los delincuentes. También el de comegato. Cuando delinquen los llaman así. Dice, NN. Pero trabajando tampoco consiguen un apellido. Ni muertos en tumbas gratuitas, dice Manuel, identificadas por unas cruces infantiles de madera balsa aprendidas en la laborterapia de la cárcel de Piñero. A ver… dice el chico, el negro, como les dicen, es un trabajador y el bajo era el punto de reunión de los grupos obreros que marchaban al centro de la ciudad en los 60. De acá Villa Manuelita subía a Rosario, nuestro propio aluvión zoológico. Pero mirá qué loco… es el mismo lugar donde hace poco cosieron a balazos a Luis Medina, el financista jefe del narco rosarino. Esta esquina es como la intersección nacional, otro jardín de senderos que se bifurcan: el puerto granero del mundo que no puede alimentar a diez millones de argentinos.

Clarisa lo mira como si le estuviera contando un cuento de terror. La chica es de Casilda, del campo, no le gusta que la culpen así nomás. Tan simple. Pero no, no te asustés… dice Manuel, son los contrastes del mundo: solamente aquí se embarcan cereales por diez mil millones de dólares al año, y sin embargo, ese trabajador, negro, blanco o amarillo, debe subir a pie después de una jornada de dura faena. A pie, en subida, seis cuadras hasta calle Grandoli, suponiendo que allí haya un transporte que lo lleve, suponiendo que tenga una casa, hijos, un plato. Ponele. Lo dudo. Y el cereal que vés en el piso, esparcido por todas partes, tiene glifosato puro y se ventea todo el día en el barrio, en el agua, en el aire.

Clarisa toma fotos con el celular pero empieza a oscurecer y cuando hace una panorámica, el estibador está terminando la subida, y saldrá como una sombra o una mancha oscura. Manuel dice: ¿viste? no hay un puto foco en los seiscientos metros de que hablamos. No hay iluminación pública, ni qué hablar del pavimento donde pasan diez mil millones de dólares. Martín Fierro iba a caballo, nosotros en moto, respirando el glifosato o tomándolo en el mate del agua del río o de la leche de la madre, pero siempre ajeno, aunque eso sí, nos dejan el celular para sacarnos la selfie del votante “Ahora 12”.

A punto de terminar el extraño paseo, Clarisa pregunta por una heladera vieja y abandonada que sin embargo está rodeada de guirnaldas de flores, velas y otras ofrendas. Manuel le dice que hace unos meses aparecieron dos niños ahogados en el interior de la heladera, seguro jugando… se escondieron ahí y el frigorífico es de los que no pueden abrirse desde adentro.

--Ay… dice ella, pero se aguanta el horror e igual le saca unas fotos.

 

Suben en silencio las seis cuadras, algo pesado les hace sentir la huella de los estibadores y recién cuando llegan arriba, una Clarisa distinta a la de las cuatro de la tarde dice: ¿la heladera salió en la tele… ?